Septiembre 10 de 2013. Por: Lucy Lorena Libreros.
En El País.
Suena extraño que un autor que acaba de recibir el Premio Nacional de Poesía afirme que es un hombre al que le escasean las palabras. La confesión es de Horacio Benavides, un caucano cuyos versos celebran la naturaleza, la muerte y el amor. Diálogo.
Él, Horacio Benavides, que se cree un hombre de pocas palabras, a través de sus versos nos ha enseñado que las muchachas del servicio corren hacia el domingo cuando abandonan su traje de ceniza; que los cerdos rezan y las golondrinas arrastran el paracaídas de la lluvia, que Dios llega con cosas inútiles, “perfume/ viento/ belleza de las muchachas”; que el canto del gallo rompe la fiesta de los fantasmas, que a Rimbaud el Mediterráneo le queda pequeño.
Para un novelista es más fácil contar el mundo. Dispone de páginas y páginas. Para el poeta la tarea es más compleja: su consigna es la palabra precisa, la arquitectura pura del lenguaje. Y el lenguaje del poeta Horacio Benavides, nacido en Bolívar, Cauca, y hoy padrino de talleres literarios para niños y jóvenes está habitado por un cariño sanguíneo hacia la naturaleza y el amor. La nostalgia de la infancia, montaña, sangre y muerte.
El suyo es un lenguaje breve y de emoción contenida. Usted se asoma al abismo de cualquiera de sus poemas, y corre el riesgo de sentir el vértigo de un relato en el que, extrañamente, pareciera no ocurrir nada. Él se excusa: sucede que “todo es extraordinario”.
Quedó así de claro en ‘La serena hierba’, el libro que le hizo merecedor este año del Premio Nacional de Poesía que entrega el Ministerio de Cultura. El galardón es en realidad un reconocimiento a la extensa obra que ha construido el maestro Horacio en más de 30 años: ‘Orígenes’, ‘Las cosas perdidas’, ‘Agua de la orilla’, ‘Sombra de agua’ y ‘La aldea desvelada’.
El escritor Julio César Londoño lo dice con más rima: “Horacio Benavides es una de las voces más nítidas y poderosas de la poesía latinoamericana”. Y la también poeta Piedad Bonnet, jurado de este premio, reconoce en la poesía del caucano “un lenguaje que posee rigor, brevedad y hondura”.
El turno de hablar ahora le corresponde ahora al hombre de las pocas palabras. Aquí, está. Y dice muchas…
Maestro, quiero empezar por Bolívar, Cauca, el pueblo hermoso de su infancia. ¿Por qué nunca regresó a esa tierra si es allá donde justamente está la raíz de todo?
En Bolívar está la raíz, en Cali la copa del árbol. En noches de insomnio vuelvo por los caminos, escucho ladrar los perros, paso junto a la casa de Juan Chilito y la de Pedro Daza. Doy la vuelta a la casa paterna. Oigo a mi bisabuela Juana Iles, olvidada por su hijo David Zúñiga, repetir: “Salí perrito salí/ salí que no sos de aquí/ conforme dicen de vos/ así han de decir de mí”. Vuelvo a tener tres años, camino junto a mi primo Jorge Zúñiga y descubro por primera vez mi sombra a la luz de la luna. Juan se dirige a su finca en Chaupiloma, le va a dar una vuelta al ganado; en el potrero, escondido entre los árboles, lo espera su hijo Hilarión con una roca en la mano; y vuelvo a temblar de horror. La luz es nítida luego, y veo brillar hojas de plátanos. No he vuelto y sigo mirando esa tierra a la distancia, no quiero destruir un sueño de infancia. Para un niño, lo más pequeño puede ser extraordinario.
¿Será que a lo mejor sigue siendo el niño curioso de su infancia, el niño pequeño de doña Fidelina?
De alguna manera sigo siendo el mismo. Me siguen llamando la atención los animales, me asombra su pensamiento. Hace poco, sentado en mi patio, vi un animalito, más pequeño que un grano de lenteja, corriendo por el piso. Lo toqué con la punta del zapato y se hizo el muerto, se quedó quieto unos segundos y echó a correr de nuevo, lo volví a tocar y se volvió hacer el muerto. Ese animal, tal vez sin cerebro, sabía que haciendo eso se salvaría. ¿No es extraordinario?
