Junio 26 de 2016. Por: Catalina Villa.
En El País.
Durante años Clara Llano se sumergió en la vida de los otros. Atenta y observadora, se mimetizó en círculos ajenos intentando explicar los comportamientos de distintos grupos, fueran indígenas, campesinos, afrocolombianos o familias del común. Lo hizo como antropóloga egresada de la Universidad de los Andes.
Entonces se deslumbró con la relación de los habitantes y su espacio público en lugares tan cotidianos como la Plaza de Bolívar en Bogotá; se regocijó con el significado que tiene la chicha para las comunidades indígenas y campesinas en el altiplano cundiboyancense; entendió la sacralidad que tienen los ríos para las comunidades afro en el Valle del Patía.
En esas andaba cuando decidió viajar a Barcelona en busca de eso que llaman la geografía humana. Lo que no estaba dentro de sus planes era que, ante la llegada del primer verano, sus intensiones de terminar un doctorado en el tema quedarían diluidas por culpa de ‘Don Quijote de la Mancha’, una lectura que había aplazado por años y que justo llegó a sus manos en ese asfixiante verano europeo.
Esa lectura, recuerda, fue el punto de quiebre de muchas cosas en su vida. De descubrir lo extraordinaria que podía ser la literatura, pero también de la aparición de un deseo súbito por escribir sus propias historias. “Yo hasta entonces había disfrutado mucho la antropología, pero me entró una necesidad urgente de escribir”.
Pasaron muy pocos meses antes de que ella se lanzara sola, sin ninguna formación, a escribir su primera novela. Era la historia de aquella famosa pirámide llamada ‘El avión’ en la que muchos caleños terminaron ‘tumbados’. “Yo quería hacer una parodia de ese afán por el dinero fácil, de la codicia, de la sociedad piramidal, y me lancé a escribirla”. Se llamó ‘Te vi llegar’.
Con esa novela se presentó a la maestría en escrituras creativas que recién abría la Universidad Nacional. Y pasó. No porque la novela fuera buena, se apura en aclarar, sino porque ya tenía al menos un proyecto, que era un requisito, y unas ganas enormes de empezar a descubrir que era eso de escribir.
“Yo siento que la escritura la tenía como dormida porque, aunque me sentía más cercana a la ciencia que a las humanidades o a la creación, desde niña yo tenía que escribirlo todo para entender. Ya estando en la universidad tuve una experiencia interesante con el profesor Michael Taussig, un australiano que nos puso a leer ‘El proceso’, de Kafka. Y pidió hacer un trabajo personal que tuviera que ver con esa trama. Yo escribí sobre un allanamiento que me hicieron cuando vivía en Bogotá, porque tenía un amigo que militaba en el M-19. Entonces narré ese miedo tan horrible que se siente en esas circunstancias, de cómo los soldados caminaban por el techo, de cómo me cogieron ‘El Capital’ de Marx, que me había tocado leer y estudiar en la universidad. Describí esa sensación de sentirse culpable por algo que uno no ha hecho, esa incertidumbre de no saber de qué te están acusando”, cuenta.
También recuerda que en sus escritos de antropología, cuando tenía que narrar historias de las comunidades con las que trabajaba, siempre la gente le decía que escribía muy bien. “Yo me sentía bien haciéndolo, pero en el fondo creía que mis hermanas eran las artistas, Cristina, pintora, y Carlota, la actriz; pero yo no”.
El golpe, sin embargo, que significó exponer su trabajo ante un profesor y diez compañeros fue duro. “Yo en esa época decía que lo único que se necesitaba para hacer esa maestría era tener cuero duro, porque no había teoría ni clase ni nada. Allá uno iba a leer lo que había escrito y escuchar las críticas de los demás”, cuenta.
Allí supo que su primera novela tenía más desatinos que aciertos. “Me hicieron caer en la cuenta que mis personajes parecían marionetas, que eran ficticios porque no les había construido un universo; que mis diálogos parecían falsos. Hasta risa me dio cuando tuve que leer una conversación entre dos de mis personajes; no parecían un campesino y un paramilitar hablando sino una charla entre Fidel Castro y el Ché”, recuerda entre risas.
Pero Clara supo aprender. Y pronto intuyó que si el asunto se trataba de construir universos, quizá lo podía intentar una vez más. No ya con una novela, claro. Empezaría por un cuento.
Ese primer cuento se llamó ‘Intrusos’, la historia de un par de niños que llegan de vacaciones a una finca que ha estado cerrada por meses, y se encuentran allí unos ratones. “Con esto quería narrar esa dualidad entre el susto y la atracción. Cuando llevé ese cuento al taller fue un éxito, y me sentí muy bien porque encontré una veta dentro de mi que podía ser literatura”.
Ese primer cuento hace parte de ‘Maleza’, su primer libro de cuentos, que acaba de ser publicado por Sílaba y que será presentado en Cali el martes 28 en Casa Obeso. Son cuentos que giran en torno a la infancia y que están llenos de “ese algo que dejamos de ser cuando crecimos”, dice el escritor Cristian Valencia quien agrega en la presentación de los cuentos que “Están llenos de secretos. Verdades que jamás se contaron por pudor, o por rabia o por dignidad o por vergüenza o por miedo. Y como nunca se contaron no alcanzaron a ser recuerdos. Verdades que devinieron en mito porque nadie las dijo nunca. Los narradores de todos los cuentos quieren decirlas, pero algo se los impide y no pueden ir más allá de un pequeño gesto revelador, una palabra que quiere ser una pista de los hechos, un suspiro a destiempo, una frase incómoda que se escapa y todos evitan”.
Se trata pues de un viaje a la infancia en el que la autora intenta entender la crueldad. “Se trata de algo muy doloroso, casi incomprensible, entonces empecé a buscarla entre los niños. Y si bien no es un libro autobiográfico, su fue más fluida su escritura porque pude echar mano a situaciones cercanas. Siempre la recuerdas”, dice.
Tiene partes fuertes, perturbadoras, pero a la vez está presente esa nostalgia de la niñez que puede conectar a muchos lectores a pesar de que sean de otras generaciones. La infancia es una época muy corta, pero es tan definitiva que te acompaña toda la vida.
La mayoría de los cuentos que presenta en ‘maleza’ partieron de una imagen que ni ella misma sabe cómo llegó a su cabeza. “A veces es un recuerdo borroso; empiezo a trabajar sobre él para construir una historia. Busco el narrador, que no es fácil de encontrar. Y luego el final. Esto es lo más difícil; hasta que no tengo ese final me cuesta conciliar el sueño”, explica.
Satisfecha de este primer resultado, Clara confiesa que aún está vinculada a proyectos de antropología, pero cada vez más metida en la literatura. “Ese proceso de sentirse escritora es largo. Solo cuando recibí el machote del libro empecé a contemplar la posibilidad de serlo. Aún tengo un camino por recorrer, pero lo importante es que sigo escribiendo. Tengo un trabajo en el cajón y ya estoy escribiendo mi próximo libro de cuentos”, dice. “Pero quizá lo más importante es que estoy haciendo un trabajo conmigo misma. Estoy sumergida en mi propia creación, no en la de los otros”.