2012. Por: Efrén Giraldo.
En Revista Universidad de Antioquia.
Este año, el escritor Ricardo Cano Gaviria publicó, con Sílaba Editores, la novela La puerta del infierno, un acontecimiento notable para los sellos editoriales independientes de Medellín y para los lectores entusiastas de la obra de este escritor en su ciudad natal, donde nunca se había hecho una edición de sus libros. De igual modo, es una oportunidad inmejorable para reflexionar sobre la memoria como uno de los dispositivos que garantizan la propia perduración del trabajo literario y uno de los motivos privilegiados de la ficción.
Como se sabe, Cano Gaviria ha estado alejado de Colombia por varias décadas, hecho que ha contribuido a definir de manera problemática su figura autoral, construida a lo largo del tiempo sobre un presupuesto casi pueblerino, elevado a clave interpretativa: que, a causa de las inclinaciones “foráneas”, es una especie de figura extraterritorial, difícilmente ubicable en la tradición literaria colombiana y en su estructura de reconocimiento. Por años, el periodismo, la crítica y la academia han presentado a Cano Gaviria como un creador “en el exilio” que, dada su “distinción”, difícilmente ha podido encontrar lugar en las corrientes al uso o hallar espacio en el sistema promocional de la nueva literatura colombiana.
El destierro geográfico, según esta tesis, bastante extendida, sería la consecuencia de un retiro casi ascético, un rechazo de los imperativos veleidosos de la contemporaneidad y supondría una indiferencia casi suicida hacia los avatares del reconocimiento. Vale la pena aclarar, sin embargo, que esta “deslocalización”, que ha impedido una recepción más inmediata de los textos del escritor, viene no sólo del aparato institucional y mediático, muchas veces puesto al servicio de la promoción de discutibles glorias literarias de última hora, como las que sacuden a la pecera literaria con sus triunfos en los concursos de las grandes casas editoriales. Realmente, debe advertirse que el capital reputacional puede construirse a partir de rechazos y negaciones y que no es la primera vez que el valor estético intenta ponerse en el lado opuesto del valor económico, de modo que el desdén de (y hacia) Cano Gaviria parece también servir para “hacer de la necesidad virtud”, una consigna que se usa, más como bandera poética ondeada ante una tradición débil, que como una posición incuestionable, que no transa con “la actualidad”.
De hecho, el sitio web de Ediciones Igitur, propiedad del mismo escritor y de su esposa y poeta Rosa Lentini, muestra a los cibernautas una fotografía de Cano Gaviria con una inscripción tremebunda (“SE BUSCA por distinguido, por desamor a la patria”), rubricada por un tal “Tribunal Pierre Bourdieu de Colombia”. La firma, más allá del ánimo paródico, lleva el tema de la recepción y el reconocimiento hacia los complejos mecanismos de solidaridad, conflicto, amor y odio que rigen las relaciones entre escritores, así como a ese campo de relaciones e intereses que tan exhaustivamente explicó el sociólogo francés a quien el pastiche policial de la página web convierte en comisario estético.
Más allá de que estos procesos puedan interponerse en la recepción de una obra y enrarecer la valoración de un trabajo estético singular y pacientemente construido, como el de Cano Gaviria, hay una obviedad en todo reclamo de extranjería o pertenencia. Las discusiones acerca de si un escritor aleja a los lectores con abundantes citas en otras lenguas, si sus temas de otra época dicen poco hoy en día o si el experimentalismo técnico y la prosa laboriosa fatigan al público nos llevan de regreso a la pregunta por el tipo de relación que queremos tener con la literatura. Curiosamente, la última novela de Cano parece solucionar la cuestión, haciendo el relato de los años de formación del escritor, antes de los difíciles avatares de la intermediación y circulación de su trabajo, y ofrece un relato sobre la vocación intelectual y las formas en que se definió la cultura latinoamericana en el exilio. Nada más oportuno, en una época donde los intelectuales han desaparecido y son ahora reemplazados por opinadores y obreros del cotilleo, que una novela como ésta venga a retratar sin concesiones los años de formación de una generación que, a fuerza de ser mediatizada, hoy es vista como el último capítulo de la concepción heroica de la vida.