Una pausa en su mamá, y ese milagro que logró en usted, con solo un tercero de primaria: ayudarle a fundar el universo que usted recorre en su poesía…
Siendo niño mi madre me contaba fragmentos de la biblia, la historia de José. No lo hacía por adoctrinarme, lo hacía por la pura belleza del relato. Ella no lo pensaba, simplemente lo vivía. Tenía mi madre una gran capacidad para encontrar en las palabras de los otros lo fundamental. Contaba cosas escuchadas por ella de niña: Un señor Arcenio, mientras alzaba una copa de aguardiente, decía: “Uno no tiene que ser ni tan demás ni tan de menos tampoco.” ¿No está allí la idea del equilibrio, básica en el pensamiento oriental?
Hay una anécdota preciosa suya con su abuelo. Él, siendo usted un niño, le declama una rima y entonces el futuro poeta descubre que hay música en las palabras…
Mi abuelo materno, David Zúñiga, era un mestizo blanco. David vivió trabajando con afán y llegó a tener tierras y solo cuando llegaba un músico a su casa detenía el trabajo. Tendría 4 años cuando, por tratar de alejarme de casa pues mi madre estaba por dar a luz, me invitó a ver a un caballo. Al detenerse me dijo: “Gallinazo buen amigo / mi caballo se ha perdido /ayúdamelo a buscar / si es que no te lo has comido”. Una copla sencilla, que nunca olvidé.
De esa niñez entre padres campesinos nace su amor por la palabra. Después de Vargas Vila, lo primero que leyó, ¿qué siguió, cuáles fueron convirtiéndose en sus autores cardinales?
Llegado a Cali en los 70, se abrió una puerta grande: entré en la escuela de pintura de Bellas Artes. Aparecieron los amigos y con ellos los libros. Éramos jóvenes y queríamos cambiar el mundo, y el mundo estaba en ebullición. Phanor León, quien llegaría a ser uno de los buenos pintores de Cali, puso en mis manos a Gorki, otro a Dostoiesvki, otro a Kafka. Así empecé una serie de lecturas entusiastas y desordenadas. A los 13, había buscado la poesía y lo que me llegó fueron unos pobres relatos en verso: ‘El duelo del mayoral’, ‘El seminarista de los ojos negros’. De pronto llegaron poetas de verdad, Neruda, Maiakovski. Un día en la Librería Nacional, hizo una lectura J. Mario. Llegó vestido de caqui, con un casco de guerra, y empezó con estos versos: “Mi amada me dice/ J. Mario, te amo/ y yo le contesto/ yo también me amo”. Eran de una extraña frescura. Leería luego artículos periodísticos de Gonzalo Arango y un libro clave: ‘Los poemas de la ofensa’, de Jaime Jaramillo Escobar. Un acontecimiento llegaría después: David Morales, amigo pintor, me entregó un libro y me dijo: “esto te puede interesar”, era una antología de Rilke, el poeta que estaba buscando: una cierta sencillez unida al misterio. Diego Luis Ortiz, gran lector de poesía, me puso en contacto con Arango, Quessep, Roca, Zaid, Sánchez Peláez y la obra de Pessoa.
¿Por qué los poemas breves?
El poema breve le viene bien a alguien quien, como yo, es de pocas palabras. Sin embargo, estoy peleando con la brevedad, pues puede sacrificar el ritmo.
En su poesía se lee con fuerza su amor por los animales. En sus versos celebra gatos, colibríes, venados, ranas, caballos, cerdos. Puede parecer una lírica primitiva, pero suena a la verdad de un hombre en la gran ciudad que nunca se ha ido del campo.
Soy un observador de los animales. Lo hago desde niño y los veo mejor a la distancia con los lentes que me ha dado a conocer la poesía. Puede pensarse que soy un nostálgico, creo que en mi poesía aparecen los animales como si se los viera por primera vez, sin pasado. No tengo encerrado un gato en mi casa, pero me gusta contemplarlo cuando me lo encuentro.
