10 de noviembre de 2020. Por: Lina María Pérez.
En El Tiempo.
Se trata de Adiós al mar del desierto. Una narración sobre la inmigración, la tarantela y la cumbia.
Cinco generaciones de nombres sonoros y los contrastes de ciudades y climas, de la luz del trópico y la de Italia, y las discrepancias de lenguas y acentos construyen la historia del desarraigo de Bruno Cattaneo. A sus diez y seis años, Morano, su pueblo calabrés ya no cabe en sus anhelos, y se apropia del sueño heredado de “hacer la América” con un baúl de madera que atesora su entusiasmo, retratos, sabores y aromas y espacio suficiente para nostalgias, dolores y miedos.
Y hay un primer cuaderno que Nicola, su padre, le ha regalado para registrar el diario de viaje. Sí, los Cattaneo son el centro de la historia, de este viaje al interior de la familia. Pero también la escritura. El acto de escribir protagoniza el motor del rescate de la memoria. Y vendrán más cuadernos, y uno tras otro van formando las piezas del mosaico de relatos de memorias y azares. La maestría de la autora está en el fino tejido de voces que contrastan testimonios y confesiones de los personajes cuya complejidad interior vamos armando. Los diferentes puntos de vista sobre un mismo evento permiten adentrarnos en los brillos y oscuridades de los destinos hasta que componemos el cuadro que transcurre durante poco más de cien años, en el que “una página tras otra son las fisuras de nuestras vidas.”
Las grietas de la estirpe recaen sobre las relaciones familiares. Las correspondencias y paradojas de personalidades suceden entre aquellos que son los uraños y los más entusiastas, los católicos y los ateos, los enfermos y los saludables. Maneras de ser que van marcando certezas e incertidumbres ante destinos que se repiten: “el diablo se apoderó de su madre y ahora de ella y mañana de sus hijos.”
Los vínculos matrimoniales de la familia pesan en el destino de las mujeres que “se casaban para entregar su alma a los otros” y nunca pertenecerse a ellas mismas sino al despotismo de maridos educados para mandar. Y en el caso de Isabela, esposa de Bruno, se muestra el contraste entre su frágil felicidad y el agobio de la crianza de diez hijos en medio de sus tormentos por un marido obsesionado con una Italia ilusoria y sus regresos para rescatar olores y memorias.
Para Bruno, su aventura de ir a América a los diez y seis años inicia un duro aprendizaje del significado del destierro, de la añoranza y desasosiego, de silencios y ausencias desgarradoras. “Los emigrantes somos parte de ese continente de seres raros, huérfanos y extraviados… Vivíamos en Colombia, pero la sombra de Italia era la península donde estaban construidas nuestras vidas… Esa masa de desposeídos que dice adiós desde el tren que los lleva al puerto o desde la cubierta del barco es una isla de fantasmas. Fantasmas que a veces regresan. Seres errantes que aman sus pueblos y recuerdan las calles, los muros de sus antiguas casas, la mesa de un comedor que quedó congelada en el recuerdo. La vida entera paralizada en las vísperas de la partida, cuando la casa y la familia atesoran una luz que resplandece, y borra las noches de dolor.”
El retrato de una mujer hermosa y enigmática con sus ojos tristes irrumpe en el relato. Es uno de esos fantasmas que ha regresado desde 1857 para develar un secreto. Julia, la tataranieta amanuense, hereda la pasión por la escritura de su abuelo Nicola Cattaneo. Ella completa con su intuición e inventiva los vacíos de la historia de ese misterio que la familia ha cargado con tanto desamparo. Es Julia la que se encarga de deshilvanar el tejido de vidas convencida de que “ni el mar ni las montañas ni el tiempo han podido encubrir el pasado.” Voces plurales individualizadas por el carácter y la vivencia de cada uno de los personajes conducen el relato. Se contraponen y se complementan. El entramado de conciencias narrativas nos propone la pregunta de si la escritura de esos cuadernos ha supuesto para Julia una vía de expiación de algún pecado, o la brújula en busca de sus orígenes o la razón para cerrar la grieta de dos países que fluye en su sangre ancestral. Julia lo sabe. La carga emocional ante la disyuntiva entre la tarantella y la cumbia ha pesado demasiado. Escribe para “aprender a convivir con el amor y el dolor de las dos patrias que anidan” en el corazón.
Al borde de los cien años, Bruno Cattaneo regresa por última vez a Morano con la huella de América tatuada en el alma. Confiesa que “este viaje es un largo viaje de perdón… Regreso para ver lo que dejé hace años cuando la vida era apenas un pálpito sobre mi piel.” Han valido la pena el baúl de madera que va y viene, las soledades y desasosiegos y las páginas escritas por su hija Julia para descubrir en ellas “otras historias, otras voces que me cuentan el revés de los días.” Eso, precisamente: la invención de lo inasible, el trazo del poder de lo misterioso y la búsqueda de los fantasmas familiares, es lo que construye la literatura de Julia.