Marzo 20 de 2012. Por: Carlos Mario Correa.
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Carlos Mario Correa Soto Profesor de Comunicación Social
Universidad Eafit ccorrea9@eafit.edu.co
Texto leído en la presentación del libro. Marzo 20 de 2012. Auditorio de Extensión. Universidad de Antioquia
La educación sentimental de una reportera
En su libro El periodismo es un cuento, el escritor español Manuel Rivas, más conocido en Colombia por su relato “La lengua de las mariposas” en el que se basa la aclamada película del mismo nombre, menciona una anécdota de su infancia: su padre era albañil y solía regresar a la casa empapado por el rigor del trabajo a la intemperie.
“Sus ropas, especialmente los zapatos —escribe Rivas—escurrían el lodo de una vida perra.”
El escritor recuerda que al contemplar a su padre en esas circunstancias, su madre, llorosa, lo miraba a él y le decía: “Manuel, cuando seas mayor busca un trabajo donde no te mojes”.
“De mi primera experiencia periodística —dice Rivas— salí ya muy empapado”, y explica:
“Fue en el instituto Monelos, en un barrio de Coruña. Ese centro inauguró la enseñanza mixta en Galicia. De los colegios privados venían a vernos salir juntos a chicos y chicas. Era también un instituto especialmente rebelde. Conseguimos autorización para publicar una revista. Cuando el primer número cayó en manos de la dirección, la prohibieron de inmediato. Para protegernos insinúo el director: “hay verdades que no se pueden decir”. Fue una lección inolvidable. De ahí en adelante supimos que había que optar entre el rey poder y la reina libertad…”
Y de ahí en adelante, hasta el sol de hoy, Rivas reconoce que ha conseguido ser libre trabajando como reportero para componer las historias de sus libros de ficción y de no ficción.
El oficio de reportero es la condición esencial para lograr el acierto y el éxito en la actividad profesional del periodismo a pesar de todo pronóstico en su contra de tipo empresarial, gubernamental, político, legislativo o atmosférico. El reportero se las ingenia para blindarse contra aguaceros, rayos e inundaciones, pues aunque se empape y se exponga demasiado al fuego, su versión de la “realidad”— la cual, sin embargo, siempre será relativa y sospechosa—, cuando es pasada por el tamiz de sus sentidos y recolectada de las voces de los testigos de los acontecimientos, lo saca a flote y lo pone a salvo.
Ahora bien, salir a reportear por las barriadas de Medellín y por las veredas y corregimientos de los municipios antioqueños, asumiendo el riesgo de empaparse y de enlodarse para lograr contar y comprender los dramas humanos es una de las principales cualidades que tiene el trabajo que por “veinte años” ha realizado Patricia Nieto, literalmente pegada a las víctimas del conflicto armado en Colombia. Especialmente dedicada a las mujeres a partir de una práctica reporteril a la intemperie, realizada a pie y a golpe de riñón como pasajera de buses y “chiveros” que —apoyándome de nuevo en las palabras de Manuel Rivas –considero como una de las principales lecciones de la “educación sentimental de un periodista” que se preparó en la universidad para afrontar tiempos tempestuosos e inciertos.
Pero en Colombia salir a reportear es un riesgo que no todos quieren correr, pues el país que tenemos —el que los corrompidos de todas las calañas nos están acabando— es un enfermo en cuyas carnes y huesos casi no queda nada firme y por donde un periodista le pone sus manos brota la pus…y cuando llama a una puerta le contestan —si es que le contestan— con insultos o con balas.
El periodista de New Yorker, Jon Lee Anderson —para mí el reportero más ambicioso que trota el mundo en estos tiempos de conflictos mortales y infamias de todo tipo, y quien de acuerdo con el escritor mexicano Juan Villoro, es “el mejor en el arte de dar bien las malas noticias”—, tiene una frase que viene al caso al valorar la importancia que le doy al trabajo de Patricia Nieto como reportera y cronista.
Un reportero tiene que ser inseguro…” Quiero entender que Anderson se refiere a su condición de movedizo, inquieto, perplejo, flotante y fluctuante; dispuesto a descubrir el mundo con los ojos asombrados de quien lo ve siempre con el asombro de la primera vez.
