13 de septiembre de 2023 I Por: John Dayron Cárdenas Monsalve I En: Revista Artes y Letras
En esta reseña, John Dayron Cárdenas Monsalve referencia el libro Apuntes de madrugada, del joven escritor Norvey Echeverry Orozco, publicado por Sílaba Editores. El autor es uno de los invitados a la edición 17 de la Fiesta del Libro de Medellín.
Hará cosa de un par de meses que me desplazaba en mi motocicleta por una vereda cercana a un túnel en construcción, cuando se me atravesaron dos o tres perros y me hicieron caer. La vía destapada e invadida por los escombros terminó abruptamente en mitad de una cuadra y dio paso al pavimento sobre el que caí estrepitosamente. La moto, alta y pesada, me cayó encima y parte del golpe lo recibió el tobillo de mi pie derecho. Supe de inmediato que se había fracturado. Pagué de ese modo frenar en seco y mal sobre la capa de arena que dejan caer las volquetas a su paso. Y todo por evitar arrollar a uno de los perros que se puso a ladrarme pegado a la llanta delantera. Durante la larga convalecencia, sin nada mejor que hacer aparte de ver películas y series en Netflix y estudiar inglés en una aplicación de mi móvil, veía pasar los días y las noches acostado o mal sentado en la cama, tratando de ahuyentar el dolor y los fantasmas de la desesperación mediante el recurso de garabatear letras en el reverso de los papeles de mi historia clínica y buscar en Internet libros en PDF para leer.
En uno de esos días me escribió Norvey Echeverry y me contó que ya había salido su segundo libro: Apuntes de madrugada. Le pedí que me lo enviara por correo y así lo hizo, y dos o tres días después el libro tocó a mi puerta. Venía envuelto en papel de envolver panela, y al destaparlo se abrió ante mí, reluciente y esbelto como una paloma, y en la soledad de mi habitación, su olor a nuevo colándose por mi nariz me causó una momentánea y cálida euforia. Por un instante me demoré en la imagen de la portada, muy en consonancia con el título: un escritorio de madera sobre el que reposan una lámpara, un portarretratos con la imagen de un rostro viejo y una hoja con letras impresas. Arriba, en un cuadro que evoca también una ventana, la luna llena proyecta su luz sobre una montaña, detrás de la cual surge el brillo de un pueblo o, acaso, de una ciudad. Sobre el escritorio también se proyecta la luz, que bien puede ser de la luna del cuadro o de la lámpara. El perfecto escenario de madrugada. Y el escritor se ha ausentado del sagrado altar, pero su presencia perdura allí, latente y discreta. Norvey Echeverry tuvo la generosa ocurrencia de redactar una dedicatoria para mí en la primera página, una de las dedicatorias más especiales, escribe él, con su letra de trazos pueriles, letra de colegial aún, la misma que usaba para presentarme los informes de lectura o las primeras redacciones que escribió en el bachillerato para tratar de aprobar mi materia: Lecto-escritura.
