11 de noviembre de 2012. Por: Erminio Corti.
En Iperstoria.
“Los derrotados”, novela del escritor colombiano Pablo Montoya, narra la vida del sabio Francisco José de Caldas y su trágica experiencia en la lucha independentista. Avanzando en el tiempo, también da cuenta de los avatares revolucionarios de la guerrilla marxista en Colombia a través de tres jóvenes y sus pasiones: la literatura, la fotografía y la botánica. El ensayo propone una lectura crítica de la novela publicada en 2012 y un análisis de su núcleo temático: la violencia política y su relación con las artes y la ciencia.
Los derrotados es un texto que resulta tan fascinante a la lectura como complejo en su estructura, y es también una obra muy articulada desde el punto de vista de las formas estilísticas y de las múltiples modalidades narrativas empleadas a lo largo de los veinticinco capítulos que la componen.
La complejidad de la novela de Pablo Montoya no es gratuita, es decir, no responde simplemente al deseo del autor de experimentar con una escritura heterogénea, de desafiar los límites impuestos por los cánones literarios, y menos aún de ostentar su habilidad en el dominio técnico del medio expresivo. Por lo contrario, esta complejidad y variedad es el instrumento obligado para intentar comprender y representar de la manera más eficaz posible la realidad social, histórica y cultural de Colombia. No sólo de la Colombia de hoy, desgarrada por una guerra civil que dura ya más de medio siglo, sino también de la Colombia del pasado colonial y de la independencia, épocas en las cuales se han originado los males de la contemporaneidad.
La novela se abre in media res, relatando uno de los momentos más dramáticos de la vida de Francisco José de Caldas, uno de los protagonistas. Estamos en 1816, en plena guerra de independencia, tras la reconquista de la Nueva Granada por parte del ejército realista. Caldas y otros patriotas amigos suyos que han desarrollado un papel activo en la rebelión contra la Corona española están intentando huir del país y se encuentran en la hacienda de Paispamba, cerca de Popayán. Sorprendidos por una tropa de gendarmes que servían al ejército realista, no pueden oponer ninguna resistencia y se dejan capturar. Simón Muñoz, militar realista al mando de la patrulla, tiene la orden de trasladar a los prisioneros a Santa Fe, dónde serán juzgados como traidores de España. Muñoz, que desde hace años conocía a Caldas y su familia y admiraba el trabajo científico realizado por el sabio payanés, le ofrece sólo a él la posibilidad de salvarse enviándolo a Quito, “donde se le podría hacer un juicio más benevolente”, como le había solicitado Toribio Montes, gobernador colonial y en ese momento presidente de la Real Audiencia de la ciudad. El cautivo tiene miedo, está acongojado, pero no quiere abandonar a sus compañeros y rechaza la oferta, aunque se halla consciente de que su destino final será casi seguramente la muerte: Caldas le pregunta a Muñoz qué pasará con sus amigos. No puedo hacer nada por ellos, contesta el militar. Para Montes su merced es quien importa. Caldas piensa en Ulloa, en Dávila, en Rodríguez. Evoca la solidaridad que, durante las últimas jornadas borrascosas, ha sido la mayor prueba de la amistad. […] Caldas sabe que nunca podría soportar el peso de una traición. Niega con la cabeza. No, jamás he sido desleal y jamás lo seré, dice.
Caldas es una figura histórica cuya memoria está hoy vinculada sobre todo al papel de prócer y mártir de la independencia de Colombia. Pero Caldas en su corta vida fue esencialmente un hombre de ciencia, que se dedicó con pasión extrema a la botánica, la astronomía y la geografía. Dotado de una curiosidad intelectual innata, a pesar de la educación bastante limitada que recibió y de la falta de medios e instrumentos para trabajar, y gracias a su ingenio, logró obtener resultados que despertaron el interés del botánico francés Bonpland y del naturalista alemán Von Humboldt, con quien tuvo una relación bastante conflictiva que osciló entre la admiración por su inteligencia y erudición y una desconfianza moralista ante sus actitudes libertinas. Fue un colaborador muy activo de José Celestino Mutis en la Expedición Botánica, financiada por la Corona de España y dirigida por el sabio gaditano. En sus recorridos solitarios por el país, Caldas inventarió cerca de seis mil especies vegetales y realizó escrupulosas mediciones geográficas y climáticas. De regreso a Santa Fe con sus herbarios, dirigió el Observatorio Astronómico de la capital hasta que, en 1810, estalló en el actual territorio de Colombia la primera insurrección criolla, encabezada por su primo Camilo Torres Tenorio.
