30 de agosto de 2016. Por: Álvaro Miranda.
En Boletín cultural y bibliográfico del Banco de la República.
No es difícil imaginar al escritor barranquillero Julio Olaciregui (1951) en Guinea o Senegal dedicado a bailar danzas africanas. Y así lo ha hecho. Varias veces ha tomado un avión para alejarse de París donde ha vivido durante los últimos 35 años de su vida, para acercarse más a esos sonidos de los tambores que durante la Colonia española salían de las manos de esclavos al momento de ser depositados en las playas del Caribe.
Lo mejor que le puede suceder a un escritor con vocación es ser desde temprano un vagabundo disciplinado. Olaciregui lo ha sido. Desde el momento que, como periodista, decidió abandonar las oficinas sofocantes de El Heraldo y El Espectador de su país para irse a estudiar literatura en la Sorbona; desde ese entonces sabía que ya no tenía retorno a su pasado sino a través de la memoria, de la lectura y de la escritura. Estaba condenado a ser un nómada con brújula.
Ese estilo de vida define también un estilo de literatura. Quien viaja lleva alas para su aventura, pero también un ancla a su espalda que le precisa la no total separación de su aldea, ese punto donde se debe buscar lo universal. De su trabajo, el escritor antioqueño Pablo Montoya ha dicho en su página de internet: En París, ciudad hermafrodita, ciudad de todos y de nadie, Julio Olaciregui, quien se define como periodista de día y poeta de noche, ha aprendido a saberse lejos de casa. Y esa lejanía, desde su primera novela Los domingos de Charito hasta su último libro de cuentos Días de tambor, es estar lejos, pero no cercenado, del coco, de la piña, del maíz, de la vulva nutricia y el falo prístino. Y hablo de sabores y de coyunturas seminales porque la escritura de Olaciregui, como pocas en la literatura colombiana, está estremecida, de principio a fin, por estas realidades sensitivas.
El título del libro tiene como referencia histórica lo que significaba para los esclavos negros traídos al Caribe, el día de tambor: era un día de no trabajo que concedían los amos para que “hicieran quilombo”. Esto lleva a que de inmediato, Sabrine, como personaje en “Cantos del macho cabrío”, exprese lo que significa tener tiempo para su propia vida y no para el patrón: “Puedo pensar, reflexionar, escribir, por eso me doy cuenta que la suerte y el tiempo son atributos divinos” [pág. 23].
Entendido este sentido de libertad, la escritura en Olaciregui se torna gozona, descomplicada, como si no hubiera desaparecido en él, ese lenguaje, esa mezcla verbal que va fijada a lo que dicen los vendedores de carretilla del mercado de su natal Arenosa y la excelencia acumulada de múltiples lecturas que saben diluir en el recuerdo para amalgamarlas como propias. En su escritura está la irreverencia expresiva, esa forma anticanon que parece venir de Andalucía con viajeros andariegos del Viejo Continente, así como la desfachatez de la cultura africana que aún se expresa por las calles de las ciudades puertos de este lado del mundo: “Y danos Mahoma el bollo de maíz tierno de cada día… así se reza aquí en Puerto Caimán, en las playas de Nueva Andalucía, donde me he casado con una deidad femenina, no te pongas celoso mi Jesús, mi chamán taumaturgo, Jechú, pero la sotana hendía mucho, papaíto…” [pág. 101].