Lo interesante, en el caso de La puerta del infierno, es que el autor de relatos, críticas y biografías sobre escritores (“figuras autorales fuertes” como Walter Benjamin, Gustave Flaubert o José Asunción Silva) ofrezca ahora una novela donde el siglo XX y la sociedad del capitalismo avanzado se manifiestan a través de su lente más transparente: la recreación de una vida que es, con ligeras “traducciones”, la del escritor.
Se trata de una novela donde también se hace ficción con la historia intelectual, pero esta vez se trata de la generación de jóvenes artistas y escritores latinoamericanos que ayer, como hoy, partieron en busca de las luces de París y miran esa época con equívoca nostalgia. El psicoanálisis, el marxismo, el existencialismo, la vanguardia, la nueva izquierda y los movimientos universitarios pueblan un relato donde las dos aguas advertidas en relatos anteriores (lo local y lo universal) crean el cauce por donde fluyen los datos de la alta cultura, esta vez matizada con la vivencia de una generación que aún vive su adolescencia, a fuerza de mantener el status quo del conflicto y de su propio “afuera constitutivo”. Una cultura europea de referencia que entra en fricción con el origen provinciano de su protagonista y que muestra cómo la raíz del problema estético de la literatura colombiana se halla en esa confrontación que suponen los valores cosmopolitas, una vez se enfrentan con el utillaje provincial que, querámoslo o no, carga como lastre el subalterno. Del rastacuero al estudiante mochilero que midió distancias con pasos de hambre y vagabundeo, y que ni siquiera alcanzó a llegar a tiempo al mayo francés, la narración, con su galería de perfiles, no restituye esperanzas ni se lamenta de la ingenuidad ya convertida en escepticismo, sino que se asombra ante la simple capacidad de recordar.
Los territorios siempre inestables de la autoficción se convierten, de este modo, en el lugar desde el que nos sentimos tentados a leer una obra que, sobre todo, trata de la inteligentsia y de la creación y que, si los canales de lectura en Colombia fueran expeditos, debería volverse una de las más importantes indagaciones recientes sobre la memoria intelectual colombiana.
Pese a que los complementos editoriales de la novela no la anuncien como obra “autobiográfica” o algo parecido, en varias entrevistas el mismo autor ha señalado que, con La puerta del infierno, hay un cambio temático sustancial en su trabajo, dado el deseo de hacer narración a partir de los acontecimientos vividos en su juventud.
Y es quizás esta condición de “verdad exterior” la que, para muchos, debería dirigir la interpretación de La puerta del infierno, cuya aparición en Medellín puede verse como una oportunidad para contemplar desde la provincia, y con “la excusa de la ficción”, el retrato de una generación que se fue a buscar otros puntos de referencia. Sin embargo, es evidente que, más allá de la dependencia de la obra con los acontecimientos verídicos divulgados por el anecdotario periodístico (hasta los escritores “poco reconocidos” lo poseen), la novela tiene una autonomía narrativa mantenida sin declinaciones, visible para los lectores de anteriores obras de Cano Gaviria, ocupadas de épocas y sensibilidades distantes de la contemporánea. Este compromiso con la literatura, aun en la construcción autoficcional, muestra que la incursión en la “escritura de la propia vida” no saca de sus cauces a un proyecto narrativo fundado sólo sobre elecciones estéticas: la escritura, la belleza, el símbolo y el arte aparecen otra vez como motivos, pero ahora hay un contexto que, si se quiere, es más inmediato y crea una ficción del pasado reciente, pese a que el efecto literario vuelva a los años sesenta del siglo XX, una época que literariamente puede ser tan remota como las que recrean otras ficciones “históricas” de Cano Gaviria. Si se quiere, estamos ante un nuevo giro para una ficción siempre apoyada en otra narración (la de la historia artística e intelectual), tenga ésta por protagonista a un agónico Walter Benjamin, a un decadente José Aunción Silva o a un Rolando Dupuy que mira las energías ya agotadas del estudiantado legendario desde el propio crepúsculo de su vida.
Y es que, pese a la bohemia juvenil y al activismo universitario, hay en la obra una especie de hálito pasatista con el que Cano Gaviria cuestiona los mecanismos que determinan la vigencia de las cosas y se define la actualidad. Esa sensación incómoda que llevó también al aforista Nicolás Gómez Dávila, desde otra orilla, a decir que “viajar por Europa” era “visitar una casa para que los criados” nos mostraran “salas vacías donde hubo fiestas maravillosas”.