Justamente de ese “asombro personal”[1] que hace parte de la condición esencial del cronista, Patricia cuenta que todavía recuerda la hilera de casas construidas con cartones que soportaba la lluvia durante un amanecer lúgubre de octubre en que viajaba semidormida en un bus de Medellín a Cartagena, y frente a su “mirada luminosa de los 25 años” apareció la hilera de ranchos enfrentando la lluvia y una mujer que nerviosamente estiraba la mano rogando una moneda, mientras protegía su cuerpo detrás de la puerta. “Así se me reveló Colombia esa mañana de lluvia y ante esa impronta, que va de la indignación a la melancolía, he rendido mi trabajo periodístico”, señala Patricia.
Un trabajo que entre 1990 y 1993, como reportera del periódico El Mundo de Medellín, la llevó a recorrer barrios tapizados de barro con nombres sonoros y paradójicos como El limbo, La esperanza, La Avanzada, Carambolas, Bello Oriente y La Cruz.
“Algunas de aquellas crónicas –dice Patricia-, resultado de intensas jornadas de campo, permanecen cariñosamente en mi recuerdo.” Entre ellas “Como dueles tu, Amapolita”, en la que narra la vida cotidiana de la escuela más pobre de Medellín.
“Construida con tablas y techada con plásticos –recuerda Patricia-, La Amapolita apenas soportaba en pie los vendavales y aguaceros propios de la parte alta de las montañas. Después de cada diluvio quedaba tan maltrecha que maestros, alumnos y vecinos gastaban días sacando el barro, remendando agujeros y enderezando los maderos que servían de cargueros.”
En 1995, para investigar y escribir “Los vencidos”, uno de sus primeros reportajes sobre las víctimas de la guerra –mujeres desplazadas a la fuerza por los grupos armados del campo a la ciudad de Medellín y en la propia ciudad de unos sectores a otros-, Patricia regresó a “El Limbo”, y volvió a caminar por sus senderos de tierra viva y, de nuevo, sus zapatos tomaron el tono amarillo de los “tierrudos”, como llaman en los barrios bajos de la ciudad a quienes descienden de la montaña con la indumentaria y la timidez propia de los recién llegados.
El barro en los zapatos era para los “tierrudos”, la marca de su exclusión y de su estigma, mientras que para la joven reportera era la entrada a un mundo en el que tardó algunos días para sentirse cómoda, pero que con los años y con una fuerte convicción fue descubriendo como el objeto de su actividad periodística, investigativa y académica. Ahora el barro en las botas tipo “machita” y en el bluyín que suele usar en sus faenas reporteriles son la marca de fuego del trabajo de campo que ha precedido a sus crónicas reunidas en los libros Llanto en el paraíso (2008) y Los escogidos (2012), el cual tengo el privilegio de presentarles esta noche.
Pero antes permítanme hacer el siguiente comentario:
En el prólogo a su libro Los periodistas literarios. El arte del reportaje personal, Norman Sims, alude al hecho de que hace años que los periodistas practican su oficio sentados cerca de los centros de poder de su país: el Pentágono, la Casa Blanca, Wall Street, por ejemplo.
“Como perros bajo la mesa, han esperado que les caigan sobras de información de Washington, de Nueva York y de sus visitas a los juzgados, las alcaldías y las estaciones de policía”, señala, y asegura que: “Hoy en día, las sobras de información no satisfacen el deseo de los lectores de saber cómo hace las cosas la gente. En su vida diaria, los lectores manejan explicaciones psicológicas de los hechos que suceden a su alrededor. Pueden vivir en mundos sociales complejos, en medio de tecnologías avanzadas, donde “los hechos” apenas empiezan a explicar lo que está sucediendo.”
Recuerda que las historias cotidianas que nos hacen penetrar en la vida de nuestros vecinos solían encontrarse en el mundo de los novelistas, mientras que los reporteros nos traían las noticias de lejanos centros de poder que a duras penas afectaban nuestras vidas; y explica cómo los periodistas narradores —apoyándose en una reportería a fondo— reúnen las dos formas:
“Al informar sobre las vidas de las personas en el trabajo, en el amor, o dedicadas a las rutinas normales, confirman que los momentos cruciales de la vida diaria contienen gran dramatismo y sustancia. En lugar de merodear en las afueras de poderosas instituciones los periodistas literarios tratan de penetrar en las culturas que hacen posible que funcionen. Los periodistas literarios siguen su propio conjunto de reglas. Al contrario del periodismo normal, el literario exige sumergirse en complejos y difíciles temas. La voz del escritor sale a la superficie para mostrar a los lectores que hay un autor trabajando. La autoridad se hace palpable.”
