5 de mayo 2019. Por: Daniel Grajales T.
En El Espectador.
El canadiense Wade Davis es legalmente colombiano. Por estos días, se tomó un momento para hacer memoria de los aprendizajes que le ha dejado el país que define como colores y cariño.
Esos ojos, escondidos detrás de unos lentes delicados y sencillos, parecen siempre ver el mar, o el río, tal vez por el brillo que emanan y la calma que inspiran. Hacen pensar en la profundidad del horizonte, en la grandeza del territorio. Hablan de todo lo que han visto, sin hablar. Y es que, en la vida de Wade Davis, académico, investigador, aventurero y un ser humano humilde que puede llevar consigo la calma a cada lugar, la mirada debe hacer primero una parada obligada en West Vancouver, Canadá, territorio de la Columbia Británica, donde vino al mundo el 14 de diciembre de 1953.
Cuenta que fue leñador, cuando su juventud sólo lo dejaba pensar en cómo ganarse la vida. Años después entendió que el corte de maderos afectaba a la biodiversidad, riqueza natural que se dedicó a defender hace más de cuatro decenios, solo con la palabra, escrita y hablada, por todo el mundo.
Estudió en la Universidad de Harvard, de donde egresó con una tesis doctoral sobre etnobotánica, siempre defendiendo su título de antropólogo, una profesión que ha alternado con la fotografía, la investigación y una suerte de inmersión de decenas de comunidades ancestrales. Es etnobotánico por pasión, humanista por decisión, motivador de riquezas culturales por enamoramiento. Su grado tenía de especial que ya había venido a la América Latina para sumergirse en las aguas mansas pero profundas de quince ancestrales grupos, de ocho países, entre ellos los de la selva del Amazonas.
Llegó a Colombia en 1968, en uno de sus primeros viajes de aventura, y volvió, a hacer inmersión, a mediados de los 70. Entonces, la propaganda de una Colombia violenta todavía no existía. Como ya conocía el territorio, no sintió miedo al venir después, aún en los momentos más sangrientos, porque opinaba que era apenas normal que pasara algo así en un país en el que solo había “200 soldados para buscar el orden y defender la soberanía de un país de millones de personas”.
“Entiendo que esa propaganda que salía sobre Colombia era una mentira, que ese conflicto por tantos años no había tenido cambios por la falta de fuerzas armadas. Durante todo este tiempo, aún con guerra, Colombia ha mantenido su democracia, su resistencia civil, recuerdo que siempre veía que el país ampliaba sus parques, eso me guiaba a no tener miedo, a no verle esa cara negativa. Para mí, Colombia nunca ha sido un país de la violencia, sí ha tenido violencia, pero no ha sido de la violencia. Este es un país de colores y cariño. Nunca he tenido miedo”.
Su conexión con el país tuvo que ver con las riquezas: biodiversidad, multiculturalidad, amabilidad. Biodiversidad la explica como que “Dios hizo este país y le dio una de cada cosa, como el paraíso”. “Miles de conocimientos ancestrales en miles de comunidades, diferentes, fuertes, siempre defendiendo sus territorios”, dice sobre la multiculturalidad. Y la amabilidad la emana, cual colombiano que abre la puerta de su memoria, o de su casa, a un desconocido, diciéndole con buena fe que “bien pueda pase”.
Hay que contar que el amor hizo de las suyas en Davis. La primera llegada al país, durante su adolescencia, fue apenas un intercambio. En esos días se consiguió una bella novia colombiana, cuyos besos escribieron un idilio. Les ha contado a sus amigos que, mientras la besaba, miraba todo a su alrededor, encontrando grandes contrastes entre las especies de árboles que resguardaban su amor de jóvenes, porque se fueron a la naturaleza para besarse, inocentemente; y la belleza del caserón donde se desarrollaba la reunión (la fiesta) en la que estaban.
Flechado, como si un cupido indígena hubiese llamado a todos sus dioses para darle más de la dosis de “colombianismo”, acepta que parece haber bebido un yagé que no lo libera, porque Colombia ha sido su musa, su despertar, su noche y su día, tanto así que recibió la nacionalidad colombiana en abril de 2018 y, este 2019, el público lo ha hecho sentir cada vez más colombiano, con hechos como las masivas asistencias a sus conversatorios en la Feria Internacional del Libro de Bogotá, donde cientos de personas le han hecho fila para que les firme sus libros, para compartir una foto o para narrarle sus confluencias en obras como El río y Los guardianes de la sabiduría ancestral.
