17 julio 2020. Por: Claudia Morales.
En El Espectador.
“Los cuadernos, las cartas y los libros han sido coordenadas que trazan el mapa de nuestra historia”, escribió Lucía Donadío al final de su novela Adiós al mar del destierro.
Mapas, sí, también es eso lo que dibujan quienes usan la palabra para narrar lo que no debemos olvidar. O lo que no queremos olvidar. O lo que a veces quiere ser olvidado.
La novela de Lucía, que acaba de ser publicada y ya llegó a algunas librerías de Colombia, es un relato íntimo, que comienza con el sueño de Bruno Cattaneo de viajar en el trasatlántico Orazio desde su pueblo en Italia hacia América; es sobre el desarraigo que él sintió cuando pisó, el 28 de enero de 1938, las calles calientes y húmedas de Puerto Colombia, en el departamento de Atlántico; sobre la soledad, el hambre y el descubrimiento de la discriminación por las clases sociales. Y es, también, la historia de amor de la autora, que escribe a través de los ojos de una niña y que, al final, entra sin velos ni terceras personas, como ella, la escritora, la hija, la madre y la hermana.
Bruno empezó a trabajar en un almacén de telas donde recibía 20 pesos con los que pagaba los almuerzos, unos pocos desayunos, el alquiler de una habitación y los telegramas que le mandaba a su familia. “La soledad del final de la tarde dolía… Cuando cerraba la puerta del cuarto me enfrentaba al horror de estar solo y quería morirme”. ¿Quién no ha sentido esa melancolía?
Entonces, como un salvavidas para Bruno, aparece el enamoramiento en la forma de una joven llamada Isabela, hija de Rafael Tossi, un italiano que negociaba con café. Se enamoran estos dos seres, nacidos en dos mundos opuestos, y creen que el amor lo aguanta todo. ¿Y quién, que conozcamos, o nosotros mismos, no ha sentido lo mismo? Pero muy pronto llega el desamor. “Todo lo mío te resultaba extraño. Todo lo tuyo me resultaba extraño”, dice él. “Yo te miraba desconcertada cuando me despertaba. Verte en mi cama, tan cerca de mi cuerpo, me producía miedo… Hablábamos dos idiomas diferentes”, cuenta ella.
Es la voz de Bruno versus la voz de Isabela.
En otro capítulo aparece María Aurora, la madre de Bruno, quien fue educada bajo una premisa: “Una mujer se casaba para entregar su alma a otros”. María sufre la crianza de sus cuatro hijos en una desesperante soledad, y su queja es que nadie la oye, que es una esclava de una vida que escogieron por ella.
La narración más sobrecogedora en la novela es la de Julia, la menor de los diez hijos que tuvieron Bruno e Isabela. Julia ve el desmoronamiento de su madre y carga su desasosiego. “Yo, la niña enferma, seré tu orilla eternamente”, sentencia. Y, al mismo tiempo, siente algo parecido a la muerte con cada ausencia de su padre, que se las arregló para volver varias veces a su amada Italia. Julia quiere llamar su atención, pero solo logra sentirse huérfana.
Lucía: tu novela llegó a lo más profundo de mi ser. Tu sutileza y tu honestidad, junto con la hermosura de tu narrativa, hacen de este un relato cercano a las debilidades y aciertos humanos. Me da alegría sacar tus portadas de las cajas en mi librería. Deseo que Adiós al mar del destierro tome un vuelo alto.
Don Fausto y Camilo: esta novela, publicada en memoria de ustedes, es el bello camino escogido por Lucía para hacerlos inmortales, y nos da más motivos para seguir queriéndolos, y para añorarlos con amor y gratitud.
A ustedes, lectores, les dejo esta frase de la escritora que resume el fondo de la novela: “Recordar para no dejar morir”.
* Periodista.