Julio de 2014. Por: Juan Esteban Londoño.
En Heresiarca.
Hay vidas que ni gritan ni golpean, son vidas a la intemperie, espera en carne viva, como la de un mendigo en medio de un páramo, ante nadie, para nada, dice Hugo Mujica en uno de sus poemas. Y esta es la descripción que se le podría aplicar a la propia vida del poeta y a su obra entera.
En este poema titulado “Ante nada, para nada”, Mujica describe tres tipos de personas, tres formas de existencia. La primera forma es la de las vidas que se consumen mirando detrás de una ventana. Sin camino. Sin partir. Se escuchan a sí mismas. La segunda es la de quienes hacen del azar su esperanza. Luchan, buscan, hablan, golpean, gritan. Van a la conquista. Leones que pelean por tener un espacio de libertad. La tercera forma de existencia es de la intemperie, cifrada en la imagen del mendigo en medio de un páramo. Su mano está abierta ante la gratuidad del universo. Se dispone a que el mundo le hable, a que la realidad se le abra y lo toque. Sus sentidos están atentos. Se deja llamar por lo Abierto.
Y así es la vida de este poeta, quien una vez comentó: “Soy el freak que estuvo en Woodstock”. Llegó allí a los diecinueve años; para escapar del servicio militar en Argentina, emigró casi sin dinero a los Estados Unidos. En los años sesenta fue hippie en Nueva York. Era artista plástico. Experimentó con drogas y religiones orientales. Estas lo llevaron a visitar un monasterio católico, de la orden trapense, en el que tuvo una conversión profunda y se instaló en siete años de silencio. A los siete años se retiró, ante la última petición del Abad André Louf de que visitara el Museo Van Gogh en Ámsterdam. Pasó un tiempo más en Europa y Estados Unidos, y finalmente se radicó en Buenos Aires para servir como sacerdote, escribir poesía, leer e interpretar filosofía, asistir al cine y mantenerse cerca de la realidad humana, de lo que él llama “esas vidas”, vidas que transmiten la experiencia del dolor y la alegría, la búsqueda del sentido, en un universo blanco que es imagen del vacío en el que se funde el Todo.
Poeta y, además viajero. Cuando escribió el poema “Hace apenas días” recién había regresado de la India. Cuando evoca a las caravanas del desierto reconfigura sus estancias en Marruecos, aquel lugar en el que se el tiempo se abre y se vuelve humano, y no el humano esclavo del reloj. Además, “esas vidas” que describe Mujica parecieran desprenderse de las historias vistas en los festivales de cine de Berlín a los que asiste.
Viajero también de la filosofía, la literatura, y la teología. Reconocido intérprete de Heidegger. En cuyo pulso late también la sangre nietzscheana, aquella que evoca la supremacía de la creación artística, y le permite decir que lo que fue una vez la religión como dimensión de sentido ahora se puede encontrar en la creatividad del arte. Ensayista que escribe en líneas verticales, a manera de verso y sin rimas, sobre Paul Celan, Georg Trakl y San Juan de la Cruz. Cuentista que, sin lo hiperbólico de las realidades tropicales, ubica al ser humano en los otoños fríos y “Bajo toda la lluvia del mundo”. Amén de su fondo teológico, sus comentarios bíblicos y sus incitaciones místicas. Habla de “dios vaciado de dios”, que está allí en la cruz y que es amor que busca al otro donde el otro está.
La poesía de Hugo Mujica dibuja líneas sutiles y canta la voz del silencio. Es una escritura que piensa la vida como un espejo roto y fragmentado. En ella aparece el ser humano como un mendigo con las palmas abiertas durmiendo sobre una banca que es el mundo. Junto a él, un perro que no hace promesas pero se entrega al Todo. Camina también en su escritura un niño que juega ante la gratuidad del universo, sin porqué ni para qué. La voz del poeta conjuga la búsqueda espiritual en Oriente, la meditación del monje trapense, la experiencia del viajero por el desierto africano, el diálogo con los filósofos antiguos y contemporáneos, y la reflexión del cinéfilo que sale pensativo de un teatro en las grandes urbes. Su estilo pausado, aforístico e ideográfico, evoca la reflexión atenta y el deseo de decir lo apenas suficiente, sin más adornos que la belleza de la propia desnudez. El canto de Mujica es un trazo delicado que desafía a esta época de ruido.
Para un lector de la literatura latinoamericana, conocida por lo delirante y utópico, la antología poética “A esta hora de la vida” se le presenta como una hoja de otoño que cae del árbol por sí sola. Ante esta bóveda celeste de chispas de lenguaje, de conciertos barrocos, de épicas de ríos arteriales, de laberintos y bibliotecas circulares, aparece un abismo poblado de quietud. Ante la paleta de colores tan diversos, brota un espacio blanco. Un espacio que confiesa la aspiración a un poema que pueda leerse en voz alta sin que se oiga nada. Un poema que es borradura del arte, tachadura de sí, desasimiento. Libro que se hace espejo vacío. Te ves cara a cara ya no con la paleta del lenguaje sino con todo lo que podía decir tu alma, que ya no es alma, es carne. Y lo que dice, cargado ahora de sentido, es poco, es lo apenas.