Julio-septiembre 2015. Por: Emma Lucía Ardila.
En Revista Universidad de Antioquia # 321.
Prohibido salir a la calle
¿Quién no recuerda la deliciosa sensación que produce terminar una novela profundamente conmovido y al mismo tiempo triste porque llegó al final? El protagonista se nos ha vuelto entrañable, conocemos a fondo el ambiente, la trama, los personajes y sus avatares. Hemos caminado con ellos, compartido sus intimidades, sus temores y sus ansias. Sabemos de sus descubrimientos y de sus alegrías. Nos bebimos las páginas para poder saber cómo continuaba la trama. Y, tocados en lo más hondo de nuestra sensibilidad, terminamos el libro entendiendo el significado de lo vivido por el héroe con una mezcla de nostalgia y de satisfacción. Nostalgia, porque se nos va la compañía del personaje con quien ya no podremos entablar diálogos imaginarios, ni averiguar qué más le va a suceder, aunque podamos muy bien suponer el rumbo que tomarán los hechos. Y alegría, porque esa es la sensación que produce un buen libro, un sentimiento de plenitud por haber tenido acceso a una obra bien lograda y cuyo lenguaje supo transmitir la sensibilidad estética del autor. Este es el caso de la novela Prohibido salir a la calle, en donde la protagonista, una niña llamada Clara, nos narra su experiencia familiar durante su infancia hasta que cruza esa puerta temible y maravillosa por la cual se accede a la adultez.
No obstante, es difícil abordar la novela de Triviño; el lector necesita de un tiempo para entender la fuerza que se esconde detrás del personaje en su cotidianidad dentro del hogar y sus pequeñas peripecias. Luego toma una fuerza inusitada y a través de sus ojos se percibe una compleja problemática familiar dominada por las subjetividades y contradicciones de los padres.
El miedo atenaza a la protagonista: miedo de que la madre abandone la lucha heroica en la que se empeña; miedo a la incertidumbre ante la itinerante presencia del padre; y finalmente, la paradójica certeza del abandono, que también da terror: ante la pálida esperanza que asoma en la niña cuando intuye en la madre el trabajoso perdón, él nuevamente se marcha. La pequeña Clara presencia, se duele e intenta entender las razones adultas del absurdo en que viven, aunque, después de todo, ese absurdo tiene la lógica misma de la vida y es tarea de la niña descifrarla para hacerse adulta.
El recurso narrativo del diario de la madre le permite al lector, y a la niña, conocer sus más íntimos sentimientos, esos que ella esconde por temor a mostrarse débil frente a los hijos; o por orgullo, pues también es responsable de la ruptura con su esposo:
Mamá tuvo un embarazo triste, aunque trataba de disimularlo. Por las tardes cogía su cuaderno de Recuerdos y poesía. Se sentaba en la mesa del comedor y miraba a la ventana de la calle, como si esperara a alguien. […] Cuando ella no estaba yo me encaramaba encima del armario y leía su cuaderno. Esta tarde en mi hogar pienso en él… Debe tener el corazón de piedra… Para olvidar el fruto del amor… ¿Quién no siente ternura del hijo? ¿Quién no se conmueve con su llanto? ¿Quién no lo espera con ansiedad? (Triviño, 2011: 208).
Pese al dolor y la angustia que padecen Clara y sus hermanos, la novela guarda una promesa y permite la esperanza. La protagonista sale fortalecida, e incluso con ventajas respecto al resto de sus compañeras, por el hecho de pertenecer a una familia en donde la cabeza del hogar es la madre y las premuras económicas son —irónicamente— el pan de cada día. Afrontar responsabilidades que la mayoría de sus compañeras de colegio no tienen y cargar con la dureza inevitable de las exigencias de madre, abuela y tías, le enseñan a luchar como a ninguna en medio de la adversidad y a inventarse la vida de forma creativa:
Una de las cosas que más nos entristeció ese nuevo año fue la pérdida del televisor. Ya se habían recibido varios avisos donde nos notificaban los recargos por el incumplimiento de las cuotas. […] Durante un tiempo y para subirnos la moral, a eso de las seis de la tarde nos sentábamos en el sofá, frente al hueco de la televisión y empezábamos a representar los programas” (207).