El capítulo que abre Los derrotados relata, como se ha señalado, la captura de los patriotas, y termina con la descripción de la columna de prisioneros que pasan por la ciudad de Popayán rumbo a Santa Fe, donde los esperan un tribunal militar y el castigo. Hasta este punto, el lector se ha formado la impresión de hallarse ante una novela de corte histórico bastante tradicional, construida a través de la voz de un narrador impersonal y ambientada en la época de las luchas por la independencia de América.
Sin embargo, con el segundo capítulo se presenta un repentino salto temporal y de enfoque. Estamos en la contemporaneidad y el narrador es el autor mismo – el autor implícito, si se quiere – que empieza a relatar la génesis de la novela o, mejor dicho, de la biografía de Caldas, que constituye uno de los ejes narrativos de Los derrotados.
El escritor nos refiere que ya llevaba tiempo dedicado a investigar sobre la figura de este personaje histórico, pero la propuesta de escribir una biografía suya, que le llega por parte de un editor, se presenta casi como un hecho casual, un juego del azar proporcionado por una encuesta publicada en la revista Piedepágina. Nuestro escritor acepta esta propuesta pero aclara que su propósito no será el de representar al prócer, al héroe glorificado por la retórica patriótica, sino al naturalista y, sobre todo, al hombre. Al hombre Francisco José de Caldas con sus conflictos interiores, con sus miedos y sus dudas, con su fascinación por la naturaleza exuberante de la Nueva Granada, que siempre le suscita emociones intensas. Así lo declara el narrador (¿metanarrador?) a propósito de la obra que se apresta a elaborar: No me interesa escribir una biografía solamente desde la óptica de la historia, sino también desde la literatura. Me permitiré […] juegos del lenguaje, malabares del tiempo, diferentes técnicas narrativas, focalizaciones diversas, cuestionamientos de la historia oficial y, sobre todo, me apoyaré en los cantos de la subjetividad.
La humanidad compleja y hasta contradictoria de Caldas se revela en sus últimos años de vida, cuando el científico “se deja arrastrar”, come dice el narrador, por los conflictos revolucionarios de los criollos independentistas de la Nueva Granada.
Independentistas que, por un lado, se enfrentan militarmente con el gobierno colonial y su ejército y, por el otro, empiezan una lucha fratricida por el poder político y económico que opone a centralistas y federalistas. El compromiso del protagonista con el bando de los insurgentes federalistas, encabezado por su primo Camilo Torres, empezó en 1810, pero al principio su aporte fue bastante limitado. Sin embargo, a partir de 1813 Caldas asume un papel activo en el ejército de los patriotas de Antioquia. Se le comisiona la construcción de fortificaciones, la instalación de fábricas de armas y la creación de una escuela militar. Además, se encarga de la acuñación de monedas, escribe y pronuncia discursos saturados de retórica militarista y expresa públicamente su animadversión contra la nación española. Y estos serán los motivos que lo conducirán frente al pelotón de fusilamiento.
Los primeros dos capítulos de Los derrotados configuran dos de los hilos narrativos que el autor entreteje para construir la trama de la novela: la biografía de Caldas y la metanarración de la novela misma. A estos, en el capítulo siguiente se añade un tercer hilo, sin duda el más articulado, que contribuye en buena medida a determinar la complejidad de la estructura diegética total. El capítulo tres está compuesto por una serie de cartas que Santiago Hernández le envió en 1983 a su amigo Pedro Cadavid, el escritor, durante su periodo de militancia en un grupo guerrillero del Ejército Popular de Liberación (EPL) de Colombia.
Así empieza la reconstrucción de la vida de los tres jóvenes, Pedro, Santiago y Andrés, quienes, junto a Caldas, son los protagonistas de la novela. La amistad que los une se remonta a la adolescencia en la época de estudiantes de bachillerato en el Liceo Antioqueño de Medellín, donde, a través del movimiento estudiantil, entran en contacto con la guerrilla de izquierda.
