13 de febrero de 2019 I Por: Efrén Giraldo I En: El Magazín Cultural de El Espectador
Más que crónicas, los textos de la recreación de Orrego en su libro “Antropólogo de poltrona”, son ensayos. Su lugar es la cultura y la organización de ideas y conceptos bajo el damero de la literatura.
El 31 de agosto de 2012, los amigos y lectores de Juan Carlos Orrego empezaron a recibir en sus correos electrónicos las entregas de un blog que se anunciaba con el sonoro nombre de “Antropólogo de poltrona”. Esa primera entrega se dedicaba a una mezcla de anécdota, apunte libresco y regodeo narrativo, surgidos de una lectura bastante personal y literaria de un pasaje de La rama dorada, el clásico de Sir George James Frazer.
El mensaje que acompañaba el envío decía:
Desde hoy, y no podría decir con qué regularidad, Antropólogo de poltrona pretende difundir estampas caprichosas, de frivolidad bibliográfica, nacidas en las horas perdidas de lectura; en esos momentos en que se transita al garete entre las lecturas obligatorias para la clase y las páginas ociosas. La historia de la antropología escrita es tan larga que las perlas por encontrar son infinitas. Ojalá gusten las crónicas del blog, pero, sobre todo, ojalá den de qué hablar. Pulsen este enlace y siéntanse en su casa, sentados en mi propia poltrona:
Esta ubicación anecdótica, esta afiliación cuasi prematura con la crónica y el cuadro costumbrista y la invocación de una atmósfera íntima no podrían ser sin embargo más equívocas, a juzgar por las sucesivas entregas que tuvieron lugar durante los siguientes tres años. Y es que lo que empezó como una especie de divertimento pasó rápidamente a ser un ambicioso proyecto de medio centenar de textos en los que el ethos de la consideración antropológica corría parejas con la voluntad de forma, es decir, con el deseo de volver arte de palabras lo surgido “meramente” del apunte y la curiosidad.
Este deseo de orden estético, unido a una agudeza sorprendente y a un insistente ejercicio estilístico, ya habían aparecido en Orrego, quien además de profesor e investigador es cuentista, crítico y cronista, hecho que le permitió publicar en el año 2014 uno de los mejores relatos de viajes escritos recientemente en Colombia: el entrañable Viaje al Perú, fruto de un ejercicio a contrapelo, hasta donde puede ser deliberado el hecho de ir a corroborar con la observación lo apenas imaginado en medio de delirantes lecturas indigenistas El viaje, real o imaginario, se convirtió en excusa para frecuentar un género anfibio en el que Orrego tiene como precedentes a escritores como Eduardo Mendoza Varela, Ernesto Volkening y Hernando Téllez, autores para quienes la vagancia por la biblioteca tuvo las condiciones de una gran aventura viajera, mientras que la errancia no era más que el recorrido por las páginas de lo leído y pensado.
Creo no equivocarme si retiro a los textos de Antropólogo de poltrona la afiliación que el autor les entregó al iniciar su serie. Más que crónicas, los textos de la recreación de Orrego son ensayos. Su lugar es la cultura y la organización de ideas y conceptos bajo el damero de la literatura. La excesiva presencia que se ha dado al periodismo, convertido en lingua franca, elevaron el reporterismo a paradigma estético y social. Si en Argentina el escritor debe ser un crítico, en Colombia el periodismo se ha vuelto una especie de sacerdocio literario que, afortunadamente, libros como el de Orrego ponen en entredicho.
En Antropólogo de poltrona el oficiante es el etnógrafo, un modelo más potente de inmersión, de actividad relacional, pero también de escritura y capitalización imaginativa del saber. Como recordaron el crítico de arte Hal Foster y el crítico literario Roberto González Echevarría la etnografía se volvió en el referente del paradigma estético. Su autoridad moral, su inmersión en las comunidades otorgaban una especie de zona franca para, desde la etnografía, atreverse a decir cosas sobre el mundo.
Si bien la crónica insiste en la realidad presente, marca un deslinde entre el saber experiencial y el saber de la cultura letrada y da ingreso a argumentos y anécdotas de manera parecida a como lo hacen otros géneros, es en el ensayo literario ―y en el ensayo de tema antropológico― donde están más claramente situados los objetivos de Orrego. Es claro que, como han mostrado los estudiosos del periodismo, desde el modernismo literario la crónica pacta alianza con el ensayo. En el Romanticismo, es obvio que el artículo de costumbres de Larra relata, pero también reflexiona y exhibe preocupaciones culturales y políticas. Gutiérrez Nájera, Sanín Cano o Roberto Arlt ―la influencia de este último es palpable en Orrego― parten de la anécdota, de la coyuntura, pero van con decisión al mundo de las ideas.
Es claro que los textos de Antropólogo de poltrona tienen su alcance en dos porciones de la experiencia literaria que han sido patrimonio del ensayo: el mundo de las ideas y el diálogo ameno con el lector. El mensaje que cada tanto llegaba a los suscriptores del blog presentaba de manera provocadora el escrito compartido, situaba el asunto en una anécdota o en un apunte de lectura, pero iba con decisión hasta la inquietud científica y la crítica. Pero el propósito divulgativo, fielmente cumplido por la inspiración profesoral del proyecto, se enclavaría en una aspiración dominantemente ensayística. ¿Por qué? Porque la anécdota, el saber y los científicos sociales alcanzan el ámbito estético y no se quedaban en los datos de lo real ofrecidos por la historia de la disciplina. Había narración, como en las crónicas o en las estampas, pero también argumentación, revisión de la tradición, respuesta crítica.