Bogotá aparece como telón de fondo en el cruce entre los años sesenta y setenta, con las innovaciones tecnológicas y los cambios sociales que repercuten en la vida familiar: la televisión, la radio, las modas, las rupturas con la tradición y el asomo a la modernidad. La abuela personifica el tránsito del campo a la ciudad y el choque entre las costumbres rurales y las citadinas:
La abuela, en cambio, parecía estar siempre de mal humor. A su paso nos iba diciendo, dejen pasar, cojan oficio, el tiempo perdido los santos lo lloran, juego de manos, juego de villanos. Ella no paraba de quejarse, una sola golondrina no hace verano, ahora ¿cómo hacemos?, con lo caros que están los arriendos, todo sea por estos muchachos que tendrán que ir al colegio y luego a la universidad y aunque no me gusta para nada Bogotá, hay que aguantarse. Eso sí, voy a echar de menos la tranquilidad (29).
Prohibido salir a la calle exalta el trabajo heroico de la madre, la abuela y las tías. Estos personajes se muestran en toda su dimensión humana sin omitir los rasgos de debilidad ni los de fortaleza; ellas son el sostén, el amarre, el punto de partida y el de llegada; unidas, ayudan a que Clara se convierta en una mujercita capaz de enfrentar la vida. De esta forma la maternidad se dimensiona y se engrandece, sin por eso negar los sentimientos ambiguos que a veces produce, sobre todo cuando aparece en momentos de adversidad, con una mezcla de alegría, resignación y dolor, de miedo y aceptación. Este conglomerado femenino enfrenta las vicisitudes siguiendo los dictados del afecto y de la solidaridad: la una teje, la otra cocina, esta trabaja en la calle, aquella saca sus ahorros y los dona para la causa; lloran en común, alegan, murmuran, se lamentan, se ríen, se apoyan, pelean, disfrutan. Atan sus lazos para la celebración y para el dolor y muestran una fortaleza admirable e imbatible. Recuerdan a Almodóvar, el cineasta español, en su película Volver, quien también muestra este rasgo festivo y prodigioso del alma femenina, tan fuerte en las dificultades, tan unida a la hora de resolver los peores predicamentos: “Mamá se puso a hacer cuentas y no le alcanzaba. La abuela la escuchó quejarse de ese hombre que se largó sin dejarnos plata, y sacó su rollito de billetes. Encargamos un ponqué negro relleno de fruta confitada, pasas y nueces. Era algo demasiado exquisito para nosotros” (186).
Pero, paradójicamente, el machismo reina. Cuando las mujeres de la familia se reúnen, el tema central son los hombres y lo malos que son, pero cuando educan, privilegian a los hijos varones y cargan a las hembras con todas las tareas. La figura masculina es una constante de irresponsabilidad y de ausencia:
Un día papá llegó de Cúcuta tambaleándose, con un bolsillo rasgado y los zapatos llenos de barro. Traía un perrito negro y blanco escondido debajo del saco. Se llama Dandy y va a cuidar la casa, es chiquito, pero es una fiera, nos dijo. […] Se mueren por él, decía mamá. Yo me sentía un poco traidora, pero sólo un poco porque la abuela nos apoyaba, es sólo una noche y están en vacaciones, decía. Mamá hacía esfuerzos por escuchar, pero se le salían las ofensas y papá tenía que volver a empezar la frase (130-132).
Más allá de intentar agotar la novela, puede decirse, a manera de síntesis, que Prohibido salir a la calle narra la historia de una familia de clase media, emigrantes del campo, que se abre paso en una Bogotá inhóspita y dura. El cosmos familiar es rico y diverso; hay un amplio mosaico de personajes caracterizados con hondura y solidez. A través del tamiz infantil, que imprime el tono y la mirada, vemos crecer a la protagonista y presenciamos alternativamente su asombro, su enojo, la rebeldía, los miedos, las ilusiones, las preguntas, hasta que finalmente entiende que crecer implica, entre otras cosas, aprender a perder. Y el lector, espectador privilegiado, percibe, puesta en la escena, la difícil urdimbre de los hechos cotidianos.