No hay otra salida si se entiende que el mundo de ayer, sumado al mundo de hoy se ha vuelto un pañuelo de encuentros culturales. No se trata de hablar de París, Berlín, Santa Marta o Barranquilla, sino también cómo se funda y refunde en las realidades y mitos de cualquier lugar, lo común y lo diferente: Polvo de la gran Alemania, alaridos y sirenas de Berlín, el abuelo de una hermosa fotógrafa que admira mucho todo lo germano –las ruinas, amada y aún no nacida– ilusión de sus selvas de bambú tragándose las ruinas de las ciudades perdidas de los kogi, giran las estaciones boreales, cae la nieve en Dranzig, en Cracovia, en Moscú, se derrumba el hormiguero en Dresde, en Colonia, Kapput, pero el hado, tu fátum, ha decidido que emigres a las tierras de la langostas y el bollo de yuca, del mango biche con sal y el casabe, los plumajes de las guacamayas son joyas voladoras, los camarones saltan del arroz a tu boca. [pág. 138]
Más allá de lo que significó el encuentro de dos culturas en el viaje de Cristóbal Colón, lo que deja entrever Olaciregui es esa dinámica real del encuentro. Las comparaciones del allá y del aquí ejemplarizan a través de casi todos los cuentos, como para que quede claro que la valoración de situaciones existe y la literatura la puede mostrar sin tanto artilugio, sin artificios textuales: Para tener una idea de Cipacua vean los colores de las telas de Jero-nimus Bosco; yo veo hamacas arcoíris, calles de arena, techos cónicos de paja, la ciudad de las hermosas es azotada por el viento del mar, los tamarindos la sombrean, animan el baile de sus palmeras suplicantes, el aire parece de papel celofán, un regalo; la ambición parece suspendida. [págs. 118-119]
Un hablante en el cuento “Erotes”, un rico psiquiatra francés, “un cabecicuadrado” casado con una bella actriz y escultora aindiada peruana o colombiana, ha dicho: “Sexo, droga y mitologías de la guerra y paz es lo que domina entre ustedes, los artistas colombianos…” [pág. 97]. La verdad es que el retrato que hace Olaciregui de los intelectuales que viven en París, y que de vez en cuando retornan a su tierra natal, sí son eso. El narrador de “Las camisas de las culebras” así lo manifiesta y ese sentido pasa de un cuento a otro hasta volverse una demostración que le da la razón al cabecicuadrado.
Un libro de cuentos guarda por lo general reiteraciones que dan ritmo. Como se trata de obras elaboradas con la respiración de un momento, de un estado de creación que se puede prolongar a muchos años, esas inhalaciones y exhalaciones marcan un pensamiento de identidad narrativa. De ahí, de esa identidad en el respirar creativo, nacen libros íntegros, totalmente circulares.
Las mujeres en Días de tambor se esbozan dentro de dichas características de similitud, sin importar de qué cuento vengan. Todas ellas parecen conservar una identidad. Se trata del conocimiento, de su relación con la cultura, la literatura o el arte a pesar de que realizan cualquier oficio ajeno a lo anterior. En el cuento arriba mencionado se encuentra Mathilde, que trabajaba en el Louvre, pintaba y bailaba. Después se relaciona a Eva, quien además de usar panthys de flores, “cuando estamos en la mansarda me lee frases de sus libros preferidos, me habla de Spinoza, de George Cukor, de Barthes” [pág. 47]. Unas páginas más adelante, en “Las viudas de los poetas”, hace presencia narrativa la artista llamada Miss Morisqueta, que “se autorretrata de brazos cruzados lo que levanta sus teclas, como se podría traducir nichons que viene siendo senos, pezones, mamas… ella trata de definir lo que es ‘el tiempo’ como cualquier Heidegger” [pág. 50].
Los ejemplos de mujeres similares se multiplican en otras narraciones del Día del tambor, con Luisa, que trabaja en una panadería y escribe poemas, hasta llegar a suposiciones de irreverencia contra el canon con temas y escritoras intocables en acciones impensables para la tradición al “imaginar cómo hacía el amor Amira de la Rosa… y cómo era Emily Dickinson acostada en la pradera, dándose vela, cómo se contorsionaba desnuda, cuente cuente chismes metafísicos como si ya estuviese to’dormido, olvidado de la muerte” [pág. 85].
Miranda, Álvaro. (2016). Un nómada con brújula. Boletín Cultural Y Bibliográfico, 50(90), 181-182.