. Por: Darío Ruiz Gómez.
En Sílaba Editores.
La obra novelística de Ricardo Cano Gaviria empieza a ser reconocida internacionalmente con el premio otorgado en 1988 a El pasajero Walter Benjamin, un admirable relato donde el autor no cede a la tentación del reconstruccionismo historicista. Antes bien, es una profunda y emotiva reflexión sobre lo que serían los días finales de un hombre acorralado que huyó del régimen nazi en Alemania, intentó entrar en España y, detenido por las autoridades franquistas en la frontera, optó por el suicidio. Luego su admirable novela Una lección de abismo es reconocida como la mejor novela colombiana publicada en el quinquenio 1988-1992. Para Cano Gaviria un personaje histórico es ante todo una lección sobre la condición humana: el fracaso personal como fracaso del lenguaje, el fracaso de vivir como expresión de un límite imposible de sobrepasar. La suya es pues una prosa que piensa desde ese fondo a veces luminoso pero casi siempre torturado de lo que supone el enfrentamiento de la cultura con la naturaleza y con la Historia.
Sus extraordinarios ensayos como la biografía José Asunción Silva, una vida en clave de sombra, sus reflexiones sobre Flaubert y Baudelaire (en Acusados: Flaubert y Baudelaire), ensayos-cuentos-novelas y transgresiones de género como Las ciento veinte jornadas de Bouvard y Pécuchet sobrepasan la árida tentación de una erudición estéril para recuperar el brío demoledor de las paradojas que subyacen en toda búsqueda de una escritura. Una escritura culta y no “cult” en la medida en que mientras el “cult” –recordemos a Vila Matas– cita textos sin piedad alguna o especula a través de la vida de un ícono literario, aspira a un enfoque más amplio de lo que significa la creación literaria. Sus conversaciones con Vargas Llosa son ejemplares en este sentido.
¿Cuál puede ser el enfoque de un escritor de este talante al detenerse a revisar su pasado intelectual, su peripecia de testigo de un momento histórico? El período descrito en La puerta del infierno es hoy históricamente clave desde el punto de vista generacional: el supuesto dilema del compromiso sartriano y la izquierda marxista leninista –los camusianos eran raras avis– o sea la ideología del comunismo dividiendo a una generación intelectual y arrastrándolos hacia un huis clos o hacia el horror de una trinchera. Escoger la literatura fue un acto de pura rebeldía, una herejía que se castigó con el ostracismo.
Pero en La puerta del infierno Ricardo Cano Gaviria elige narrativamente lo que nadie podría esperar de un intelectual formado en la ascesis del rigor más genuino, un hombre intratable que, gloriosamente, recurre no a la pedantería sino al más desenfadado humor. Porque la picaresca siempre comporta –aquí está la presencia no reconocida del mejor Cortázar– la posibilidad redentora del sarcasmo que alivia el alma, la aligera, y desde la perspectiva del presente nos demuestra que el haberse tomado en serio ideas que sólo justificaban la carnicería y el espanto de las masacres conducía, inevitablemente, no a la generosidad, a una conciencia libre, sino a una mediocridad criminal. París fue para Rubén Darío, para César Vallejo, para Cortázar el marco existencial que les permitió, lejos de la esclavitud de las falsas tradiciones locales, de la ignorancia patriotera, mirarse a sí mismos bajo las preguntas que definen la cultura, que definen la creación, o sea, ser universales.
Mayo del 68 es una ráfaga donde el entusiasmo es pasajero pero deja sin embargo la huella imperceptible de cierta melancolía. La idea de revolución nos sacudió con la promesa religiosa de una justicia sobre el explotado, de la sonrisa de la equidad y de la igualdad en una nueva sociedad, pero la máscara del Comisario político, del resentido burócrata echó por tierra estas ilusiones. Lo que el profundo trabajo de Cano Gaviria nos certifica es que toda autobiografía arrastra consigo el ripio de estas graves impurezas, lo funesto que hay en todo mesianismo ateo. Después de terminar la lectura de La puerta del infierno, novela imprescindible concluimos que la verdadera inteligencia es aquella que viene seguida de la tristeza que acompaña a toda comprobación acerca de aquello que en lo que llamamos historia personal nos hirió, nos cuestionó el lenguaje. Es aquí donde la cultura crítica, donde la literatura surgen en quien fue capaz de cruzar las puertas del infierno como un gozoso porvenir de la palabra, como esa misión secreta que sólo los verdaderos escritores llevan silenciosamente a modo de única respuesta a los chantajes del destino.
Sílaba Editores y Ediciones Igitur