5 de mayo de 2013 . Por: Ángel Castaño Guzmán .
En El Diario del Otún.
La prolífica producción intelectual de Pablo Montoya Campuzano, refrendada por varios premios, pasa sin tropiezo del ensayo académico a la novela histórica. Los derrotados (Sílaba, 2012), su más reciente trabajo narrativo de largo aliento, explora la figura de Francisco José de Caldas y las luchas guerrilleras de los setenta del siglo pasado.
En Los derrotados usted conecta el fracaso del sabio Caldas con el de la sociedad colombiana de hoy. Sabiendo que la Historia es escrita y contada en los colegios desde posiciones ideológicas, ¿en el nacimiento de la república están las claves de nuestra realidad?
El propósito que tuve al escribir Los derrotados fue mostrar cómo dos proyectos revolucionarios –el de la Independencia y la Patria Boba y el de las guerrillas colombianas de mediados del siglo XX– terminaron en el fracaso. Pero este fracaso tiene que ver con los intelectuales y, particularmente, con los científicos y artistas y su militancia política.
Si hacemos, por ejemplo, el balance desde la perspectiva de los militares mismos, de los patriotas o realistas, de los centralistas o federalistas, en fin, de los legales e ilegales, de los de izquierda y de derecha para emplear la terminología actual, la sociedad colombiana no es para nada derrotada.
Para los guerreros y energúmenos de toda laya, Colombia es un paraíso. Creo más bien que una conclusión que se desprende de mi novela es que revolución armada y la práctica de un conocimiento liberador, al menos en Colombia, no ha sido posible.
La historia de esta relación siempre ha terminado catastróficamente para los hombres de conocimiento. Y Caldas es, a mi juicio, el más triste paradigma.
El modo en que se enseña la historia de las ideas en las escuelas y colegios colombianos sigue siendo equívoco y amañado, por no decir, vergonzante y vergonzoso.
Los estudiantes, hablo de la mayoría y claro está que hay excepciones, llegan a las aulas universitarias pensando, por ejemplo, que los conquistadores, los libertadores y los próceres de nuestra historia fueron como una especie de héroes y santos.
La educación nuestra sigue teniendo una perniciosa influencia del siglo XIX, así haya computadores y los adolescentes y jóvenes tengan ipods, bailen reggaetón, y exista un plan nacional de lectura que reúne en su lista libros sin duda alternativos y modernos.
Pero basta una mirada seria y objetiva a la historia de estos “héroes” para darse cuenta de lo que hicieron y la manera en que han sido manejados por la pedagogía.
Ahora bien, las claves de nuestra realidad, al menos las más profundas y que tienen que ver con la religiosidad y los prejuicios que acompañan nuestra imaginación cotidiana, se encuentran, muchas de ellas, en la colonia y en el vínculo que tuvimos con la España intolerante de la contrarreforma.
Pero si entendemos a Colombia como una república, es en el siglo XIX, en el polvoroso siglo XIX, en el patético y confuso y asesino siglo XIX colombiano, donde están las raíces de nuestra realidad.
El primer capítulo de su estudio sobre la novela histórica en Colombia aborda las distintas formas en que la vida de Bolívar ha sido relatada. ¿Los personajes históricos terminan siendo herramientas de uso ideológico?
– La función de la novela histórica, desde la clásica de tipo scottiano hasta la nueva novela histórica latinoamericana es poner en el escenario literario el juego de las ideologías. Hasta las novelas históricas más delirantes, pongamos el caso de La risa del cuervo de Álvaro Miranda o El mundo alucinante de Reinaldo Arenas, se mueven dentro del tratamiento de las transgresiones ideológicas. Es como si tal uso fuera una de las razones de ser de toda novela histórica.
Al leer una buena cantidad de novelas históricas colombianas publicadas en los últimos años, me di cuenta de que Bolívar es una de las figuras más atractivas para analizar.
Una primera pista que podemos obtener de este recorrido por las novelas de corte bolivariano es que los escritores de este país creen tener una deuda con el militar caraqueño.