El heredero
Entre los referentes del trabajo de Wade Davis está el etnobotánico Richard Evans Schultes (Boston, Estados Unidos, 1915- 2001), quien inspiró al autor en su libro El rio, publicado en 1996, en el cual reconoce la nueva era de la antropología, la llamada “antropología moderna”, que deja de pensar en que haya una sociedad congelada en el tiempo y otra avanzada (la de los indígenas y la de las ciudades), para abrir un debate sobre la riqueza de cada uno de los territorios y colectivos que los habitan.
Por su grandeza, su humanidad, su sensibilidad y las ganas de relatar lo diferente que es el mundo, en cada esquina, Davis hereda de Evans Schultes las ganas de explorar. Fue el maestro etnobotánico quien, desde el Museo Botánico de Harvard, motivó a un rubio, alto y joven, con el mismo corte de pelo, quizás más largo entonces, a que hiciera trabajo de campo por el Amazonas y los Andes.
“Pensábamos que las culturas evolucionaban, pasamos de los bárbaros y a los salvajes hasta que iniciamos una escala entre lo salvaje y lo civilizado. Así surgió un gran problema de cómo nos relacionamos. Entonces, los antropólogos comenzaron a no aceptar esto y a proponer una perspectiva diferente. Así, el término cultura permitió entender a las personas según lo que son. El mundo en el que naciste es un modelo de realidad y los otros no son inferiores ni superiores, sino otros modelos de realidad”.
“Todas las culturas son importantes, debe haber respeto para todas. En ese caso, Colombia es increíble porque los hermanos mayores, los Kogui de la Sierra Nevada, siguen en sus territorios, 500 años después de la conquista, y todavía existe ese pueblo, que vive diciéndonos que tenemos que cambiar la manera en la que estamos andando este mundo. Colombia es la diversidad cultural y la diversidad biológica, esa es la riqueza del país”, explica sobre la importancia de mirar a Colombia como rica y no como pobre, como multicultural y no como de razas hegemónicas.
La etnobotánica siguió. Davis fue a diferentes geografías canadienses, recorrió la riqueza de Perú y sus comunidades, estuvo en Haití, en el Tíbet, en Kenia. Empezó a escribir y publicó el muy vendido libro La serpiente y el arcoiris (1985), traducido a una decena de lenguas, en el cual deja para la memoria mundial cómo las plantas tienen mucho que ver con los rituales, con la cultura inmaterial.
El canadiense también heredó conocimientos de Timothy Charles Plowman (1944-1989), como esa suerte de mirar sin repudios, sin juzgamientos, sin dudas.
Actualmente, cree que sus nuevas herencias vienen precisamente de aquí, de un territorio en el que lo conquistó lo pronto que podemos cambiar de clima y de paisaje, porque “con apenas unas horas de viaje, pasas de la Sabana al Desierto de la Tatacoa”. Le alegra ser ciudadano de un país que firmó un acuerdo de paz con un grupo armado al que combatió durante cincuenta años o más: “Con la paz, tenemos en Colombia una oportunidad de seguir. Desde Barranquilla, hasta el macizo colombiano, el mensaje de las comunidades ancestrales fue el mismo: tenemos que limpiar el rio Magdalena, porque el rio somos nosotros y si limpiamos el rio limpiamos nuestra alma”.
“Siempre estoy aprendiendo cosas de cualquier persona, los indígenas me enseñaron esa y muchas otras cosas”, dice emocionado para hablar de lo que aprendió entre serranías, sierras, nevados, desiertos, ciudades y el río Magdalena, el capítulo que está escribiendo en un nuevo libro, que saldrá a inicios de 2019, bajo el sello de Planeta, con edición norteamericana, el cual acompañará en el mercado un título de la Colección Savia, editado por los periodistas culturales colombianos Ana María Cano y Héctor Rincón, dedicado a las fotografías de esta expedición.
Río Magdalena, que te la pasas viajando
Magdalena, historias de Colombia, será el título del libro de Wade Davis que es ambicioso en querer abarcar la fuente de agua de 1.500 Km que traza un país en cada viaje, porque se la pasa viajando, de arriba abajo. En él, el antropólogo reúne a personajes y relatos alrededor del río o en él mismo. Entre ellos, el artista Juan Manuel Echavarría, con su relato visual de los cuerpos que por el río Magdalena viajan y llegan a Puerto Berrío, para ser enterrados por los ciudadanos, quienes les encomiendan favores.