Ahora que los periodistas tienen más y mejores herramientas tecnológicas para reportear y para publicar, el periodismo debería ser más rico en sus contenidos y en sus formas expresivas. ¿Qué pasa, entonces? ¿Por qué muchos periodistas nuevos y experimentados se arrastran como mendigos, por ejemplo, recogiendo los “trinos” de un ex presidente e insisten en publicar “raspados de olla”, en vez de novedades que expliquen el contexto en el que este ex presidente “trina” —o chilla—, según dice él “en su batalla alegre y firme de todas las horas”, a veces escribiendo —como lo advirtió María Jimena Duzán en la revista Semana— con el estilo en el que habla “Toro”, el indio fiel que acompaña al Llanero solitario de la tira cómica y las películas del Viejo Oeste.
Un ejemplo.
Habla “Toro”:
“Yo traer caballo Plata, tu quedarte aquí, Kimosabi” (Expresión con la que “Toro” llama al Llanero solitario).
“Trina” el ex presidente:
“Contratos obras públicas se adjudicaron en audiencias públicas. Corruptos estafan. Son bufones”.
“Secuestrados trabajadores oleoducto Arauca. A espera autoridades digan algo sobre secuestradores…”
“Trinos” que aprovechan cada día nuestros periódicos para abrir su vitrina de “noticias” en primera página, apenas sin pensar…continuando una cadena de superficialidades que pasan de un medio a otro alimentando la mediocridad de nuestro periodismo “informativo.”
Pero tampoco se puede desconocer que los periodistas, especialmente a los que les toca trabajar como reporteros y corresponsales en las regiones del país, en su papel de “moscas de la carne” —como llamó Tom Wolfe a los periodistas que investigan— han pasado a convertirse en “carne de cañón” para los bichos que generan violencia hoy en el mundo.
“Ser periodista nunca ha sido más peligroso” que ahora, expresó en el 2007 aquí en Medellín el entonces director de la Unesco, Koichiro Matsura, al hacer entrega del Premio Mundial a la Libertad Prensa, UNESCO/Guillermo Cano.
No es extraño que los periodistas reporteros mueran como moscas, sin pena ni gloria… Pues en numerosos países, entre ellos Colombia que aparece en los primeros cinco puestos como uno de los lugares donde es más peligroso ejercer el periodismo en el mundo, el asesinato se ha convertido en la forma más fácil, barata y eficaz de acallar a un periodista incomodo, y cuantos más asesinos perpetran su crimen impunemente, más se agrava el espiral de violencia.
El pasado 24 de abril (2011), por ejemplo, se cumplieron 20 años del asesinato en Segovia, Antioquia, de los periodistas de El Espectador Julio Daniel Chaparro Hurtado (cronista y poeta) y Jorge Torres Navas (reportero gráfico), quienes se dedicaban a “mostrar heridas” reconstruyendo con el testimonio de los sobrevientes las primeras masacres de campesinos y pueblerinos con las que el paramilitarismo empezaba a dejar sus huella siniestra a lo largo y ancho del país. Pero un juez de la República, cual “Pilatos” moderno, se lavó las manos y declaró la prescripción del caso condenándolo también a ser sepultado por la impunidad. A no ser que logren obtener resultados las gestiones que están haciendo familiares y amigos para que sea declarado como crimen de Lesa Humanidad.
El periodista Ignacio Gómez se ha referido en varias ocasiones al impacto de esa “censura del fuego” que ha provocado el asesinato de más de 130 periodistas en Colombia en los últimos 25 años, y señala: “Si bien hay una crisis universal de medios de comunicación, mientras en el resto del mundo los periódicos se van a morir de inanición, aquí se van a acabar porque no quedarán periodistas para escribirlos.” Precisa que en Colombia, que ha llegado a ocupar el vergonzoso primer puesto en el asesinato de periodistas en el mundo, el mensaje que la prensa ha recibido por años de los intolerantes de todas las clases ha sido: “silencio o plomo””.
Los países más peligrosos para los periodistas en los últimos años, entre ellos Colombia, han sido: Irak, Rusia, Filipinas, Irán, India, Argelia, Siria, Egipto, Libia, las antiguas repúblicas de Yugoslavia, México y Pakistán.
