Sábado 9 de marzo 2019I Por: Esteban Carlos Mejía I En: El Espectador
“Mirarle las tetas a una mujer ya no está bien visto”, me protesta al oído mi amiga Isabel Barragán, hermosa, diletante y pícara. “Mejor dicho, nunca ha sido correcto”, agrega y, sin lágrimas de cocodrilo, paga la cuenta del Tostao de San Fernando Plaza donde estamos tomando la mediamañana. “Pero ¿yo qué puedo hacer?”, me defiendo a medias. “¡Madurar, pendejo!”. “Lo que pasa es que tu cuerpo…”, intento seguir. “Cállate. Mejor hablemos de poesía”. “Lo que ordene, mi teniente”.
Isabel coge su bolso y saca Museo del cuerpo, el nuevo poemario de Luis Fernando Afanador. Es un libro delgado, 114 páginas, por Sílaba Editores en su colección Sílabas del Viento. “¿Afanador?”, pregunto. “El de Semana?”. “El mismo”. “Yo pensaba que solo escribía reseñas”, digo. “¿Y es que tú piensas?”, replica ella, aún rabiosa por mi mirada tan políticamente incorrecta y tan pasada de moda. “Son poemas breves, sutiles y agudos, de mucha emoción”. Abre al azar, al quimérico azar de los enamorados que todavía no han salido del clóset. “Oye”, dice, y lee: “Por las calles de Alejandría / va la procesión / El falo mide ciento ochenta pies de largo / es dorado / y de madera / Se entonan cantos a Dionisio”. “Ay, juemíchica”, me entusiasmo, no sin marrulla.
“Afanador hace un recorrido lírico por la geología del cuerpo humano a través de varios siglos”, explica Isabel. “¿Geografía?”, pregunto por joder. “¡Geología!”. “Ah, ya…”. “Atenas, Roma, el Renacimiento, Nietzsche, África, Freud, entre el humo y la llama”. Pasa las páginas y lee otro poema: “Este se llama Paraíso perdido, presta atención: ‘Adán / le pregunta al arcángel Rafael / por la licitud de sus amores carnales / con Eva / Al arcángel Rafael / que no tiene cuerpo’”. La cosa me está gustando. “Otro, por favor”, le pido, mientras soplo la superficie del chocolate caliente.
“Se pueden leer de corrido si vives de afán, como los millennials, o verso a verso si ya superaste la edad de la precocidad”, dice ella. No le hago caso. “Lee”, insisto. “Burka”, canturrea: “Esconder en público / el cuerpo de la mujer / no lo hace invisible”. “Parece un trino”, digo, a riesgo de excomunión o guillotina. “Sí, estos poemas tienen poder de síntesis, no de algo tan callejero y trivial como tu Twitter, sino de un orden menos efímero, más profundo, más revelador”. “Cómo no fijarse en el pecho de esta mujer, Dios mío”, pienso, a lo machista de buena voluntad y en contravía de mi propósito de madurar.
“Tengo entendido que la poesía es una creación de belleza ideal, según la definición de mi profesor de Literatura en el bachillerato”, opina Isabel. “¿Creación de belleza ideal o creación ideal de belleza?”, digo con pose de novelista en una feria del libro. “Para mí, la poesía es un goce pagano, el verdadero goce pagano”. Le arrebato Museo del cuerpo y busco lo mío hasta que lo encuentro: “Gym: Un griego habría salido espantado / de un gimnasio moderno / criaturas deformes / que cultivan el cuerpo / no la mente”. Nos reímos: los poetas siempre tienen razón.
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