Una deuda moral, política, ética, qué se yo. Hasta podría uno pensar que hay escritores enamorados fanáticamente del libertador. Casi todas estas novelas son ditirámbicas, celebratorias hasta el marasmo.
Pero hay otros casos, que me parecen más interesantes y poco recurrentes, que miran con otros ojos la vida y la obra de Bolívar. Entre estas novelas están, por ejemplo, Conviene a los felices permanecer en casa, de Andrés Hoyos y La carroza de Bolívar de Evelio Rosero.
Por mi parte, he tratado de bajar del pedestal patrio, a través de la parodia y el humor, a estos personajes, en el fondo calamitosos, de nuestra historia con el libro Adiós a los próceres. En definitiva, creo que estas miradas distintas, y que se alejan del circo laudatorio de los fundadores de la nación, deben tener su espacio en el horizonte de nuestra literatura.
Volvamos a Los derrotados. Lejos de Roma, su anterior novela, comparte con Los derrotados la preocupación del papel de los intelectuales en sociedades en crisis. En su opinión, ¿han estado los intelectuales colombianos a la altura de los dilemas del país y este los ha tratado con respeto?
– Colombia tiene los políticos, los escritores y los intelectuales que se merece. Si tomamos a la Colombia católica hay intelectuales que han estado a la altura de su ser conservador e intolerante. Solo pensemos en el atrabiliario Miguel Antonio Caro y en los que rodearon y apoyaron el retardatario gobierno de Álvaro Uribe.
Pero si tomamos a la Colombia que ha querido transformarse en un país laico, verdaderamente democrático, regido por leyes de velen por la equidad social de sus habitantes, en un país justo en donde la pobreza y la ignorancia se reduzcan y en el que la impunidad no sea la constante de su devenir, por supuesto que los intelectuales han sido maltratados. Colombia ha sido un país represivo con sus expresiones revolucionarias.
Todas ellas, desde las que protagonizaron los patriotas del siglo XIX hasta la UP fueron exterminadas por esas clases dominantes temibles que nos han gobernado.
Pero las expresiones revolucionarias, igualmente, han sido frenéticas, confusas y han estado dominadas por instancias no del todo transparentes.
Mi novela aborda este asunto y la verdad es que no cae de hinojos ni ante los vencedores ni ante los vencidos.
En realidad, yo creo que el grave problema de Colombia, el que sigamos con una guerra interna en el contexto de un continente en paz, se lo debemos a su catolicismo recalcitrante y a su tradición militar voraz.
Entre estos sectores, y enfrentado al de sus ricos y empresarios igualmente ávidos que rigen la nave económica del país, y sin desconocer la presencia de un pueblo cada vez más amnésico y alienado por el consumo, el intelectual debe tratar de sobrevivir.
Y lo hace como mejor puede, asustado o escandalizado o insensibilizado frente a un panorama de grotesca descomposición, desde el ámbito universitario, el periodístico o el literario y artístico.
Los verdaderos intelectuales son entonces aquellos que, en medio de este escenario aplastante, resisten.
Y creo que hay sectores que han demostrado esta resistencia. Solo basta pensar en la universidad pública y en quienes la han defendido contra los vientos del neoliberalismo para concluir que sí hay sectores capaces de enfrentar los dilemas del país.
Llama la atención el tono narrativo de Los derrotados, alejado por completo de la grandilocuencia de, por ejemplo, la exitosa trilogía de William Ospina. Háblenos del papel del lenguaje en la construcción de las novelas históricas. ¿Puede, incluso, desempeñar un rol político?
– Es una pregunta que merece un tratado. Marguerite Yourcenar escribió un ensayo sobre el tono y el lenguaje en la novela histórica donde propone respetar la esencia de la época recreada y la necesidad que tiene el escritor de adquirir de la manera más genuina posible las voces del pasado.
Pero es verdad que en todo esto hay una gran paradoja porque procuramos recuperar una época ida con un lenguaje que, inevitablemente, pertenece al tiempo del escritor y sus lectores.