Ahora bien, esta apelación al mundo de las ideas, a las actividades de la lectura y la conversación razonada y razonable son apenas índices exteriores de la dimensión ensayística. También podemos tomar en cuenta un conjunto de motivos, de tópicos si se quiere, que existen desde la fundación del género por Michel de Montaigne, un escritor también sospechoso de viajes literarios y librescos encubiertos de reflexión apoltronada. Del castillo de Montaigne al gabinete de Orrego, los ensayistas, como saben los aficionados al género centauro, se han encargado de trazar un espacio intelectual y vivencial.
Como se sabe, el principal motivo ensayístico es contractual: el ensayo es un género de buena fe, fundado en la amistad. Los paratextos de las entradas del blog y el prólogo del libro insisten en este vínculo amistoso, en la edición como complicidad, en la lectura como acto generoso y cortés. El segundo es el de la honestidad, derivada del carácter “personal” de lo presentado, de la índole emocional del trato con el saber. Antropólogo de poltrona no renuncia a la universalización del conocimiento, pero sabe que el interés de las consideraciones sobre Levi―Strauss, Franz Boas, Frazer o Margaret Mead proviene de la óptica personal. Diálogo con espíritus del pasado, el ensayo nos permite escapar de un presente de penuria y conversar con lo excelso. Género vital, el ensayo no admite considerar ideas que no tengan un molde emocional ni tolera la distinción entre lo muerto y lo vivo, entre lo actual y lo inactual, entre lo excelente y lo banal, que agobia al periodismo.
Ahora bien, el principal motivo ensayístico invocado por el libro de Orrego es fenomenólógico y político. Fenomenológico, porque desde Montaigne el ensayo reposa sobre la dialéctica que pactan la quietud y el dinamismo, el cambio y la permanencia. Género caminante, el ensayo requiere de la pausa para definirse. Y político, porque, como ya se dijo, a la antropología muellemente dirigida desde el sillón subyace la pregunta de si vale la pena leer y escribir en lugar de vivir y cazar aventuras.
Antropólogo de poltrona establece, por lo tanto, una contradicción: la de una ciencia que supone el movimiento y una meditación, pero basada en las artes sedentarias de la lectura. Con este libro, Juan Carlos Orrego se afilia con una tradición que insiste en que la información y el conocimiento están antes ―y no después― de la creación. La obra de Orrego se mueve entre la anécdota y la etnografía, la crónica y la reseña, el retrato y la narración de viajes, pero lo que define su aspiración “total” es el libro ensayístico monstruoso.
Cavilación y peripecia, observación y movimiento marcan la pauta de una prosa elegante y vivaz, que reúne las mejores virtudes del narrador y el expositor. Una de ellas, precisamente, la capacidad de afrontar con solvencia la dialéctica entre dinamismo y contemplación, que como dijo Lukács empieza con Platón, llega a su plenitud en Montaigne y, añadamos nosotros, encuentra encarnación final en la antropología. Cuando el fundador del ensayo dice que la constancia es “una mutación menos viva que la inquietud” está refiriendo, no solo su afiliación con una filosofía del dinamismo. Marca también la apertura moderna a una de las posibilidades de la literatura: que por vía de la imaginación y la introspección lo leído alcance el esplendor de lo vivido.
De hecho, uno podría decir que en el mismo Montaigne, en su contemplación de la desnudez aborigen, aparece uno de los gestos inadvertidos de la conciencia antropológica. Que nada de la humana condición nos sea ajeno es la divisa, tanto del escritor contemplativo, como del científico social que entra en el campo y trabaja con la comunidad. No importa, por supuesto, que esta presencia de la variedad humana aparezca tamizada por los libros.
Los orígenes del término “poltrona” son equívocos. Una explicación dice que esta especie de trono del vago, el poltrón, deriva del italiano “poltrone”, una especie de aumentativo de la palabra “pulliter”, que viene de la palabra “puledro”, que significaba “caballo” o “burro joven”. Otra explicación, más hilarante si se quiere, indica que “poltrona” viene en verdad de la expresión latina “pollice truncus” cuyo acrónimo alude a quienes se cortaban el dedo para evadir la milicia en tiempos del Imperio Romano de Occidente.
En este punto, que la palabra “poltrona” tenga en el título el valor de oxímoron ―la contemplativa acción, la activa reflexión― no parece gratuito. Ignoro si al elegir el título Orrego tuvo presentes las implicaciones de esa dialéctica entre actividad y escritura, y menos si sufre la manía quijotesca de lamentarse por no actuar en lugar de escribir. La caprichosa etimología quiere que la palabra “poltrona” connote la ociosidad y la vagancia. Y para mayor escándalo, que ponga de presente la desidia del que evade las responsabilidades del combate recurriendo a la automutilación.
¿Cuál es el pulgar cercenado de la escritura? ¿Qué parte anulada del texto es la que da patente para librarse de las batallas? ¿Es la literatura una suerte de cobardía? ¿Es el refugio en el arte una claudicación? Al parecer, en el intento de ver qué resulta mejor, si el arte o la vida, todos llegan a aceptar una especie de coexistencia solidaria. Lo dice Cervantes en el “Discurso de las armas y las letras”. Y mucho antes Plutarco, cuando se preguntaba si era más lícito recordar a los guerreros griegos o a sus poetas. El antropólogo ―como el ensayista― está a medio camino entre la fruición de la palabra y la agitación de la vida tumultuosa. Y el ensayo, de cierto modo, consuma una de las pocas acciones posibles desde el texto.
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