Andrés comparte con sus amigos la idea del compromiso político para cambiar la condición social, económica y cultural de las masas pobres y oprimidas de su país. Pero rechaza cualquier forma de violencia, y cuando Pedro y Santiago empiezan a participar en las actividades del EPL, él toma otro camino y se dedica a su pasión, la fotografía, que luego se convertirá en su profesión.
Pedro, por su parte, muy pronto comprende que el miedo paralizante que experimenta en sus primeras actividades clandestinas es para él un obstáculo infranqueable; así, decide retirarse de la célula guerrillera para cultivar su interés por la literatura y la escritura.
Santiago, que tenía vocación por la botánica, es el único de los tres amigos que, después de convertirse en líder estudiantil, se integra a la lucha armada. Sin embargo, su participación activa en el conflicto que está desgarrando a Colombia (y que su amigo Andrés documentará a través de su obra fotográfica) es breve y termina con la captura, la tortura y la cárcel.
En los veinticinco capítulos que conforman Los derrotados, los tres hilos narrativos se alternan y se entrelazan, reconstruyendo así, a través de la escritura de Pedro Cadavid – autor, entre otras cosas, de Entre la pompa y el fracaso: Bolívar en la novela colombiana –, la obra y la biografía del sabio Caldas y los avatares de los tres compañeros de colegio. Lo que enlaza estos distintos hilos narrativos y le confiere unidad a la novela es, por supuesto, Colombia con su trasfondo político, social y cultural. Una realidad que, a lo largo de dos siglos, no ha logrado deshacerse completamente de la infausta herencia de la colonia y evolucionar hacia una plena democracia.
En este sentido, la narración revela que hay una forma de continuidad entre la época de la “Patria Boba” y la Independencia que vivió Caldas – con las luchas militares entre centralistas y federalistas, fomentadas por la sed de poder de una reducida oligarquía criolla – y la interminable guerra civil que empieza a finales de los años cuarenta del siglo veinte y sigue hasta hoy con el despiadado enfrentamiento entre ejército (al servicio de los “representantes de la infamia” que gobiernan el país, como dice el narrador), formaciones paramilitares, narcotraficantes y una guerrilla de izquierda que, a pesar de sus ideales progresistas, resulta cerrada en un rígido dogmatismo ideológico.
Las consecuencias de esta condición de permanente conflicto político las padecen los mismos hombres que han tomado la vía de la insurgencia armada: Caldas, pagando con la vida y con un remordimiento que lo acompaña hasta el cadalso, y Santiago Hernández pagando con la tortura, la prisión y la desilusión. Pero las padecen sobre todo la gente del común, el pueblo indefenso, víctima del terror, el desplazamiento, la destrucción, el dolor y la muerte. Esa atmósfera infernal de violencia que envuelve al país intentan documentarla Andrés, a través de su obra fotográfica (con las masacres de Segovia, Bojayá y San José de Apartadó, o con los rostros de los que han sobrevivido a las carnicerías), y Pedro Cadavid, a través de la escritura, como afirma en un diálogo con su amigo Santiago, recién salido de la cárcel:
―Voy a decirte algo, Santiago. Creo que el único tema que tenemos los escritores de este país es la violencia. No es fácil reconocerlo porque, de alguna manera, esa premisa es una condena. […] Y cuando se escribe de otra cosa que no sea el delito, el robo, la extorsión, el magnicidio, la respectiva masacre, el desaparecido de turno, el escritor termina siendo falso, pedantemente modernista, incapaz de resolver el tema único y escabroso exigido por nuestra historia. Y si no es la violencia de lo que se debe escribir, sale al paso su consecuencia inevitable: la humillación, la vergüenza, la derrota.
A la complejidad temática y estructural de la novela – con sus saltos de tiempos y espacios – se agrega la variedad de estilos y formas narrativas que se encuentran capítulo tras capítulo. Este recurso no es un capricho del autor para conformarse con el “pastiche” que a veces la literatura contemporánea usa como mero cliché estilístico, sino el medio técnico más adecuado para proporcionar al lector una imagen creíble, verosímil, es decir, articulada y en cierta medida “dialógica”, de la realidad social de un país o de la dimensión humana de un personaje.