La principal causa de las muertes fueron las heridas por armas de fuego. Pero, para acallar a los periodistas, también se utilizaron bombas, apuñalamientos, palizas, torturas, estrangulaciones y decapitaciones. Además la cifra de periodistas desaparecidos ha aumentado en todas las latitudes.
Desde hace 30 años, en Colombia esos “bichos venenosos”: narcotraficantes, guerrilleros, paramilitares, corrompidos agentes del Estado, secretos y uniformados, y delincuentes de todos los matices, iniciaron una sistemática secuencia de ataques contra los periodistas y contra la libertad de información que todavía no termina.
El paso del tiempo y un cierto desinterés generalizado han hecho causa común a favor del olvido de muchos periodistas asesinados, desaparecidos o silenciados en un país con memoria de insecto como es el nuestro.
Hay muchas recomendaciones para la seguridad de los reporteros en diversos “manuales de procedimiento” elaborados por expertos de organizaciones como el Instituto Internacional para la Seguridad de la Prensa (INSI); la Fundación para la Libertad de Prensa, que tiene un representación muy importante en el país; los propios medios de comunicación y los organismos de seguridad estatales, que como en el caso de Colombia han ofrecido escoltar a periodistas amenazados, enviarlos al exterior, etc.
Pero los peligros para los periodistas están en todas partes, aún en sus propias empresas editoriales, donde los dueños, directivos o jefes también los han puesto contra las lapidas…Por ejemplo, el periodista Alberto Donadío recordaba en una de su visitas a Medellín, que uno de los “santos” de El Tiempo — no quiero ahora decir el nombre pero sí el milagro—, se refería a él, a Daniel Samper Pizano y a Gerardo Reyes, integrantes de la Unidad Investigativa en los primeros años ochenta, como a “la guerrilla de la redacción”.
Para mí, además de la amenaza de los criminales, hay otro grave peligro para los periodistas: su mala preparación intelectual, ética y profesional. Un periodista ignorante, ligero, desinformado, vendido, enceguecido por el poder y desapasionado por su trabajo, es un artefacto explosivo en sí mismo…
Tengo una tesis que puede parecer amarga o fatal. Y es esta: Si en Colombia no hay más muertes de periodistas por manos criminales —y de esto se ufanan tanto el gobierno anterior como el actual—, no es porque los periodistas tengan mejor protección, aceptación y reconocimiento, sino porque se han vuelto inofensivos, ligeros, propagandistas, chistosos y chismosos…muy poco investigativos y dependientes de las agencias de prensa tanto estatales como privadas.
En Los escogidos se reúnen las historias de un grupo de personas, hombres y mujeres de diferentes edades y oficios de Puerto Berrío, Antioquia, donde han tenido que ver desde hace varios años con los “muertos del agua” o “pepes”, como denominan los lugareños a esos “barcos fantasmas” del río Magdalena que con tiros de gracia en la cabeza, mutilaciones en las extremidades y coronados de gallinazos, atracan en una playa, en una raíz o en una atarraya, de donde son salvados y luego lavados, nombrados, sepultados, apadrinados e invocados todos los días, pero especialmente los lunes de difuntos, en el pabellón de caridad del cementerio local.
Es una crónica investigada y narrada por Patricia Nieto con los cinco sentidos del periodista –estar, ver, oír, compartir y pensar- dilucidados por el maestro Riszard Kapuscinski (1932-2007); y por un sexto sentido apropiado a su condición de mujer y de reportera que para mí viene a ser como una suerte de “intuición compasiva.” Es decir, el sentido propio de una devoción, una generosidad y una humanidad tan aguzadas que no de otra forma puede uno entender cómo es que ha logrado acercarse y ganarse la confianza de las personas que protagonizan sus historias; unas vivas y otras muertas y sin nombres, pero todas ellas arrastradas al abismo por el torrente feroz de la violencia colombiana.
