28 de noviembre 2019. Por: Camilo Alzate.
En La Cebra que habla.
Fin de semana negro se inscribe en una tendencia reciente que busca afrontar la violencia colombiana con nuevas miradas y que embisten los hechos sangrientos con visceralidad, y a veces incluso con regocijo.
El relato parece familiar desde el comienzo: un pueblito pequeño y aislado entre las montañas acaba sitiado por una fuerza oscura (y a veces invisible) que desata un torbellino de violencia y confusión.
La trama podría ser la misma de El día señalado, del antioqueño Manuel Mejía Vallejo, o podría ser la de La mala hora, del archifamoso Gabriel García Márquez, o también la de Nieve, esa historia alucinante con la que el premio Nobel turco Orhan Pamuk penetró en los entresijos abisales de la política en su país.
El pueblito es Sonsón, las montañas son las breñas católicas y perfumadas de Antioquia y el autor es Juan Camilo Gallego Castro, un joven periodista que ya había publicado antes dos libros recogiendo la memoria del conflicto armado en el Oriente Antioqueño, una de las regiones del país que más sufrió los estragos de la confrontación en la década de los noventa.
Juan Camilo Gallego viaja a Sonsón para entrevistar a los familiares de las diez víctimas del “fin de semana” negro, como se nombró a la andanada de asesinatos selectivos que un comando paramilitar cometió entre el 24 y 27 de agosto de 1996 contra varios vecinos a los que acusaban de auxiliadores de las guerrillas.
Las víctimas eran gente normal: una cantinera, un acaudalado negociante, un gamín buscapleitos, campesinos, tenderos.
Gallego tropieza con hechos y personajes emparentados por el hecho fatal de la violencia y esa confusión de testimonios y datos se convierte en un torbellino que lo deja en pie con una única certeza: si quiere conservar la potencia de esta historia no podrá hablar él, tendrá que permitir que hablen los sobrevivientes. De ese modo, el libro se convierte en un torrente de voces que entran y salen, que se cruzan y entrecruzan, encajando las piezas del rompecabezas que es una masacre. Así, el libro se torna múltiple, coral, divergente, pleno de incertidumbre.
Un libro que somete al lector, que lo conduce a la confusión de la guerra.
La crítica, tan predecible, no evitó las comparaciones fáciles. Comparan a Gallego con la premio Nobel de literatura Svletana Alexiévich, quien suele emplear una técnica narrativa similar basada en testimonios encadenados. Por cierto, la misma técnica que ya consagraba con maestría a Germán Castro Caycedo en nuestro país durante los años ochenta.
Lo fácil es notar que Gallego acude al relato coral, pero hay cosas menos obvias y quizá más determinantes. Fin de semana negro se inscribe en una tendencia reciente que busca afrontar la violencia colombiana con nuevas miradas, en la que también se inscriben obras como Los ejércitos, de Evelio José Rosero o todas las novelas de la Pentalogía infame de Daniel Ferreira; narraciones que no evitan las descripciones macabras y que embisten los hechos sangrientos con visceralidad, y a veces incluso con regocijo, conservando al mismo tiempo ese mandamiento que alguna vez esbozó García Márquez:
“Probablemente, el mayor desacierto que cometieron, quienes trataron de contar la violencia, fue el de haber agarrado —por inexperiencia o por voracidad— el rábano por las hojas. Apabullados por el material de que disponían, se los tragó la tierra en la descripción de la masacre, sin permitirse una pausa que les habría servido para preguntarse si lo más importante, humana y por tanto literariamente, eran los muertos o los vivos”.
¿Cómo contar una masacre?
Sin duda, evocando el sufrimiento y el miedo y la desesperanza de los vivos, claro, pero también persiguiendo la precisión del disparo y el instante exacto de la ejecución y la imagen desfigurada y sangrienta que queda de un cuerpo inerte en la mitad de la calle, porque los muertos son tan importantes como los vivos.
Los muertos, y eso lo entendió muy bien Juan Camilo Gallego, definen la existencia de los que quedan: les truncan el camino, les tuercen la existencia. Por eso su libro se convierte además un conmovedor relato de las consecuencias postreras de una masacre. El signo candente de las balas quema una y otra generación mucho después de los hechos.
García Márquez, tan brillante y memorioso como dicen que fue, se olvidó de aquella sentencia de su maestro William Faulkner que parece calcada para el poderoso libro de testimonios que es Fin de semana negro:
“¿Cómo puede asombrarnos que este mundo esté habitado principalmente por los muertos?”.