Aquí el ejemplo más elocuente es la biografía de Francisco José de Caldas, que abarca ocho capítulos. En el primero, el episodio de su captura se desarrolla más o menos según el estilo de la novela histórica convencional. Ya en el capítulo siguiente de este subplot el enfoque es un poco distinto, y la narración de la formación cultural de Caldas y de sus primeros estudios científicos se presenta en forma de apuntes de investigación redactados por Pedro Cadavid. Sin embargo, el personaje adquiere su plena dimensión humana en la segunda parte de la biografía, es decir, cuando el narrador le otorga la palabra al mismo Caldas. Primero, en el capítulo 10, por medio del diario personal que el científico escribe durante sus exploraciones botánicas. Luego con la angustiada carta de súplica dirigida a Pascual Enrile para que interceda por él: este breve capítulo construido mediante una reescritura casi filológica del texto original de Caldas – como si el autor con este recurso hubiera querido revivir en primera persona el estado de ánimo de su personaje – expresa abiertamente la congoja, el miedo del prisionero, que no tiene reparo en abjurar de su compromiso revolucionario, implorar el perdono y humillarse ante la esperanza de salvar la vida. Palabras que con su angustiada humanidad traslucen sentimientos auténticos que contrastan con la artificiosa y vacua prosopopeya hecha de Patria, Dios y Virtudes Castrenses que atiborraba el discurso con el cual, solo dos años antes, Caldas inauguraba la primera escuela militar de ingenieros de la república rebelde de Antioquia, un texto que, a su manera, epitomiza las consecuencias nefastas de la relación azarosa entre cultura y arte y poder político. Y finalmente con el monólogo interior a través del cual el condenado relata sus últimas horas de vida.
El diario ficcional es posiblemente el texto más sugestivo, donde a las observaciones científicas se acompañan reflexiones estéticas (“El botánico debe escribir primero sobre la belleza. Es ella quien guía en el abigarrado universo de las formas vegetales”), existenciales y filosóficas (“El botánico siente a cada momento que la condición efímera de la flor es su verdad ineluctable […] la flor demuestra que lo que brota con mayor brillo es aquello que se marchita con más prontitud.”; “lo que rodea a la botánica está fundado en la degradación. Los esqueletos de los herbarios son trazos de muerte que engañan con su lábil valor de permanencia. Son, además, fácil presa de las polillas. Y la polilla, con su participar hambre sempiterna, es la mejor representación del tiempo cuando la vemos consumiendo el vestigio de la hoja o de la flor.”) que dejan las emociones y la maravilla del hombre culto frente a la naturaleza de la Nueva Granada.
Las huellas de esta prosa lírica en algún caso afloran en las obras publicadas por el sabio colombiano, que en sus descripciones del entorno geográfico manifiesta una precoz sensibilidad por el sublime romántico, a la cual debió ser extraña la influencia del contacto con von Humboldt, que, en la introducción a su última obra, así sintetizó el carácter de una visión y una prosa donde el rigor del científico se funde con el gusto estético del artista: “He procurado hacer ver en el Cosmos, lo mismo que en los Cuadros de la Naturaleza, que la exacta y precisa descripción de los fenómenos no es absolutamente inconciliable con la pintura viva y animada de las imponentes escenas de la creación.” En el diario ficcional, las descripciones de las especies vegetales de los bosques de la Provincia de Quito – que van de los humildes líquenes a las flores más llamativas, pasando por hierbas y árboles – manifiestan una sensibilidad imaginativa y una profunda emoción estética que sobrepasan cualquier ejemplo de lenguaje lírico que se pueda encontrar en las obras del Caldas histórico; como cuando el personaje novelesco, al mirar una orquídea, la Maxillaria fractiflexa, escribe:
El labelo era una minúscula seda moteada con puntos violáceos. Las flacas prolongaciones de las flores parecían la cabellera de una infanta oriental. Con la delicadeza que sabían reclamarme, me incliné y aspiré su perfume. Hubo una excitación en el aire. Vi que se tensionaban y que sus pistilos asumían una actitud provocativa. Me detuve con rubor.