También es un sentido que se corresponde con el deber ser del cronista, toda vez que responder por el cómo y por el por qué de los acontecimientos de su tiempo es uno de sus retos principales. Mostrar antes que solamente anunciar. Y por lo tanto, con la intención de revelar una imagen del mundo y de “su mundo”, para el cronista es tan importante la mirada como la perspectiva de ésta. Por eso, aunque se aferra a la exactitud, no transcribe la realidad si no que construye una versión de ella basándose en su mirada y en las ventajas que le ofrezca el lugar que escogió para divisar. El cronista —señala Earle Herrera— no toma, como el historiador, distancia de lo que narra. “Por el contrario, está inmerso en su propia relación, y cuenta desde adentro lo que vio y oyó”. [2]
En consecuencia, su mirada es selectiva y focal —según aprecia el citado Kapuściński en sus “Apuntes nómadas” —si se la compara con la función que cumple una cámara fotográfica— “como un instrumento de penetración, de concentración, de búsqueda de realidad y vida”.[3] El objetivo de la cámara opera como un mecanismo de selección ya que no puede recogerlo todo. “Hay que elegir una parte del paisaje, aislar la parte elegida del resto. La cámara fotográfica ha de concentrarse en determinados rostros, no en una masa indeterminada; uno mira pormenorizadamente, no en abstracto”.[4]
La reportería le permite al cronista escuchar y mirar de cerca, discernir y narrar con detalles, como lo hace Patricia Nieto en Los escogidos: “´La pesca no siempre es buena´, dice Ciro buscando mis ojos. Todavía era un niño cuando el río dejó de parecerle el paraíso. Sintió que la red se templó y con solo mirar a su padre supo que debía sumergirse, nadar hasta el punto de tensión, valorar la presa y subir para dar aviso. Lo visto no le pareció conocido. Se acercó, palpó y supo que no era la piel de animal de río. Con solo tocarlo, las carnes de deshacían. Lo rodeó a nado y lo exploró. Era el cuerpo de un hombre boca arriba, desnudo, con la cabellera revuelta y los dedos descarnados. Solo en la superficie, cuando recuperó el aliento, se dio cuenta de que lloraba como el niño que era. Se echó a flotar y lloriqueó mirando el cielo, de espaldas al agua que lo arrastraba. Después de un suspiro hondo, retornó al seno del río con la pena de haber perdido la inocencia. Liberó el cuerpo de la red y dejo que la corriente se lo llevará” (23).
Además la crónica es un género sumamente emotivo, y por eso en sus mejores trabajos se ve, como en el fragmento anterior, el esfuerzo del narrador por captar y por dramatizar la vida misma. Para lo cual necesita tener un conocimiento y una destreza de la técnica narrativa.
En la estructura y en la narración de Los escogidos –como también lo aprecié en su libro Llanto en el paraíso– percibo a Patricia Nieto con sus dedos trabajando sobre el teclado de la computadora no exactamente con los movimientos frenéticos de una escritora de periodismo sino con los movimientos lentos, delicados y precisos de una tejedora que, a la manera de Penélope mientras espera a Odiseo, hila y deshila, detalle tras detalle, la angustia y la pena de las víctimas de su país martirizado por los violentos, entrelazándolas y anudándolas con tanto primor y sutileza que los lectores no vemos las costuras cuando pasamos la mirada de una oración a otra, de un párrafo a otro, y nos deslizamos por el relato como por una pista de esquí.
“En el pabellón de caridad las arañas tensan sus hilos de seda y solo gorjea un pajarito. Las lagartijas atrapan crías de mosquito y las hormigas pasan como si fueran segundos. Escucho el canto bajo de mi corazón y siento la tibieza del aire que respiró. En este inframundo la vida hierve en la araña que engulle su propio telar; en el pájaro que celebra el silencio perturbador; en el zancudo que escapa a la legua de la lagartija; en la hormiga que rompe filas; en la atracción que sobre mi ejerce Milagros: una sucesión de letras negras y redondas escritas en el limbo inferior del paredón, a donde nadie llegaría a depositar un beso”. (17)
“Los que yacen aquí se salvaron de deshacerse como panes serenados al agua. Detuvieron su marcha de cadáveres errantes cuando encallaron en las raíces de los árboles que se extienden hacia el lecho del río o quedaron atrapados como peces prehistóricos en las redes de un humilde chinchorro. Encontraron cama de cemento donde perder las últimas carnes y secar sus huesos hasta dejarlos como astas ocres. Y hallaron dolientes, uno para cada uno por lo menos. Gente que espera con ansias la llegada al puerto de un ene ene con quien perderse en un viaje de palabras hasta la infancia remota donde siguen vivos los grandes amores y las penas duelen todavía” (p.45).
