28 de noviembre de 2020. Por: Literatura.
En La Cebra que habla.
Compartimos gracias a Sílaba Editores fragmentos del libro (Ensayo): La Familia, de María Cristina Palacio.
Meditación I
Empalabrando familia. Una enunciación analítico-comprensiva
La enunciación de la palabra “familia” contiene una paradoja, producto de la compleja interacción y entrelazamiento entre la experiencia subjetiva de vivirla o no, el contexto estructural o sistémico que regula, legaliza y legitima un marco sobre ella, la dimensión simbólica que le otorga su representación e imaginario social, y las múltiples voces que la nombran, enuncian e interpretan. Aspectos que ponen en consideración los límites entre su referencia normal y transgresora y su utilidad para identificar las diversas visiones sobre ella y el lugar que tiene en la sociedad.
La presencia de la realidad familiar y su consideración trasciende tiempos y espacios sociales y culturales, constituyéndose en una especie de marcador identitario, en un mundo y un saber situado históricamente. El reconocimiento de esta historicidad me permite contextualizar el lugar actual de la familia en el escenario de la dialéctica típicamente moderna entre la transitoriedad y la duración, entre la mortalidad individual y la inmortalidad colectiva. En la institución de la familia, todos los aspectos más contradictorios de la existencia humana –inmortal y mortal, hacer y sufrir, determinar y ser determinado, crear y ser creado– confluyen vitalmente, organizándose en un interjuego de mutuo sostén y fortalecimiento (Bauman, 2015: 45).
En otras palabras, es un tema profundamente sensible y poroso, porque pone a circular ambigüedades y expectativas derivadas de sentimientos personales, de concepciones y representaciones sobre el mundo de la vida y de proyecciones vitales, individuales y sociales. Además, es un tema y discurso que desde hace algún tiempo es referencia institucional pública del Estado, de agencias y convenios internacionales, campo de conocimiento experto y ejercicio profesional y, de manera más reciente, argumento electoral y agenda de decisiones políticas.
Una porosidad que contiene la interpretación y construcción social de marcos de referencia, prácticas y discursos en torno a la sexualidad, la procreación, la con-vivencia, la sobrevivencia y la coresidencia en este tiempo social. Es decir, el tema de familia circula como un asunto social, cultural, político y económico además de ser el eje de la experiencia subjetiva; por lo que tiene su razón en el lugar crucial que ocupa en la reproducción de la vida y la sostenibilidad de una manera de vivir socialmente (Jelin, 2005). Lo que se traduce en construcciones en torno al parentesco, la parentalidad, la conyugalidad, la paternidad, la maternidad, la filiación, el afecto, la crianza y el cuidado, la casa, el hogar, los derechos y las responsabilidades entre sus integrantes, como asuntos que circulan en el “ágora” contemporánea.
“Familia” es una palabra que enuncia un referente en la vida cotidiana e identifica la presencia de órdenes discursivos en torno a concepciones, imaginarios y representaciones acerca de sus potencialidades, problemáticas, proyecciones, crisis, cambios y transformaciones. Un lugar que dispone de un inconsciente institucional que, parafraseando a Zizek (2017), contiene un claroscuro de expresiones emocionales, de intimidades tiranizadas y juegos de poder como también de capacidades por descubrir y fortalecer. Además, es un campo que cuenta con conocimientos expertos que se traducen en constructos teóricos, estrategias de intervención, diseño de políticas y programas institucionales y marcos normativos y legales. En términos de Bourdieu (2006), indica la resonancia de la capacidad de ser objetivada y, de esta manera, permite desentrañar el capital cultural, simbólico y político que contiene.
Además, esta palabra, tema y realidad indican la configuración de relaciones, vinculaciones, escenarios, procesos y dinámicas sociales, culturales y legales que se producen por los entrelazamientos parentales de sus miembros con sus anteriores, presentes y futuros (Montero, 2007), indicando pertenencia, identidad y sentimiento familiar (Shorter, 1977). Esto hace visible una compleja red parental que anuda, desde una visión con profundo anclaje, la alianza (parentesco por afinidad) y la consanguinidad (parentesco por sangre o definición legal que se expande desde la filiación). En palabras de Ana María Rivas (2008), alude a la conyugalidad, a la constitución de una genealogía ascendente, descendente y colateral y a un sistema de parentalidad que moviliza la pertenencia, la solidaridad, la reciprocidad en torno a un “nosotros” (Durán, 2000).
Por esto, la familia se constituye en un referente de la vida cotidiana y, de cierta manera, un primer sentido de comunidad:
Todo el mundo nace de una familia y todos pueden (deben, estar llamados a) dar origen a una familia. La familia de la que uno es producto y la familia que uno produce son los eslabones de una larga cadena de parentesco-afinidad que precede al nacimiento y que sobrevivirá al deseo de todos los individuos que ha contenido y contendrá […] (Bauman, 2015: 46).