A través del diario apócrifo de Caldas, Montoya proyecta conscientemente una imagen del personaje ficcional que discrepa, de modo graciosamente irónico, con la figura del científico y el patriota que los documentos históricos representan como un hombre instintivamente atraído – a pesar de la formación de corte escolástico que recibió – por el racionalismo y el progresismo iluminista, pero al mismo tiempo profundamente religioso y animado por un celo puritano y un severo moralismo de sesgo clerical. Esta discordancia entre el personaje histórico y el personaje novelesco se hace patente sobre todo en las repetidas connotaciones sensuales que aparecen en el texto arriba citado así como en otras entradas del diario. El ejemplo más llamativo se encuentra en la descripción de un hongo, Dictyophora indusiata, caracterizado por su forma semejante al órgano sexual masculino y cubierto por un extravagante velo reticulado que parece “tejido por las manos de una Penélope ansiosa de múltiples penetraciones.” El aspecto de esta especie, que su maestro José Celestino Mutis llamaba “mis hermosos falos del Paraíso” – estamos hablando, claro está, del personaje ficcional, aunque es cierto que en la colección de laminas botánicas elaboradas por ilustradores y científicos de la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada hay un dibujo de ese hongo –, genera en Caldas una improbable cadena de fantasías eróticas donde el elemento carnal se entremezcla con el elemento sagrado: “Dictyophora Indusiata arroja la imaginación hacia lo místico y lo sensual. Su presencia es la alusión a la beldad pecadora, a la religiosidad lúbrica […]. Cuando lo vi por primera vez, pensé en las vergas de los monjes célibes, en esa imagen que persiguen en sus insomnios constantes algunas jóvenes novicias de clausura.”
En otros pasajes del diario la escritura adquiere una entonación trasoñada y hasta visionaria. Por ejemplo cuando Caldas, subido a la copa de un laurel, imagina aislarse de la sociedad humana, como el protagonista de Il barone rampante de Italo Calvino, y, desplazándose de árbol en árbol, convertir el mundo – o cuando menos, su mundo – “en una sucesión interminable de laureles frondosos”.
La introducción de estas facetas imaginarias en la personalidad del Caldas ficcional de Montoya determina en la diégesis de Los derrotados – junto a otros recursos escriturales que matizan y diferencian cada uno de los capítulos – un alejamiento del patrón de la novela histórica clásica y un acercamiento a una forma narrativa todavía de género histórico pero mucho más compleja, que pone en crisis la racionalidad mimética y, a través de una reapropiación subjetiva del pasado y el presente, critica el discurso historiográfico institucionalizado. En una entrevista reciente, el autor califica Los derrotados como una novela histórica “des-generada”, en el sentido de liberada de los vínculos formales propios del (sub)género literario canonizado. En cierta medida, esta definición acerca la obra a la categoría, bastante problemática, de la “nueva novela histórica”, teóricamente formulada por Seymour Menton. Entre los seis rasgos que, según el estudioso estadounidense, caracterizan a la nueva novela histórica, se encuentran la ficcionalización de personajes históricos, la ‘desmitificación’ consciente de la historia, lo dialógico y la heteroglosía, la intertextualidad y la presencia de instancias metaficcionales y autorreflexivas con el fin de poner en relieve la naturaleza de artefacto que el texto narrativo posee.
Todos estos aspectos están presentes en la novela de Montoya. En primer lugar, la imagen hierática del prócer construida por la retórica patria se des-construye a través de apócrifos y reelaboraciones de documentos auténticos que re-humanizan la figura de Caldas. Esta operación supone una intertextualidad, así como la define Genette, es decir la inserción en la diégesis de alusiones a otros textos, como las cartas y los ensayos de Caldas y Von Humboldt, o de incorporaciones paratextuales, como las fotografías del periodista antioqueño Jesús Abad Colorado – atribuidas en la novela al personaje ficcional de Andrés Ramírez – que se convierten en las imágenes verbales con las cuales el narrador construye el capítulo 17. Esta máquina narrativa despliega entonces de una gran variedad de formas de discurso – entre las cuales se encuentran la memoria personal, la epístola, el informe científico, apuntes de investigación histórica, el periodismo, el correo electrónico – y de modalidades estilísticas de escritura, que en su conjunto representa un recurso formal que podemos definir como heteroglosía, pastiche o polifonía narrativa.