En cada puntada con dedal que da Patricia en la composición de sus textos, cuidándose para no ir a pincharse con las tentaciones y las exhibiciones propias del artificio de una prosa presumida de literatura y vacía de periodismo, va entreverando y anudando sus relatos en primera y tercera persona con las piezas testimoniales de los testigos excepcionales de la “existencia” que llevan Los escogidos. Y logra, con la unión de estas voces, darle forma a una elegía que a medida que la vamos leyendo, también la vamos oyendo, y nos cala hasta los huesos.
“Una vez palpados o vistos, los “pepes” no se olvidan. Si van entre las aguas y se quedan en la red es porque les han cambiado vísceras por piedras para que viajen a ras del fondo y nadie sepa que van por ahí. Si flotan, aunque sea en pedazos, es porque llevan un mensaje que anticipa el horror que sobrevendrá a quienes no obedezcan las órdenes de los amos de la guerra. […] Hace un mes bajó uno”, dice Harold. “Antier pasaron tres”, actualiza Saúl, y agradece que esta noche de tormenta no hubo pepes en el río” (27)
“Siento ganas de sacarte del silencio, Milagros, pero no tengo fuerzas. No es cosa de remover la lapida, arrastrar la madera cansada y observar el polvo que ha quedado de ti. A la luz de la mañana estarías más silente que ahora. Escucharte es buscar los cristales rotos de lo que fue tu vida y recomponerlos como a flores de jardín después de una tormenta. Y mi tiempo no alcanzaría para eso porque voy de prisa, Milagros…”
“¿Quién divisó tu cuerpo detenido en un recodo del río. A qué horas se sorprendieron los niños con tu cuerpo como toro desollado. Cuántas horas permaneciste en ese pozo oscuro. Se alimentaron los peces de tu carne. Sorprendiste a los pescadores cuando emergiste del lecho frío. Sabe a hierro la tierra después de la lluvia. Te acompañó la luna?
“¿Ya se ponía el sol cuando te mataron. Viste la cara del asesino. Cómo se llama aquel que ordenó tu muerte. Suplicaste piedad. Percibiste el sudor oxidado del que te tapó los ojos. Buscaste compasión en el rostro feroz que te apuntaba. Te hirió las muñecas el alambre dulce con el que las amarraron. Rasgaron la piel de tu cuello cuando te enlazaron como si fueras una fiera. Se quebraron tus dientes con el primer culatazo. Oíste el quejido de tus costillas cuando se partieron. Te obligaron a caminar sobre leña encendida. Te ataron a la cola de un caballo. Le dieron fuete al caballo para que volara. Te negaron el tiro de gracia antes de cortar tus carnes. El pánico te secó las lágrimas. Llamaste a tu mamá en el último minuto?
¿Dónde quedaron tus ropas y tus alhajas. Ha salido tu hermano mayor a buscarte. Dónde se quedaron tus hermanos niños. Sigue en pie tu casa. Ha florecido tu jardín. Era dulce el perfume de tu padre. Te gustaba la leche recién hervida. Cómo se llamaba el perro que te meneaba la cola. Eran azules tus días. Juagabas en el regazo de tu madre. Cómo te nombró ella.”(73-74-75)
Cada época reclama sus testigos, sus intérpretes y sus cronistas. Y en su evidente pretensión de perdurabilidad, a juzgar por su devenir histórico, considero que la crónica es la gran urna en la que se aloja la memoria de la humanidad que ha sido narrada. Es como el arca bíblica gracias a la cual se pusieron a salvo las mejores especies de su estirpe cuando aparecieron a la deriva —tras haber sido abandonadas por la literatura histórica—[5] en las aguas procelosas del río del tiempo.
Además, la crónica es, por esencia, tiempo (del griego Kronos). Tiempo relatado y tiempo que se intenta recobrar. Por eso el cronista entiende que su reto es presentar una imagen de su época y por eso busca fijar los acontecimientos y a los protagonistas de sus historias sin escatimar ninguno de los recursos que la escritura creativa le pueda ofrecer. Y lo hace con “una pasión equivalente a la de los taxidermistas que saben preservar bestias como si estuviesen vivas”,[6] según el ya citado Juan Villoro.