Investiga la relación entre los pueblos y los ríos, se pregunta si la gente tiene respeto por el Magdalena, mientras contempla con su cámara, porque también es fotógrafo, cada rostro de la diversidad nacional. Davis tiene miles de imágenes que otros colombianos quizás no han visto. Una cruz en el Desierto de la Tatacoa, o los Arahuacos
Un día, en la expedición, Wade Davis no cabía en la chalupa, cuenta Sandra Uribe, su socia, una antioqueña que lo ha acompañado a recorrer el país. Entonces, con su gracias, se acostó encima de los navegantes, robándoles sonrisas que quedan en una fotografía. “Wade es un ser humano increíble, que siempre ve lo positivo. Es paradójico, pero me enseñó una Colombia que no conocía, porque los colombianos no conocemos este país, no tanto como él, creería. Han sido meses de estar a su lado descubriendo desconocimientos, como el Museo del Río Magdalena en Honda, que algunos no teníamos idea de que existiera”.
Y sí, Davis solo necesita cerrar un poco los ojos para recitar descripciones exactas, para invitar a volar con él por medio de la imaginación: “No hay un lugar de Colombia que esté a más de un día de camino y representa una biodiversidad del mundo. Todo está cerca. A la bajada del Macizo Colombiano hay que pasar por caminos antiguos, reales, por los de los Incas. Es como una quebrada y el camino va cayendo como mercurio por el bosque. Al fondo está la cordillera Oriental, y ahí está ese Magdalena que todavía es una quebrada. Uno se puede sentar en ese inicio del río y ver el inicio de un país”.
Que muchos colombianos no sepan de su país y prefieran irse a Europa o Estados Unidos no lo ve como un problema, lo precisa como oportunidad: “Es normal que, con la guerra, el 25% del país tuviera que salir, en algunos casos por seguridad. Así es en Canadá, la gente de Toronto, de Montreal, conoce las capitales europeas y no su país. Es normal en todos los países. Quiero decir que los colombianos tienen mucha suerte de vivir en un país que es un paraíso. Vale la pena conocerlo porque, cuando este país fue fundido, en palabras de Simón Bolívar y su conexión con Humboldt. Colombia fue fundido con esa idea de que la naturaleza, sus lagunas, sus bosques, hacían parte de esa fundación. Colombia no es solamente un viaje, es un viaje patriótico”.
Precisamente Simón Bolívar y sus conexiones con Alexander von Humboldt serán otro eje del libro sobre el Magdalena. Davis y su equipo, gracias a las lecturas de Sandra Uribe, ubicaron que Bolívar se pensó un país desde el territorio, desde su naturaleza, lo cual quieren resaltar, alejándolo únicamente de las batallas y su caballo. De alguna manera, en ese viaje que hace la obra por el río, habrá una reivindicación de los relatos oficiales, o la apertura de nuevas teorías.
Llama la atención que el autor cuestione un poco la desesperanza que podría haber emanado Gabriel García Márquez, quien en algunas obras no da el multicolor y la cantidad de relatos de amor hacia un río que es su gente, que es diferente en cada ciudad o pueblo a donde llega.
“El Magdalena es un ejemplo de vida. Llega a ríos que lo contaminan terriblemente y vive, se recupera, dándonos una gran enseñanza”, dice el director del Museo del Río Magdalena, German Ferro, quien se subió con Davis al escenario del Teatro Jorge Eliécer Gaitán, en esta Filbo 2019, para hablar del proyecto editorial.
Allí, Sandra Uribe, sin su permiso, leyó este chat privado entre los dos, las palabras son únicamente de Wade Davis: “Extraño el aire de Bogotá, ese aroma inconfundible que me dice que he aterrizado en la sabana. Es difícil de explicar. Cuando hablo de amar a Colombia, es algo visceral, incluso sensual. Estar lejos durante mucho tiempo es como estar conectado a un respirador artificial.
Volver a pisar el suelo de esta nación es experimentar al instante esa sensación de pertenecer a este lugar que hace tanto tiempo me dio la libertad de imaginar al hombre en el que me he convertido.
Los mensajes susurrados de un paisaje único. El abrazo salvaje de un pueblo que permitió a un joven vagabundo crecer y convertirse en un académico satisfecho y realizado. Es la misma locura de Colombia la que me rescató. Como un dulce multiplicador del alma. Mi fuego era tan brillante, tan abrasador, que llegué muy cerca de la auto inmolación. Solo Colombia podría igualar y dar un propósito a mi pasión. Esa fue mi salvación, y esta es la clave si alguien quiere entender mi lealtad por este país”.
Aprender a aprender
En un almuerzo, cuando menos lo esperaba, la editora antiqueña Lucía Donadío, quien dirige la firma Sílaba Editores, encontró a uno de los más exitosos autores de la bibliografía de su emprendimiento cultural. Wade Davis no dudó en ella, ella no dudó del extranjero. Así, lograron publicar juntos Los guardianes de la sabiduría ancestral, obra que precisa la importancia de los sabedores ancestrales en la construcción del mundo contemporáneo, bajo la traducción de Juan Fernando Merino y Juan Manuel Pombo.