Hacer lo contrario, es decir, escribir novelas históricas respetando fielmente el lenguaje del pasado, es caer en los escabrosos terrenos de la arqueología histórica y la arqueología literaria.
El autor de novelas históricas asume entonces el mundo con su paleta verbal respectiva, haciendo un dibujo del ayer con las herramientas de hoy. Y el hoy del escritor es la manera en que él asimila la tradición literaria.
En el caso de Ospina esta tradición es Withman, Neruda y García Márquez. Tal mezcla, en mi opinión poco afortunada así esté triunfando en el mundo editorial, se puede leer en su trilogía novelesca. Con su obra ensayística, cuyos argumentos no comparto del todo, pasa otra cosa.
A pesar de su visión del mundo romántica, creo que el mejor Ospina está precisamente en el ensayista. Hay libros de él que me parecen importantes: Es tarde para el hombre o Por los países de Colombia, por citar solo un par.
Pero sin duda Ospina es uno de esos escritores que necesita el típico establecimiento literario latinoamericano que ama la altisonancia, la retórica, la solemnidad y la grandilocuencia. Por supuesto todo este aparataje verbal e ideológico, en donde una visión arcádica se nutre de una crítica a las nociones de progreso, en donde una valoración de conquistadores turbios se abraza a una valoración de indígenas de postal humboldtiana, resulta bastante llamativo para el lector de nuestros días.
Los derrotados, entre otros cosas, trata el problema de cómo asumir la naturaleza americana sin caer en lo que usualmente se ha caído, es decir, en la idealización de ella a través del lenguaje, que es lo que ha sucedido desde los cronistas de Indias hasta precisamente William Ospina.
Idealización que está sujeta a las manipulaciones ideológicas de índole nacional o americanista. ¿Será que algún día podremos ver la naturaleza, el paisaje americano, sin pensar en los discursos de la civilización y la barbarie y, por ende, en esas estampas exóticas que Alfonso Reyes denunciaba ya en su tiempo? Además, resulta sospechoso, sugiere Los derrotados, cantar una naturaleza cuando en ella y contra ella se han cometido los peores crímenes.
Concluyamos con una pregunta relacionada a medias con las anteriores. A parte de crítico literario y de creador, usted es docente. ¿Cree que la crítica literaria hecha desde la academia se restringe a ciertos círculos en menoscabo de la importancia de las obras tratadas?
– La academia es el ámbito propicio para generar una crítica literaria esclarecedora y valiente, fruto de profundas reflexiones y ajena al mutuo elogio y a las exigencias de las editoriales comerciales y a los grupos de poder ideológico.
En tanto que profesor de literatura, y en tanto que hice mis estudios superiores en Francia en donde la academia es afecta al rigor investigativo y al espíritu enciclopedista y polémico, y en tanto que me siento discípulo de Edward Said, de J.M. Coetzee, de Saúl Yurkievich y de David Jiménez, todos ellos formados en el espacio académico, creo en las enormes posibilidades que la universidad le ofrece al crítico.
Lo que sucede es que la universidad colombiana actualmente está enfrascada en cumplir con unos requisitos impuestos por instituciones estatales e índices internacionales.
Es decir, el académico, como un perrito faldero, corre tras la supuesta protección prodigada por estas instancias.
Por lo tanto, si el crítico no se ajusta a estas condiciones de la burocracia, pareciera que dejara de existir y se le juzga su trabajo como insustancial. No hay que olvidar, por otra parte, el otro grave problema que circunda a la academia: el que tiene que ver con el uso de un lenguaje hermético, o mejor, solo comprensible para los especialistas de tal o tal terreno interpretativo.
En esta senda, y eso ya lo han señalado algunos, este tipo de crítica ha caído en una especie de autismo desolador.
Ese que no permite que visitemos el texto y, siguiendo a Roland Barthes, nos sintamos perplejos y conmovidos por sus palabras