6 de diciembre de 2014. Por: Luis Fernando Afanador.
En Semana.
¿Por qué son tan fascinantes los libros sobre la infancia? No lo sé, tal vez por aquello que decía Fernando Savater: la literatura es al fin la infancia recuperada. Desde luego que hay muchas maneras de aproximarse al tema y esta de la joven escritora antioqueña, Estefanía Uribe Wolf, va en una línea que me apasiona: la madurez como una tragedia, como algo no deseado. Es por supuesto, la visión de ese clásico de la adolescencia, El guardián entre el centeno, de J.D. Salinger. Estefanía es, a su manera y a su estilo propio, una guardiana entre el centeno, que no quiere crecer, que le duele crecer.
¿Son cuentos o una novela? El género no importa, así que acojamos lo que dijo Juliana Vélez en la revista Diners: “Fue un accidente. Era un ejercicio. Esos cuentos no se escribieron para ser publicados. De hecho no son cuentos. Antonio Caballero y Carolina Sanín coincidieron en que no lo eran. Están lejos de la crónica, del testimonio, la autobiografía o el autorretrato. ¿Qué son, entonces? Por ahora, no sabemos, pero eso hizo que de alguna manera Estefanía siguiera escribiendo”. Lo cierto es que el libro tiene su centro de gravedad en la personalidad de la narradora, Estefanía, que es una niña y sigue siendo una niña a pesar de que su cuerpo crezca y se transforme. Como niña que es, tiene licencia para mezclar la realidad con la fantasía, lo cual resulta hermoso en ciertos momentos y horrible en otros porque el cuerpo —que muta, que se afea— está ahí para recordárselo: “La infancia se iba para todos por igual. Unos hablaban de pelos en otros lugares del cuerpo y otras empezaban a aparecer con el pecho abultado. Amenazaban con sangre, incluso. Sangre que sale de uno mismo, de las mujeres, sangre que hacía que las niñas se volvieran mujeres. Que crecieran ellas, por chillonas, ¿yo por qué? ¿Yo para qué iba a querer senos, si me gustaba quitarme la camisa para jugar lo que fuera cuando hacía calor? ”.
Al igual que Holden Caufield, la narradora de Aún no era grande, no se resigna, no acepta la realidad de crecer. Esa es la diferencia entre ellos y los que, entre comillas, nos consideramos “normales”. O, incluso entre ellos y los artistas que como Proust y Savater proponen una infancia recuperada. Se puede ser adulto, tener experiencias de adulto, principio de realidad, sin necesidad de sacrificar al niño que fuimos. Algo así como tener ‘una segunda sangre’. Eso es lo que reivindican, a la larga, muchos escritores. Pero, ¿no crecer? ¿Negarse rotundamente a dar ese paso inevitable como Holden Caufield y Estefanía? Y no estoy hablando de negarse a crecer como una metáfora —el caso de Oskar de El tambor de hojalata— sino de la experiencia de vivir esa indecisión como un infierno verdadero.
Mientras pierde a sus amigos imaginarios y a sus fetiches de infancia —el episodio de El Coqueo, la cobija rosada en forma de conejo, es tragicómico—, mientras Justina desacraliza todos sus mitos, Estefanía arremete contra la cultura paisa —“odiaba la leche como odiaba los frijoles”—, la que tarde o temprano deberá asumir y busca su identidad con México, con Frida Kahlo, y su liberación con el alcohol y ‘las pastillitas’: “También, con los años, encontré otro amor, otra obsesión: el alcohol? Es más estoy segura de que en otra vida fui eso, una planta de agave macho segada por un jimador allá en Jalisco a la que luego procesaron, fermentaron y convirtieron en tequila del que habría de beber el mismísimo Emiliano Zapata…? Bueno, por todas estas cosas tan obvias e inobjetables podemos concluir de dónde y por qué amo a México”.
La filiación con Fernando Vallejo debería ser obvia, pero yo encuentro más afinidades con Emma Reyes, no solo por ser otro gran relato de infancia sino por esa contención de la prosa que contrasta con la tragedia contada. Como siempre —dado que nuestro asunto es la literatura y no la psicología— lo que celebramos es el triunfo de un estilo y Aún no era grande es ante todo y sobre todo un libro muy bien escrito.