Es la misma pasión que Patricia Nieto le ha puesto a la investigación y escritura de Los escogidos, asumiendo con entereza su compromiso como altavoz de las víctimas de la violencia colombiana, a pesar de que es muy probable que en sus faenas de reportera le haya escuchado decir en tono de advertencia a los “señores de la guerra” que “hay verdades que no se pueden decir”; y mucho menos atreverse a describirlas como ella lo ha hecho en esta crónica…pues lo más sano sería taparse los ojos y la nariz, tomar una vara y “ayudarlas a embarcar” para que la corriente periodística del miedo y la indolencia, del sensacionalismo, de las declaraciones y las versiones libres -en directo y por Skipe-, siga haciendo su trabajo a favor de los victimarios .
Retomó a Manuel Rivas y los recuerdos de su “educación sentimental” como reportero.
Quiero pensar que ahora, cuando él llega empapado a su casa después de una faena de indagación para escribir su artículo dominical del diario El País —convencido como dice estar de que el destino de su linaje de periodista es “mojarse”; es decir, “meterse al pantano” tratando de responder a los porqués de cada uno de los sucesos que lo obsesionan —, sus ropas y sus zapatos ya no destilan —como los de su padre albañil— el “lodo de una vida perra” sino el sudor de una vida plena, porque— me apoyo en sus palabras precisas—“vivo cualquier suceso con la perplejidad de un extraterrestre. Creo que el hecho más irrelevante puede esconder una piedra de toque, el comienzo de un asunto interesante…”
Con la perplejidad que me ha causado la lectura de Los escogidos hago votos para que muy pronto Patricia vuelva a calzarse las botas “pantaneras” para salir a reportear su próxima crónica:
¡Víctimas del conflicto colombiano quién las pudiera nombrar…! ¡Qué Patricia Nieto las saqué de su olvido y las lleve a figurar…!
Porque gracias a su trabajo, ahora los ene ene rescatados de las aguas del Magdalena y sus dolientes en el pabellón de caridad del cementerio de Puerto Berrío, escogidos por ella como personajes de su crónica, si bien no tienen un nombre de pila, sí tienen una historia genuina…Y ya no podrán ser ignorados ni olvidados.
Referencias bibliográficas:
—Rivas, Manuel. (1997). “La educación sentimental de un periodista”. En: El periodismo es un cuento. Madrid: Alfaguara.
—Sims, Norman. (1996). Los periodistas literarios o el arte del reportaje personal. Bogotá: Áncora.
—Duzan, María Ximena. “El Twitter de Uribe”. Bogotá: Semana, noviembre 13 de 2010.
—Talese, Gay. (2009). Vida de un escritor. Bogotá: Aguilar.
— Nieto, Patricia. “El asombro personal”, en: Tras las huellas de una escritura en tránsito. La crónica contemporánea en América Latina. Buenos Aires, Argentina: Ediciones de la Universidad de La Plata, Graciela Falbo (Editora).
[1] Nieto Patricia. “El asombro personal”, en: Tras las huellas de una escritura en tránsito. La crónica contemporánea en América Latina. Buenos Aires, Argentina: Ediciones de la Universidad de La Plata, Graciela Falbo (Editora), pp.141.
[2] Earle Herrera. La magia de la crónica. Caracas: Fondo Editorial de Humanidades y Educación, Universidad Central de Venezuela, 1991, p. 22.
[3] Ryszard Kapuściński. “Apuntes nómadas”. Disponible en: http://www.elboomeran.com/minisites/kapuscinski/1Apuntes_Kapuscinski.pdf (Consultado el 21 de noviembre de 2011).
[4] Ibíd.
[5] La crónica, según Earle Herrera, “nace estrechamente vinculada a la historia propiamente dicha. Podríamos añadir: es la primera forma de ‘historiar’. Las aguas se comenzarán a separar cuando esta última va creando un discurso sistematizado, elaborando un método, delineando sus objetivos hasta convertirse, hoy, en una ciencia de estudio e investigación, con sus leyes y cuerpo teórico definidos”. Ver: Earle Herrera. La magia de la crónica. Caracas: Fondo Editorial de Humanidades y Educación, Universidad Central de Venezuela, 1991, p. 22.
[6] Froilán Escobar y Ernesto Rivera (Editores). “Entrevista a Juan Villoro”, en: Crónicas latinoamericanas: periodismo al límite. México, D.F.: Ediko, 2006, Pág. 263.