11 de enero de 2015. Por: Juan Pablo Ramirez .
En El Mundo.
Alberto Donadío, uno de los pioneros del periodismo investigativo en el país, habla sobre su última publicación: Los italianos de Cúcuta, pioneros del café en Colombia, una narración en la que, además, cuenta la historia de su familia.
El aroma a paisajes atestados de cultivos de café se respira en las páginas del más reciente libro de Alberto Donadío Copello, quien como de costumbre, se aventuró a relatar historias reales que dan cuenta de su pasión por la investigación, esta vez, relacionada con el fortalecimiento de la industria cafetera nacional. Para hacerlo, se valió de distintas fuentes de información, sobre todo de la voz de muchos de sus parientes.
Con un lenguaje sencillo y la nostalgia del pasado, Los italianos de Cúcuta, pioneros del café en Colombia -editado por Sílaba-, hace un recorrido por varios lugares y épocas que retratan una historia con muchos personajes. Su autor habló con EL MUNDO, y expresó, además, su visión del periodismo que se hace hoy en el país y la manera como cree que están funcionando los medios de comunicación.
-En su libro usted menciona que fue gracias al grano de café que se estableció una colonia italiana en Cúcuta.
“Sí, los italianos vinieron a la frontera colombo-venezolana a comprar y exportar café por el lago de Maracaibo, a través del río Zulia. Posteriormente se hizo el ferrocarril de Cúcuta y eso produjo que el café saliera más rápido, que la exportación fuese más fácil, y que quienes venían de Italia se encantaran con estas tierras”.
-Y contrario a lo que podrían pensar muchos, usted dice que no fue el Eje Cafetero la zona pionera del cultivo del café en Colombia, sino que fue Santander.
“Exactamente. El café entró por Venezuela y poco a poco fue reemplazando al cacao. El primero fue cultivado por los campesinos de Norte de Santander y fue pasando a Boyacá y a Cundinamarca, hasta finalmente llegar a Armenia y todo el Eje Cafetero. Luego se abrieron los puertos de Buenaventura cuando se construyó el Ferrocarril del Pacífico y así hubo otras maneras de que saliera el café. Ahora, los pioneros de la exportación fueron los italianos, quienes compraban el grano que más tarde se regó por todo el interior del país”.
-¿Y por qué remontarse al año 1850 para contar esos orígenes de la producción cafetera del país?
“Mi padre siempre me había insistido en que contara esa historia, la de él y de muchos italianos que llegaron aquí. Él llegó en el año 38, antes de la guerra, pero se volvió colombiano y ahora quiere a este país más que a su propia tierra. Deseaba que se conociera la historia de tantas personas que llegaron desde Italia, en una época en la que todo se hacía con mula, y con mucho padecimiento en el caso de los inmigrantes que venían de otros lados: turcos, sirios o libaneses, incluso judíos polacos que vendían telas en la calle o puerta a puerta”.
-¿Por qué motivo llegaron a Colombia esos italianos?
“Migraban porque había zonas de Italia, sobre todo hacia el sur, en las que no encontraban trabajo y las personas se morían de hambre. Esa colonia que vino fue pequeña, pero significativa. En el libro no se pudieron contar más historias de más familias, pero seguramente hubo muchos otros italianos con aventuras similares”.
-En el libro hay testimonios, fotografías, registros bibliográficos de la época… ¿cuáles fueron los insumos para reconstruir esa historia?
“Traté de ponerle los ingredientes de investigación que hay en otros libros. Infortunadamente no pude encontrar cartas de la época, salvo algunas de mi familia. Sin embargo, tuve acceso en Roma a un archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores, porque había un Consulado de Italia en Cúcuta desde 1864. Así obtuve información de cónsules y otros italianos que estaban allá, y ya el resto fue material proveniente de fotos y archivos familiares”.
-¿Y una vez obtenida toda la información, cómo fue el proceso de escritura?
“Estuve dos años escribiendo el libro, pero cerca de dos décadas recolectando la información, hablando con mis primos y tíos, sacando fotocopias… en fin. En los últimos años sí me di prisa porque mi papá -promotor de es esta idea- tiene 93 años, y yo sí creo que es importante contar hechos como este, de extranjeros que llegan al país y se ‘colombianizan’. Por ejemplo, para mi papá fue terrible la destrucción de Gramalote, Norte de Santander, porque él vivió dos años allá y lo consideraba su pueblo”.
-Y ya terminado el libro, ¿qué opinión tuvo su padre al respecto?
“Quedó muy contento con el resultado, con la historia de la familia. Esta semana me llamó Daniel Samper Pizano a decirme que había visto el texto en una librería de Cartagena y que le había parecido muy interesante”.
-Habla usted de Samper Pizano, y justamente en la misma época que trabajó con él, conoció de cerca al periodista Carlos Villar Borda, ¿qué aprendió de un hombre como él?
“Sí, él estaba en El Tiempo en 1970, con su corbatín y su flacura de siempre. Fue de esos viejos periodistas que se tomaban muy en serio su trabajo. La consecución de datos, por ejemplo, era un tema muy serio. Recuerdo que fuimos con Germán Castro Caycedo a El Guamo, Tolima, para unos informes sobre unos niños que estaban naciendo con labio leporino. Según el médico Marco Fidel Micolta, eso se debía a las fumigaciones que se hacían con las avionetas, en una zona algodonera como esa. Sin embargo, Villar nos decía: ‘Hay que consultar algún químico que respalde esa tesis, porque nadie puede decir que eso es un fenómeno comprobado’. Fue un gran formador de periodistas, sin duda”.