La heterogeneidad expresiva que acerca Los derrotados a la nueva novela histórica se puede leer también como una actitud por parte de Montoya a cruzar, dentro de una misma obra, la barrera de los géneros narrativos. Un ejemplo en este sentido que merece la pena señalar se encuentra en el capítulo 24. Protagonista del episodio es Santiago Hernández, que, dejado a sus espaldas la experiencia dramática de la lucha armada, de la tortura y la cárcel, se ha establecido en el municipio de La Ceja, donde ha retomado su antigua pasión por la botánica y trabaja como jardinero cultivando orquídeas. Su reputación profesional no pasa desapercibida por una organización de contrabandistas de plantas raras y protegidas, que le propone hacerse cargo de recuperar y entregar una partida de orquídeas saqueadas del Parco Nacional de Frontino. Santiago, empujado por la curiosidad y por el dinero que los traficantes le ofrecen, acepta el trabajo. Con todas las precauciones necesarias, recoge las flores y las lleva hasta una finca aislada en las cercanías de La Ceja, donde tiene una cita los miembros de la organización criminal que se llevarán el cargamento. Cuando Santiago llega al lugar convenido ya es de noche. Con el mayor esmero descarga de la camioneta las macetas y las pone en el interior de la casa, que parece deshabitada, y allí se queda esperando. Está muy cansado y experimenta “una de esas caídas en los abismos que preceden el sueño”, sin embargo intenta mantenerse despierto. De repente, en medio del silencio que reina en el lugar, oye una voz que desde afuera parece gritar su nombre. Santiago abre la puerta y, “entre un vago resplandor de sombras”, se le aparece la silueta de un hombre. A partir de este momento, la narración del episodio adquiere un carácter hasta entonces inédito en la novela. Si los 23 capítulos anteriores presentan una escritura esencialmente de corte realista – a veces de un realismo crudo y contundente, pero que nunca cae en el afán descriptivo-sensacionalista que afecta a ciertas obras de la literatura colombiana que tratan la temática de la violencia –, aquí, en cambio, la escritura y la atmósfera alcanzan una connotación irreal y casi fantasmagórica.
El hombre que sale de la nada como “un paseante solitario exhalado por la noche” se presenta a Santiago declarándose simplemente “un amante de las orquídeas”. Nunca revelará su nombre, pero demuestra conocer muy bien la competencia profesional de su interlocutor y sobre todo la razón por la cual él se encuentra en ese momento en la finca. Santiago es sorprendido y a la vez fascinado por la presencia del inesperado visitante, que con maneras afables logra conquistar su confianza. Empieza así una suerte de soliloquio del desconocido acerca de las orquídeas, de su belleza asombrosa, de la historia de los botánicos que las estudiaron y coleccionaron, del crimen y la violencia que desde el siglo Diecinueve acompañan el tráfico de esas flores. El huésped manifiesta un conocimiento descomunal del objeto de su obsesión: “En el universo de las orquídeas no hay dato que se me escape, dijo el hombre con orgullo. No me excedo si le confieso que soy como una conciencia de ellas. Me interesan más de lo que usted se imagina. De algún modo, vivo en función de sus calamidades y su magnificencia”. Cuando termina su largo monólogo, el hombre le ruega a Santiago que lo deje entrar en la casa para contemplar las flores que de ahí a poco serán recogidas por el comerciante de Medellín. Santiago accede al pedido y le permite pasar al interior. El encuentro entre el desconocido y las orquídeas tiene aquí las mismas, intensas sugestiones empáticas y sensuales que afloran en el diario ficcional de Caldas, y señaladamente en el pasaje arriba citado:
Al cruzar el dintel, percibió una fragancia vaporosa. Fue como si las flores hubieran emergido del sueño. El hombre estaba excitado. Las manos le temblaban. Hubo en su rostro como una transfiguración. […] Santiago quiso decir algo, pero el hombre hizo con la mano un gesto para imponer silencio. Ante ellas no cabía comentario alguno. Solo la mudez del arrobo, el meditativo ensimismamiento, la distante contemplación del melancólico.
Este momento epifánico se interrumpe repentinamente con el ruido que señala la llegada de los vehículos de los contrabandistas. Santiago, quizás un poco turbado por la presencia inoportuna de su visitante, se apresura a recibir a los recién llegados para entregarles el cargamento. Pero cuando los hombres entran en la casa para recoger las flores, él huésped se ha volatilizado: “así como emergió de la noche, su rastro se había diseminado en ella”.