Esa letra torcida y menuda, letra de colegial, me recordó que Norvey Echeverry, quien andará por sus 24 o 25 años de edad, sigue siendo un muchacho aún; y digo “muchacho” con toda la carga de sentimientos y emociones con que pronuncio esa palabra cuando la uso para referirme a aquellos ejemplares de nuestra especie que, en edad juvenil, dignifican precisamente esa etapa de la vida viviéndola con coraje y vigor y con una fe a prueba de desesperanzas en todos sus grandes empeños. Alguna vez fui yo un muchacho también, uno que tuvo la fortuna de conocer por cuenta de los libros a una parvada de valientes muchachos y muchachas de la ficción, como el Jim Hawkins de La isla del tesoro, La Alicia en el país de las maravillas, el Huckleberry Finn de orillas del río Misisipí,o Dick Sand, aquel capitán de 15 años que nos presentó Julio Verne en toda su magnificencia. Norvey Echeverry, quien poco a poco hace su ingreso a la edad de la madurez, ha sido para mí también, a lo largo de más de una década, uno de esos valientes muchachos. Valiente y heroico como Jim porque desde que, en mis clases del colegio conoció la literatura y el periodismo a través de lecturas en voz alta, supo que había una Isla del tesoro por descubrir, e igual que Jim se empeñó en llegar a ella sin importar los obstáculos que hubiera de atravesar para hallarla. Cuando descubrió el mapa de su isla, allá en los primeros años de su adolescencia, no se lo pensó dos veces. Sabía que tenía ya un asunto entre manos, una misión clara y alegre, y desde entonces no ha dejado de remar siguiendo la ruta que le indica ese mapa. Y vaya que ha sabido arribar a su isla y desenterrar su tesoro. Prueba de ello son los dos magníficos libros que ha publicado: El brillo de las balas hace apenas dos años, y ahora Apuntes de madrugada, esa pequeña joya de la literatura, donde nos ha dejado registrada, en un puñado de misceláneas prosas, la impronta de su fuego y valor.
Norvey Echeverry es, además, el estudiante ideal, aquel con quien sueña cualquier educador que se precie de serlo. Más de una década después de haber asistido a mis clases, aún sigue siendo el mismo muchacho deseoso de aprender algo nuevo. Y en este sentido encarna lo mejor de nuestra tradición de escritores que se han forjado, como él, a punta de humildad y desvelo. Pienso aquí en Germán Arciniegas, al referirme a él. Germán Arciniegas, nuestro mejor historiador y gran cronista también, quien además desarrolló una productiva vida pública como diplomático y ministro de educación, nunca aspiró a ser algo más que un estudiante, alguien con una sed infinita de saber. Todavía a sus 91 años de edad escribió: “Estamos en 1991. Sigo de estudiante, con el cuaderno en la mano, y el lápiz”.
De madrugada, durante el tiempo de mi lenta convalecencia, presa del insomnio que me causaba la quietud a la que me veía obligado, y como un remedio para no pensar en el dolor acuciante, fui leyendo y releyendo los Apuntes de madrugada, deleitándome con esos textos diversos, límpidos como una fuente de agua, fluidos y amenos como esa misma fuente cuando se convierte en arrollo. Profundos como el río al que desemboca el arroyo. Como él osados, dispuestos a correr los riesgos que les depara su propia naturaleza. Cincuenta y dos escritos en prosa conforman el libro y los hay de diversos géneros y para todos los gustos: relatos, prosas poéticas, poemas en prosa, panfletos, plegarias, memorias, crónicas. A primera vista se diría que se trata de esto último: de un libro de crónicas. Y definirlo así está muy bien y ya ello sería darle un gran lugar en la amena tradición de esta forma literaria en Colombia. Porque la tradición cronística en nuestro país, me atrevo a decir, es uno de los géneros que mejor nos ha representado ante el mundo. Colombia es, ante todo, un país de poetas y de cronistas. Siendo estos últimos, de cierto modo, nuestros poetas en prosa, quienes, por mucho, son mejores poetas que muchos de nuestros versificadores. Piensa uno obligadamente en las crónicas de Luis Tejada, escritas con esa prosa alada y poética, gran deudora del modernismo. Piensa uno en Tomás Carrasquilla, cuyas crónicas, relatos y novelas son en verdad los frutos de esta tierra; o en el mismo GGM con sus textos costeños que fueron el germen de la crónica por excelencia de esta nación macondiana. Y a esa lista hay que sumar ahora el nombre de Norvey Echeverry.