-¿Qué debe tener en cuenta un periodista para hacer investigaciones de largo aliento?
“La regla principal es ser muy escéptico, dudar de todo para poder conseguir información certera y no tener que rectificar. Es muy importante dudar de la palabra oficial y así tener la otra cara de los acontecimientos, porque todos sabemos que las administraciones gobiernan a través de los medios de comunicación. Es natural que estos den ese espacio, pero debe haber fiscalización de proyectos, programas y plataformas, con el fin de saber si son hechos reales o sólo simples palabras”.
-¿Y en esa medida, cuáles cree que son las mayores falencias de los periodistas en nuestro país?
“No creo que sea de los periodistas. Considero, más bien, que las falencias son de los mismos medios. Me parece injusto echarles la culpa a los reporteros cuando hay algún tipo de error o falla de información. Ellos tienen una responsabilidad, claro que sí, pero son los medios los que deben ofrecer las condiciones adecuadas. Le pongo un ejemplo: uno no puede decir que tal piloto de una aerolínea es malo, ¡un piloto no puede ser malo porque entonces se cae el avión! Lo mismo sucede en este caso”.
-¿Qué cree que ocasiona eso?
“Hacer buen periodismo cuesta mucho, y los medios están tratando de que el periodista haga más de lo que puede. El oficio periodístico de calidad implica más trabajo y más gastos, es por eso que aunque aquí se podría hacer, se necesitaría mucho dinero para llevarlo a cabo. Por ejemplo el New York Times es un medio que ha invertido muchísimo pero que goza de prestigio por su calidad informativa”.
-¿Y en ese panorama, cómo ve el periodismo de hoy?
“Pienso que el periodismo de opinión es muy bueno, pero la reportería, en cambio, no es tan buena porque no se asignan los suficientes recursos. Lo reitero: si uno quiere hacer trabajos más atractivos, necesita mejores salarios, más tiempo, más viajes y más entrevistas. Las fallas no son siempre de los redactores, debe haber estándares muy altos para sacar un producto excelente. En general creo que es peor de lo que se hacía en 1970, ha decaído bastante y ya uno no ve tanta crónica o muchas buenas entrevistas. ¡Uno ve puro boletín!”.
-¿Cómo cree que los reporteros pueden contribuir a esa mejora?
“Es un momento muy duro, dada la competencia que significan las nuevas tecnologías, y a eso súmele que los medios ya no tienen la plata de otras épocas. Creo que debe hacerse un esfuerzo muy grande para salir adelante, porque la buena información siempre se va a necesitar, y para eso es indispensable gente que sepa escribir, que domine muy bien el lenguaje y que de verdad quiera contar historias, como muchas veces lo ha dicho Juan José Hoyos”.
Fragmento capítulo 1
En el terremoto, ocurrido el 18 de mayo de 1875, perecieron unas 2.500 personas, según el alcalde Francisco Azuero. Este describió así la nube de polvo sobreviniente al movimiento de la tierra: “La atmósfera se cubrió un instante con una capa de polvo amarillo, tan densa, que escasamente veía a mi compañero por estar vestido de negro”.
Azuero, quien escribió sobre el terremoto 49 años después, consignó también que le había prestado su mula a un empleado departamental a quien se le cayó en el momento de pasar el río Pamplonita en el punto de Moros, devolviéndose para arriba las aguas, como efecto del primer temblor fuerte de ese día. Se devolvieron las aguas del río, pero no se registra que esa noche, ni las siguientes, hubiera cesado el relámpago continuado del Faro del Catatumbo, el constante parpadeo del cielo de Cúcuta que ha sido siempre presencia nocturna en esos valles.
Percepciones
De acuerdo con Lucía Donadío y Alejandra Toro, editoras del libro, Alberto Donadío “rescata la historia de la piccolissima pero fecunda colonia italiana de Cúcuta, de la cual él mismo desciende y que es materia viva de su historia familiar. Utilizando como ingredientes antiguos documentos de archivo, anécdotas y genealogías de padres, tío, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos, así como añejas fotografías inéditas. Este libro lleva buenas onzas de autobiografía, cucharadas soperas de memoria de familia, razones rebosantes de reminiscencias de la antigua Cúcuta y aun del terremoto, hojas de registros de los miles de sacos de café exportados por el lado de Maracaibo, el manojo de recuerdos de un beato italiano que dedicó su vida a los leprosos, un condimento completo de saudade por el terruño, y dosis inacabables de evocación de figuras carísimas que ya pagaron el tributo a la tierra”.
Un periodista con trayectoria
Alberto Donadío es abogado de la Universidad de los Andes. En 1972 inició la unidad investigativa del periódico El Tiempo, junto a Daniel Samper Pizano. Con su obra El cartel de Interbolsa recibió el premio al Mejor Libro en los Premios de periodismo del Círculo de Periodistas de Bogotá, CPB, en 2013.
Ha publicado varios libros sobre temas financieros, como son los casos de Banqueros en la banquilla, ¿Por qué cayó Jaime Michelsen?, Los farsantes y El montaje.
Junto a su esposa Silvia Galvis escribió Colombia nazi y El jefe supremo.
Otros de los títulos que ha publicado son El espejismo del subsidio familiar, Los hermanos del presidente, Yo, el fiscal; La mente descarrilada, La guerra con el Perú, El uñilargo: la corrupción en el régimen de Rojas Pinilla; Guillermo Cano, el periodista y su libreta; y La llave de la transparencia: el periodismo contra el secreto oficial.