Por supuesto, el lector no puede evitar preguntarse quién era el enigmático huésped de Santiago. El narrador no proporciona explícitamente ningún elemento textual que permita atribuirle un nombre. Sin embargo, en sus palabras hay algunos indicios que dejan imaginar la identidad de ese personaje: aparece y desaparece como un ente fantasmal; tiene una “sonrisa de duende en los ojos”; parece conocer todo de las orquídeas y acaba de cumplir cuarenta y ocho años, la misma edad que tenía Francisco José de Caldas cuando murió fusilado. La hipótesis es que “el aparecido”, así lo define en una ocasión el narrador, sea la sombra del sabio de Popayán. Se trata, de todos modos, de una hipótesis, porque la narración en este capítulo está marcada por la ambigüedad y no se puede decidir si lo narrado se pueda explicar en términos racionales (una experiencia onírica de Santiago, una ilusión de los sentidos) o si se trata de una experiencia que trasciende las leyes naturales, un encuentro extratemporal entre dos hombres que comparten el interés por la botánica y que han sido ‘traicionados’ por la pasión política. Es la misma ambigüedad, la misma incertidumbre que caracteriza el género fantástico ya que, como afirma Todorov, “lo fantástico ocupa el tiempo de esta incertidumbre”.
Como ya se ha observado, la narración de Los derrotados se desarrolla en torno a la biografía de uno de los padres de la patria colombiana y a las vicisitudes de tres jóvenes de la época contemporánea. Sin embargo, además de esos cuatros protagonistas humanos, en la novela hay otro protagonista, cuya presencia es tan silenciosa como ubicua. Se trata de la naturaleza, entendida como espacio físico y como esfera biológica, que aparece como uno de los “derrotados” de la historia de Colombia y, en sentido más amplio, de toda América Latina. Esta temática tiene en la obra de Montoya un papel muy importante y en cuanto tal merecería un estudio detenido y meditado. Aquí, por razones de espacio y oportunidad, no podemos más que limitarnos a presentar sólo algunas consideraciones de carácter introductorio acerca de la relación naturaleza-violencia. En primer lugar, hay que puntualizar que el concepto humano de naturaleza es siempre una construcción cultural. A partir del descubrimiento y durante la época de la colonia, el Nuevo Mundo fue concebido esencialmente come un territorio salvaje que los invasores europeos tenían que dominar a través de la ‘civilización’. Todas las actividades de exploración geográfica emprendidas en este periodo no tenían como finalidad principal el conocimiento científico, sino facilitar la conquista del territorio para la búsqueda y el despojo de sus riquezas naturales. Sin embargo, en el imaginario europeo la naturaleza americana permanecía un mundo ajeno y hostil.
Esta actitud empezó a cambiar con la ilustración y la época romántica, que coinciden con el proceso de emancipación colonial y la creación de las repúblicas independientes. Los trabajos de Caldas (así como los de otros eruditos europeos y americanos) se inscriben en el clima de fervor cultural que promueve las expediciones exploratorias y las investigaciones científicas que se realizan en este periodo. Lo que fomenta los viajes de Von Humboldt y empresas como la de la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada es, por un lado, el anhelo intelectual de comprender y describir una realidad desconocida, pero, por el otro, la instancia utilitarista de aprovechar una naturaleza pródiga en recursos, sin limitarse a saquear lo que se encuentra, como se hacía en la época colonial.
La naturaleza salvaje se convierte así en objeto estético y, al mismo tiempo, en objeto de estudios en buena medida finalizados a la explotación racional de sus potencialidades intrínsecas, según los principios de la fisiocracia. En tal sentido, el texto paradigmático en la literatura del continente es el famoso poema La agricultura de la zona tórrida (1826) de Andrés Bello, donde el escritor venezolano exalta la belleza y la fertilidad de la naturaleza del trópico, una cornucopia que gracias a la laboriosidad humana puede regar abundantes frutos. Por otra parte, esta función pragmática y aplicativa de los estudios naturales es evidente en los mismos escritos del Caldas personaje histórico, aunque en la novela el personaje ficcional exprese principalmente una visión bucólica y utópica de la naturaleza colombiana, que en sus últimos días se le presenta como el emblema de un mundo ideal y perdido:
La caravana atraviesa el puente limítrofe de la Custodia. Desde allí se puede ver la sucesión de verdes que delimitan a Popayán. Y a él [Caldas] le parece que ese verde, total y a la vez individual, es lo único que nombra la patria […] que él reivindica, […] un conglomerado de valles, ríos y selvas. Es el verde de todos los matices que sus ojos beben ahora con desesperación. […] El verde está aquí, se dice, estará siempre aquí para los que sigan viviendo. Para mí, en cambio, es un rocío que se me escapa […]. Caldas reconoce que el verde de la tierra será siempre un color vinculado a la nostalgia. Una ilusión tramada con la luz que aproxima al presente, pero que está unida ineluctablemente al pasado. Mientras que el color que define en estos tiempos a la Nueva Granada es otro: el rojo de las arengas públicas y los motines, el de los conciliábulos y los manifiestos, el de la masonería y la libertad. El rojo de las traiciones que asolan al Reino desde que brotó, roto en mil pedazos, el anhelo de la libertad.