Maestro Horacio ya que hablamos de animales, lo invito a elegir entre ¿‘El gato’ o ‘El cerdo’?…
El gato y el cerdo fueron divinidades para egipcios y griegos, pueblos que observaron sus cualidades. Nuestro respeto y temor por el gato nos vienen de lejos. Tiene una capacidad de orientación que desafía nuestra pobre inteligencia. Una amiga me contó de un gato que llevaron, en carro, desde un pueblo de Quindío hasta Manizales a una abuela que tenía la casa llena de ratones. Lo dejaron y se volvieron. A los 8 días el gato regresó al Quindío. Hay muchas historias semejantes. Por eso y por sus siete vidas le tengo un altar.
Algunos de sus versos tienen una singularidad: nos muestran belleza y asombro en situaciones normales, en las que parece que no sucediera nada…
Es que todo es extraordinario, desde la estrella hasta el grano de arena. Nos metemos en la cabeza los recibos por pagar para no asustarnos de la extrañeza de todo. Nos negamos a admitir que giramos sobre una piedrita llamada Tierra a gran velocidad y que otra brizna del universo podría golpearla y descarrilarla. Buscamos al Padre arriba y tal vez estemos buscando el planeta perdido del que procedemos.
Hay otro tema que gravita en su poesía, la fabulación, el imaginario mitológico de los indígenas.
Me interesan las mitologías, las de los pueblos indígenas, por mi sangre y todas las mitologías. Son textos de gran hermosura y formas de un pensamiento secreto. Conocerlas ayuda a pensar de dónde venimos. Hace unos años, en Ipiales, el padre de un amigo me contó una vivencia de niño: tenía —me dijo — 8 años cuando su padre lo envió a hacer un mandado al campo. Regresaba en la noche, por un camino hundido en la tierra, a cada lado barrancos; de pronto vio encima suyo, un chivo con grandes cuernos y ojos de candela que miraban amenazantes. Sintió miedo, apresuró el paso y el chivo lo seguía desde arriba. De repente, vio un perrito blanco avanzando delante. Al salir al camino, el chivo desapareció. Cuando llegó a casa, su padre dijo: hijo, agradece al perrito blanco, él te salvó. Pasado el tiempo, encontré que los mayas venían al mundo con una especie de ángel guardián, un perro blanco. En el sur de Colombia la misma idea de los mayas…
Horacio, usted se queja de dos líos en los que anda metida nuestra poesía: ha perdido el ritmo y le falta nombrar…
Es que a la poesía colombiana le cuesta nombrar, utilizar los nombres comunes y silvestres. Se usan nombres destilados por la tradición poética. Por supuesto, hay excepciones. En mi caso, solo en el libro ‘Conversación a oscuras’, en el que hablan muertos de la ya larga guerra, he podido nombrar sin miedo, o, mejor, ellos hablan en forma llana, sin florituras. En cuanto al ritmo, hay algo que nuestra poesía ha estado buscando: la síntesis; pero esta búsqueda nos ha llevado a cortar el ritmo. El español tiene un ritmo largo, habría que soltarle un poco la rienda al poema y dejarlo caminar con su andar natural.
Maestro, se dice que este es un país sin memoria. Los jóvenes suelen caminar por la calle como si al país se lo acabaran de inventar. Usted ha sido un hombre de izquierda, más que eso, del sueño de un país justo, ¿qué les pasa a estas generaciones que crecen a espaldas a la historia?
Es un momento de gran duda, no sabemos para dónde vamos. En la segunda parte del Siglo XX, creíamos que la meta era el socialismo; ahora sabemos que el futuro hay que inventarlo. Algunos seguimos creyendo en una sociedad con posibilidades para todos. Pero ante esto, muchos jóvenes optan por cerrarse sobre sí mismos, perdieron el sentido de los otros, de país.
Entiendo que en esa conciencia política suya lo marcó profundamente Estanislao Zuleta, ¿qué recuerdos conserva de él?