La palabra familia expresa voces plurales: comunidad básica humana y expresión de la philia (Aristóteles, 1989); referente del oikos griego, asociado con el mundo de lo privado y lo doméstico (Arendt, 2005); recinto y espacio del poder del pater famulus en el domus, según el Derecho Romano; ámbito sacramentalizado para la salvación del alma de la mujer (Rotterdam, 1947); lugar para la educación y cuidado de la infancia (Rousseau, 2008); proyección y valoración de la unidad nuclear moderna (Ariès, 1987); institución celular del orden social industrial y burgués (Comte, 2000); especie social particular de solidaridad (Durkheim, 1892); correa de transmisión para la difusión de las normas culturales (Merton, citado por Lovaglio, 2011); escenario de dispositivos de poder (Donzelot, 1998); subsistema para la estabilización de la personalidad y socialización de los niños (Parsons y Bales, 1955); estructura de acogida, co-descendencia y con-vivencia a través del matrimonio monogámico y heterosexual (Duch y Melich, 2009); conjunto organizado e interdependiente de subsistemas (Minuchin, 1974; Musito y Cava, 2001; Gimeno, 1999); expresión por excelencia de la diversidad, complejidad y pluralidad de formas y organización de relaciones humanas (Cicerchia, 2014; Girhardi, 2004); agencia para la democratización de las relaciones familiares y sociales (Di Marco, 2005; Sánchez et al., 2013); agencia de formación humana (Sánchez y Palacio, 2016); sujeto colectivo de derechos (Galvis, 2011); y categoría sociocultural y campo de conflictos (López, 2003), por citar solamente algunas referencias.
Esta diversidad de maneras de nombrar familia, desde diferentes tiempos y saberes expertos, aluden a sedimentar una manera particular de integración, identidad y pertenencia de un nosotros familiar; porque desde los imaginarios comunes, la palabra “familia” se asocia con una urdimbre relacional, de unión y unidad entre parientes primarios: padre/madre/prole, generalmente asociado y situado territorialmente en la casa/hogar.
Asimismo, en los contextos actuales de globalización, movilización poblacional, desenclave institucional e individualización se visibilizan otras maneras de organización familiar que desbordan las fronteras físicas de la vivienda para cruzar hogares multisituados y glocales (Sánchez et al., 2013), manteniendo una referencia emocional de la casa-hogar como recinto de convergencia familiar; porque la familia es una continuidad simbólica que trasciende a cada individuo y a cada generación, que engarza el tiempo pasado y el tiempo futuro […] siempre hay un núcleo de familiares reconocidos que viven en hogares separados y, no obstante, forman parte de un “nosotros” psicosociológico de identidad colectiva (Durán, 2000).
Esta continuidad marca una polifonía de enunciados sobre la palabra familia, en el contexto de la sociedad actual, la cual se enfrenta a la naturalización de una forma hegemónica –modelo único– de organización nuclear. Una forma de organización familiar en torno al matrimonio heterosexual, la institucionalización de la sexualidad, la reproducción biogenética y la constitución de la filiación, la presencia de la bilateralidad parental a través del padre y la madre, la división del trabajo a través del dualismo de género (masculino/femenino), los lugares parentales y generacionales en cuanto a las obligaciones/responsabilidades en torno a la sobrevivencia, la con-vivencia en correspondencia a una escala de prestigio y privilegio, la crianza y el cuidado con contenidos de vulnerabilidad, déficit y dominación, y, finalmente, la valoración de la co-residencia y co-habitación en el mismo hogar como recinto de la unidad y la unión familiar.
Es el referente que proyecta el sueño y la valoración sobre el mundo familiar; como también el juzgamiento moral, social, incluso legal acerca de su diversidad, trasgresión, cambios y transformaciones. Es la instalación centroeuropea, judeocristiana y occidental que pautó desde la lógica colonialista y de expansión imperialista, el exterminio, la negación y la marginalidad, la existencia de otras maneras de organización familiar. Este modelo nuclear fue denominado por Durkheim, para el campo de la sociología, como la familia conyugal (progenitores y prole) y la expresión de la ley de contracción evolutiva de la familia extendida (1892), a partir de los procesos de industrialización y la división social del trabajo, que comienzan a evidenciarse desde la génesis de la sociedad moderna, para constituirse en referente de la familia burguesa y célula matriz del orden social industrial capitalista, a partir del siglo XIX. Esta denominación de la familia nuclear, fue afinada por Parsons (1986) a partir de la segmentación de la familia paternal y troncal que trae la modernización, y definida por Merton como la principal correa de transmisión de las normas y conductas sociales (Lovaglio, 2011).
La instalación hegemónica de la familia nuclear comenzó en la alta Edad Media (Loring, 2001), desde el siglo XIII en el IV Concilio de Letrán y se afianzó en el siglo XIX con los Papas Pío IX y León XIII3. Define su representación simbólica en la unidad social básica soportada en el amor natural incondicional, los valores altruistas de la solidaridad, la cooperación y la reciprocidad y la obediencia, el respeto y la obediencia al padre y el amor incondicional de y hacia la madre; correspondiendo a la imagen de la sagrada familia “con gran resonancia de la centralidad de la figura materna inspirada en el culto mariano y el modelo tripartito conformado por el padre a imagen de san José, la madre a imagen de la Virgen María y el niño a imagen de Jesucristo” (Ramírez, 2016: 22-23).
La imposición de este modelo nuclear como la familia corresponde al orden hegemónico capitalista y neopatriarcal, argumentando su esencialización y, por esta vía, la negación y el ocultamiento de su configuración como realidad histórica (Laslett, 1972; Bestard, 1998; Flaquer, 1998; Urrego, 1997; Goody, 2009; Cicerchia, 2014; Ghirardi e Irigoyen, 2016; Ramírez, 2016). Esto pone en trasgresión o desviación la multiplicidad y pluralidad de maneras de construir y hacer familia, especialmente en las sociedades actuales (Morgan, 2013; Zapata, 2018; Puyana, 2003; Arriagada, 2007; Rico y Maldonado, 2011; Palacio y Cárdenas, 2017; Durán, 2000; Rivas, 2008).