Si bien, como observa Garrard, “pastoral [literature] has decisively shaped our construction of nature”, detrás de la retorica neoclásica y romántica con su resonancias de armónica coexistencia, en el contexto real la relación hombre-naturaleza está marcada por el dominio antropocéntrico. Un dominio que conlleva una escisión entre hombre y naturaleza, así que el medio ambiente en la visión utilitaria y mercantil de la modernidad representa nada más que un acervo de recursos sin límites para explotar y despojar de manera violenta.
A este propósito, no es superfluo señalar que Montoya pone como exergo de Los derrotados las palabras con las cuales Arturo Cova, en la novela La Vóragine (1927) del escritor colombiano José Eustasio Rivera, compendia su trágica experiencia en la selva colombiana: “jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”. En la obra de Rivera la violencia es la de un sistema de expoliación – la cauchería en la selva amazónica – que depaupera la naturaleza y, al mismo tiempo, se funda sobre la explotación del hombre por el hombre. En La Vorágine, novela que tiene un “valor denunciatorio, documental, de protesta”,((JUAN LOVELUCK, “Prólogo a La Vorágine ”, en José Eustasio Rivera, La Vorágine, cit., p. xxviii.)) la violencia que estructura las relaciones sociales resulta inextricablemente vinculada al sistema de dominio sobre la naturaleza, en un círculo vicioso que se autoalimenta. Las connotaciones de cárcel verde, de “infierno moral y natural”, que la selva, “la diosa implacable, que nada ni nadie puede saciar”, presenta en los manuscritos ficcionales de Arturo Cova, son claramente las proyecciones distorsionadas de la conducta humana. En la novela de Montoya esta concepción distópica de la naturaleza está ausente. Por lo contrario, en Los derrotados es el ser humano el que genera y sustenta el régimen de violencia que destruye la sociedad e impacta sobre el medio ambiente. La imagen real y figurada de la tragedia que vive Colombia es la de la orquídea, “símbolo [de] la belleza sostenida en el crimen”, como afirma el misterioso visitante de Santiago Hernández en su monologo: la historia de las orquídeas no es más que una frenética archivística del saqueo.[…] Todo atenta contra ellas. Las quemas y la tala de los bosques, los sembradíos de la coca, la marihuana, la amapola, la palma africana, las fumigaciones químicas, las guerras entre paramilitares y guerrilleros y narcotraficantes.
Terminamos este acercamiento a la última novela de Pablo Montoya con una última observación. Si se tuviera que escoger un solo adjetivo para sintetizar el carácter de la narratividad de Los derrotados, este adjetivo sería “elegante”. Elegante no en el sentido que la palabra tiene en su uso común, sino en una acepción muy cercana a la que tiene en las matemáticas. En este ámbito, la demostración de un teorema, la resolución de un problema o la formulación de una teoría se define como elegante cuando presenta originalidad, buen ritmo, proporción, y llega, sin artificios ni complicaciones innecesarias, a un resultado deslumbrante por su claridad y contundencia lógica.
Pues bien, creemos que, con las debidas proporciones, esas calidades caracterizan la novela de Pablo Montoya, cuya estructura narrativa es sin duda compleja pero nunca aparatosa o extravagante, así como su escritura es siempre rica y sugerente pero nunca incurre en lo rebuscado, en el oropel o en la retórica. Retórica en el sentido de afectación del lenguaje, lo que el joven Pedro Cadavid estigmatiza en Los derrotados como el “mal colombiano”.