“Alguien quería traducir ese libro, en el 2014 y me invitaron a un almuerzo. Sin dudarlo, yo dije sí, yo lo publico. Él no me conocía, conversamos cinco minutos y me dijo: ‘tus ojos me dicen que eres una buena persona, yo te voy a dar mi libro para que lo traduzcas y lo publiques’. Lo sacamos adelante y es un libro que siempre se vende, en ferias, en librerías, esta es su tercera edición. La primera fue de 1.500 ejemplares, luego dos reediciones de 1.000 y, además, logramos que todas las bibliotecas del país lo tengan, en otra edición de 1.500 ejemplares, buscando que los estudiantes lo tengan a la mano”, detalla Donadío, quien también es antropóloga.
Conversando sobre el libro, Davis propone la simpleza como línea de vida de las comunidades ancestrales, entre muchos otros detalles de los que da cuenta el diálogo. No la simpleza como algo pobre, sino, más bien, la riqueza que hay en ella.
La formación de un Mamo, ese heredero del conocimiento en la cultura de la Sierra Nevada, por ejemplo, es muy austera. Son apenas unas acciones positivas, respetuosas, bondadosas con la tierra y las especies que habitan en ella, incluido el hombre, explica Davis. En el camino para ser Mamo, las lecciones que deben comprender los candidatos no requieren un gran dominio intelectual, más bien le apuntan a buscar una luz oculta en el cuerpo, presente en el alma. Parece sencillo, aunque debe saberse que, más allá de lo científico, el vuelo de un pájaro tiene una simbología, unas connotaciones. Igual pasa a la hora de comprender lo que significa la montaña: ¿es un Dios o un conjunto de rocas?, es una de las preguntas a resolver en el camino de ser un conocedor de los ancestros.
Habla de estos temas con tal calma que parece hacer poesía, y no es así. Han sido décadas de exploración, que han hecho de él uno de los líderes de opinión más destacados a la hora de preguntarse por las culturas ancestrales.
“En la Sierra, un Mamo le dijo que La Paz no vale nada si es solamente una manera en que los varios lados del conflicto pueden unificarse para mantener una guerra con la naturaleza, tenemos que hacer paz con el mundo entero. Los Arahuacos no nos están diciendo que tenemos que convertirnos en Arahuacos, sino estar atentos a que su forma de pensar el paisaje es más saludable. Hemos quitado la creencia en la potencia del sol como algo divino por pensar en el pensamiento económico, y esas culturas tienen otra visión del planeta y nos enséñame que nuestra forma de hacer las cosas no es la única manera y que debemos cambiar la manera de entender el planeta”.
Cree que el país, y el mundo, necesitan cada vez más de la antropología: “La antropología es el antídoto a Donald Trump”. Por ello, invita a que cada persona comience por reconocer que todas las culturas tienen algo para decir, todas necesitan ser escuchadas y ninguna tiene un monopolio sobre la divinidad.
Por eso, siendo amigo de las juventudes se deja conquistar por las arrugas: “Con libros como este, quiero evitar que los ancianos se lleven consigo los conocimientos cuando mueran”. Así quiso plantearlo también en sus trabajos para National Geographic, en los que quiso que el mundo viera la diversidad de los contextos opuestos.
Habla del conocimiento de las olas que tienen en las Polinesias, donde sus navegantes conocen el mar como pocos, entendiendo en qué punto del mar se está, solo por cómo fue el camino hasta ahí. La Pita, comunidad de los ancestros polinesios, cruzaron todo el Pacifico, recordando durante un Viake de una semana el movimiento del viento, el sabor del mar, las velocidades, porque no había escritura.
“No tenemos el monopolio de la maravilla”, dice, porque los tibetanos le cuestionaron que su raza hubiese llegado a la luna, entendiendo así, con más claridad, lo que sienten ellos cuando algunos cuestionan su conocimiento ancestral.
Para cerrar, dice sentirse orgullo de ser oficialmente de un país en el que, acabado de salir de un conflicto de medio siglo, “se ha recibido de una manera increíble a los venezolanos”. Está trabajando con su socia en sacar adelante una película, que dé cuenta de lo mucho que desconoce la Colombia que no cree en sí misma.
Wade Davis es un colombiano que construye país al andar, al darle la mano al río, al abrazar a quienes resguardan la sabiduría de sus ancestros, pero, sobre todo, es un colombiano que se deja sorprender cuando una voz se acerca para contarle o preguntarle algo, porque, en vez de hablar desaforadamente, escucha con atención y dice lo preciso. Eso de que “la mejor palabra es la que no se dice”, que algún taxista repitió por estos días, desprevenidamente, toma cuerpo en él, un colombiano, un gran colombiano.