Fue un hombre de un conocimiento y una razón muy altos. En el 67 le escuché la primera conferencia; Estanislao, muy joven, habló de Poe con un conocimiento que me dejó deslumbrado. Más tarde hice parte de Ruptura, grupo aglutinado en torno al estudio de ‘El capital’ y al periódico Ruptura, que ayudaba en la formación del pensamiento entre obreros. Estanislao le daba mucha importancia al diálogo; decía que había que ayudarle al oponente a elaborar su argumentación; que en el pensamiento no había derrotados, uno y otro salían enriquecidos del enfrentamiento. Murió joven, ¡cuánta falta nos hace! Nos daría luz en los momentos oscuros que nos toca vivir.
Su poesía le dedica varios versos a Javier Benavides, a la nostalgia del que ya no está, a la intransigencia de la muerte. ¿Qué tanto la muerte violenta de su hermano marcó su poesía?
Mi hermano era el presidente de la JAL del corregimiento La Elvira, de Cali. Había fundado la biblioteca del lugar, jugaba ajedrez con los niños, fútbol con los jóvenes. Era amigo de la gente, participaba en sus fiestas, cantaba con ellos. Era su manera de vivir, no buscaba votos. Era un hombre de izquierda. Un asesinado con todos los signos del crimen político. Fue un golpe muy duro para nosotros. Mi libro inédito ‘Conversación a oscuras’ fue escrito en su memoria. El libro es una especie de infierno por el que vagan los muertos hablando de sus deseos, inquietudes, preguntas; son muertos que no han podido descansar en paz.
¿Cuál debe ser la mirada del poeta en un país violento como este?
No podemos ser indiferentes, debemos mirarlo de frente y pensar las causas que nos han llevado al hueco en el que estamos. Es la hora de pensar en un país donde quepamos todos, construir una patria.
Y el amor, ¿qué espacio ha reservado para el amor en su poesía? Casi siempre la palabra enamorado se escribe muy cerca de la palabra poesía…
Lo reservé para mis libros ‘Sin razón florecer’ y ‘Todo lugar para el desencuentro’. Mi primer amor, a los 11 años, me enseñó una cosa clave: que el ser amado produce miedo. Cuando lo viví por primera vez pensé que me sucedía porque era tímido, más tarde llegué a saber que esta es una experiencia de casi todos. El amor está cerca de la poesía porque la experiencia amorosa despierta los sentidos; oímos mejor, las palabras del ser amado son música; el lenguaje se llena de interrogantes, ¿qué me quiso decir cuando me dijo tal cosa?
Mucho antes de que conociéramos al Horacio Benavides poeta, usted se dedicaba a la pintura, ¿dónde quedaron los pinceles?
Hice tres años de pintura, luego me echaron de Bellas Artes. Queríamos cambiar la Escuela, no sólo habilidad manual sino pensamiento, vincular como profesores a verdaderos pintores; abrir la escuela a los acontecimientos pictóricos del país y el mundo. Éramos avanzados. Hice mi primera exposición junto mi amigo, Miguel Ángel Reyes, en la antigua sede de la Universidad Santiago de Cali. Fuera de la institución, la pintura no era fácil, requiere espacio, tiempo, dinero. Y como la literatura me llamaba me fui detrás de ella.
Maestro, reservé para el final una pregunta sobre los talleres literarios en los que trabaja con niños. ¿Cómo cultiva en ellos el amor por la palabra, por los libros? ¿Cómo logra ese milagro?
Con los campesinos aprendí que quien generalmente más nos aporta no busca enseñarnos nada. Alguien vive algo y nos pone en contacto con aquello. Cuando trabajo con niños no me olvido de enseñar, disfruto con los chicos de un cuento, una adivinanza, un poema. La forma del poema que más les llama la atención es la adivinanza, tal vez porque ésta esconde, y a los niños les encanta, descubrir lo oculto. Creo que a todos nos gusta descubrir lo oculto. El amor es una especie de descubrimiento. Los niños aun se asombran, creen en los aparecidos. Tienen oídos nuevos para escuchar el sonido de las palabras; de adultos no nos damos cuenta de que las palabras suenan.