15 de septiembre de 2014. Por: Mauricio Hoyos.
En Agencia Prensa Rural.
“Nos estamos acabando”, me dijo un día, respecto a los buenos columnistas, los periodistas y creo que también los buenos escritores. No le gustaba ninguno de los que escribían en la prensa por esos días, más o menos los mismos de hoy día.
“Si no fuera por los medios, los pícaros de alto coturno quedarían del todo impunes”. Alberto Aguirre.
Alberto Aguirre Ceballos (Girardota 1926 – Medellín 2013) fue el más feroz columnista de la prensa colombiana. Así lo presentó la revista Cromos en el año 1999: “Levantará ampollas sin duda, clavará más de una daga, pero siempre desde el mejor de los flancos: el de su virulenta y sublevada inteligencia”. Palabras que valen para presentar también el libro El arte disentir (Sílaba Editores y el Fondo Editorial Universidad EAFIT, Medellín, julio de 2014). 30 años pasaron desde que se imprimió Cuadro (Medellín, 1984), su primero y único libro, esa joya punzante del periodismo colombiano.
No fue solamente un crítico literario o de cine. Creía necesaria otra crítica, exigía en el intelectual una misión más importante que andar despotricando contra algunos hombrecitos, culpables de haber escrito una mala novela o cometer un verso insignificante o trinar alguna tontería.
Después de leer sus columnas de El mundo, El colombiano y Cromos queda una certeza: otra función le corresponde al periodista: la crítica del poder.
Aguirre escribió contra el poder y contra sus áulicos (cortesanos), mensajeros y sacristanes. Y en esa tarea fue riguroso. Por eso algunos que brillan lánguidamente en la actual prensa colombiana lo recuerdan como “maestro”. Y otros, que brillaron en otro momento y hoy reposan en el olvido, lo llamaron “Doctor Espasa” o “Monseñor Aguirre”, porque su voz era erudita y altitonante.
El tono burlón de Mejía Vallejo en su texto “Monseñor Aguirre” (El Mundo, 16-06-1979), uno de los que escribió contra Aguirre, tiene un sabor receloso. Vallejo se sacó alguna espina personal publicando en El Mundo estupideces como que Aguirre era “la tía regañona del periodismo antioqueño”.
Pero de todos quienes se refirieron a Aguirre ninguno supera en gracia y amor a Gonzalo Arango (Cromos, 1966): “Alberto Aguirre es, geográficamente, un oasis adonde hemos arrimado una generación de escritores antioqueños a escamparnos del desierto (…) Nadie volvió a partir de ese oasis con sed, porque el corazón de este hombre, su amistad, su talento, hacen un poco de faro en la soledad espiritual de Medellín”.
Para mantenerse lejos se hizo una máscara de hostilidad y se convirtió en un raro espécimen de monje citadino. Vivió sin lujos, en soledad, entre libros, manteniendo su “feroz independencia”. Porque aquí muchos despavoridos albergan la certeza de que hay que hacerle guiños al sistema, complacerlo, acatar sus ridículas convenciones, o entrenarse para la soledad, el exilio y la muerte. Todavía me retumba aquella frase de Aguirre, como echando abajo el gallinero: “Si el precio de la disidencia es la muerte, no hay lugar a vida en sociedad” (El Mundo, 10-09-1986). A algunos orangutanes (que parecen hombres) hay que despejarles el país de inteligencia.
“¿Cómo está, Aguirre?”, lo saludo. Y me responde que bien, “en lo privado”, pero me señala el periódico, fastidiado, como queriendo decir que su pequeña comodidad no tiene importancia.
En su apartamento pude ver el cuadro de sus últimos meses de existencia. La sobriedad, la desnudez de sus paredes, iluminada apenas por los dibujos de Nietzsche y Roberto Bolaño. El puñado de libros que conserva, su edición del Libro de los viajes y de las presencias, de Fernando González, un ejemplar de las Obras Completas de León de Greiff (éste último su libro más bellamente editado). Algunas novelas de Faciolince. Sobre el escritorio, las obras completas de Miguel Hernández.
Una mañana me recitó pausadamente y casi en un susurro la “Elegía” de Hernández. Recordó el poema completo, tan bien cantado por Serrat. Tal fue su amor por la poesía, esa patria todavía posible.
Sin más contacto con el mundo que el de un lector de periódicos, de libros (porque sin libros, afirma, ya hubiera muerto) yo pensé que su aislamiento era el de los santos y los místicos. Pero viene a la memoria alguno de sus aforismos de exiliado, que publicó la Revista de la Universidad de Antioquia:
“Resulta fácil asumir el papel de místico o de iluminado: como resulta fácil asumir cualquier papel: lo difícil es no asumir ninguno: vivir sin máscara. Porque el precio sería, más que la soledad, el aislamiento”.
En sus últimos días en la tierra era un fantasma.
La más reciente aparición de su nombre fue con la publicación de las Cartas a Aguirre, en el 2006, con prólogo suyo donde vuelve a dar su visión desapasionada, pero amorosa, de Gonzalo Arango. Pero aborrece a quienes viven de exhumar el pasado.
No idealiza nunca el pasado, pero Aguirre no pertenece al pasado. por eso le gustó tanto esta estrofa de Carl Sandburg, que siempre tornó a sus columnas: “Hablo de nuevas ciudades y de gente nueva. Te digo que el pasado es un puñado de ceniza. Te digo que el ayer es un viento declinante, un sol caído al occidente. Te digo que en el mundo solo hay océanos de futuros, cielos de futuros”.