Con todo, afirmar que Apuntes de madrugada es solo un libro de crónicas sería, a mi modo de ver, desconocer sus mayores alcances. Porque es evidente que estamos ante una obra literaria que, por sus propósitos implícitos, su plasticidad, su tono y contenidos agota esa definición y sigue de largo. Si por la amenidad en el trato con el lenguaje, si por lo misceláneo de sus temas y el carácter ocurrente e ingenioso de muchos de sus textos Apuntes de madrugada comparte las características del género de la crónica y se hermana, en consecuencia, con la obra de nuestros grandes cronistas, es también evidente que, por la insistencia en cierto tono y en ciertos temas y en cierta manera de marcar territorio frente a la realidad esta breve obra es también una declaración de principios, un manifiesto, el “arte poética” de un escritor joven que, apenas con dos libros publicados, hace su ingreso en el mundo periodístico y literario, y en el cual intenta ya desmarcarse de lo que no le parece honesto ni auténtico y hace su apuesta por las cosas del espíritu en cuya defensa vale la pena acudir con toda la fuerza de su vocación de escritor. Si en El brillo de las balas nos mostró el rostro de sus conciudadanos más indefensos del oriente antioqueño, de aquellos que han vivido y padecido en carne propia la violencia de este extraño país, la cual sacó a la luz y lamentó valiéndose de una contundente prosa elegíaca, en los Apuntes de madrugada Norvey vuelca la mirada hacia sí mismo. Ya no es el periodista que hace gala de objetividad y rigor cuando se oculta profesionalmente para poner en boca de sus personajes el drama o la tragedia de sus existencias. Ahora hace una apuesta contraria, elige una dirección opuesta, la de la subjetividad, y aunque sigue mirando hacia afuera, para atrapar el instante de las vidas de sus personajes diversos, los mira desde su propio punto de vista de narrador, nos deja claro que, si es importante para él la historia de alguien o algo, lo es de igual o mayor manera su opinión, su punto de vista sobre esa historia. Ahora importa más cómo esas vivencias de otros, de familiares y amigos y también de enemigos lo afectan a él mismo como persona, lo construyen y destruyen y lo forman y deforman como escritor y lector que intenta ocupar de la manera más digna posible su sitio en el mundo.
«Con todo, afirmar que Apuntes de madrugada es solo un libro de crónicas sería, a mi modo de ver, desconocer sus mayores alcances. Porque es evidente que estamos ante una obra literaria que, por sus propósitos implícitos, su plasticidad, su tono y contenidos agota esa definición y sigue de largo.»
Por lo anterior, después de leer el libro, se queda uno con la sensación de haber viajado con el narrador, no solo por la cotidianidad de su calles y personajes, no solo por los recuerdos de su infancia y los avatares de su juventud sino también por los escenarios de su alma. Leer Apuntes de madrugada es palpar la geografía de un espíritu, con todos sus relieves. Es en este orden de ideas que dejo mi opinión de que este libro de escasas 160 páginas, lo es de crónicas, lo cual ya es suficiente para enaltecerlo, pero es también una obra poética y por tanto llena de poesía, una suerte de diario personal, enmarcado también en la larga tradición de las confesiones humanas, una defensa del yo con todas las posibilidades y riesgos de su subjetividad, una defensa del derecho a decir, una asombrosa intención moralizante y a la vez y sobre todo, una defensa de la palabra como posibilidad de expresión, de salvación y redención y de hallarle sentido a una existencia y a un país llenos ambos de dolor y belleza.
Vendrán nuevas obras de Norvey Echeverry, seguramente, porque lo que hasta ahora nos ha descubierto en El brillo de las balas y en Apuntes de madrugada no es suficiente, es apenas su primera puesta en escena, su ópera prima, y sus personajes y él mismo aún guardan para sus lectores otras grandes historias.
Poco a poco vuelvo a dar mis primeros pasos: el confinamiento al que me había reducido aquella caída de comienzos de noviembre llega ahora a su fin, y me alisto para salir de nuevo al escenario de las calles y las carreteras, que es el escenario de la vida. El mismo que Norvey Echeverry acercó hasta mi lecho de enfermo en Apuntes de madrugada. Por eso ahora, y en virtud de la certera poesía de su hermoso libro, ese escenario de la vida que es el mundo se presenta ante mí más asombroso y enriquecido, y es más estimulante ahora el deseo de salir a explorarlo y fundirme en él.
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