Ahora bien, una buena manera de liberarse del lastre que supone lo autobiográfico es tener en cuenta la manera en que el texto nos presenta la memoria como ese entramado siempre complejo, en el que no es tan fácil distinguir lo verídico de lo falso, identificar las voces que nos hablan o advertir cuándo la verosimilitud se convierte en garantía para que una obra comparta código con el lector y, a la vez, falsee la realidad. Proponemos leer La puerta del infierno a partir de una clave que, aunque visible en otras obras del autor, se consuma ahora de manera singular: a través de unas ficciones de archivo que acompañan, con sus perdurables y contundentes imágenes, las historias de exilio y pérdida del lugar, de descentramiento cultural y artístico, tal como se habían manifestado antes en obras cuyo esteticismo ha sido esencial para un trabajo literario “de extranjería”. En buena medida, la pertenencia, entendida en palabras de Julio Premat como “apropiación imaginaria de lo existente”, se remedia apenas entendemos que la patria del escritor es el lenguaje mismo y que aun los hechos más próximos aparecen con la inevitable distancia que les otorga la recreación literaria, vista como una práctica de coleccionismo.
A los lectores de Ricardo Cano Gaviria les sorprenderá, además de la ambientación en el siglo XX, la estrategia narrativa adoptada: un diálogo entre dos inmigrantes colombianos que evocan sus días de juventud a finales de la década del sesenta. Un intercambio que, de tanto en tanto, va dando lugar a las historias de su protagonista, Rolando Dupuy, algunas veces en compañía de su interlocutor reaparecido tras veinte años, Héctor Ugliano, a veces en compañía de jóvenes escritores y universitarios que arman, con sus peripecias, la épica de una vida universitaria que se creyó heroica.
Por supuesto, estas formas intersubjetivas de construcción habían aparecido ya en epístolas y diarios, que Cano Gaviria usó en obras como En busca del Moloch y Una lección de abismo. Pero, ahora, es el diálogo, con no pocos deslizamientos hacia el habla coloquial colombiana, el que funda la construcción de las representaciones del pasado y permite a Rolando Dupuy reconocerse y obtener un lugar en la historia y la cultura. El encuentro de viejos compañeros no sólo ayuda a reconocer cuánto han cambiado físicamente, o quiénes han desaparecido entre los allegados comunes, sino también a entender cuan inestable es el recuerdo y cuan extraños son sus mecanismos de fijación. El hilo temporal se sostiene en el diálogo de origen, pero, a cada instante, la memoria divaga y desentierra olvidadas gemas que brillan en la penumbra de los tiempos presentes (un momento, también perdido, a finales de la década del ochenta). El resultado es que, como en un juego de cajas chinas, unas narraciones contienen a otras narraciones y que los puntos temporales de enfoque se vuelven tan inestables como los enfocados. La novela, con su dinamismo, nos recuerda que toda narración es, por definición, “senil”, entendiendo que esta perspectiva radica más en la adopción de un punto de vista construido por la ficción y no necesariamente por la edad del escritor.
El archivo, como un principio de ordenamiento del pasado y de administración física de los dispositivos de la memoria, se manifiesta varias veces en La puerta del infierno. Si bien la narración y el diálogo funcionan como los archivos más poderosos, varios eventos muestran cómo, siguiendo a Derrida, vivimos un extraño “furor de archivo”, una manía de coleccionar hechos e imágenes que define, no sólo la condición posmoderna, sino también el destino de la cultura europea en el cambio de siglo, abrumada por el peso de las representaciones pasadas. No son gratuitas, por lo mismo, las repetidas alusiones de la novela al discurso psicoanalítico, las cuales aparecen, no tanto para significar una época en que la invención freudiana era una especie de lingua franca universitaria o un artículo de fácil ostentación para los esnobs, sino también para señalar la vigencia del paradigma archivístico en relación con una narración que excava y funciona como agente arqueológico de desaparecidas genealogías o, como diría Emily Dickinson, de “bien organizadas decadencias”.
No en vano, la más perdurable imagen de archivo que aparece en la novela se halla en la magistral recreación que hace Cano Gaviria de la infancia de Rolando Dupuy, quien colecciona insectos, los alimenta y los guarda en cajas de cartón a escondidas de sus padres. El archivo, que en esta inocente actividad entomológica adquiere una dimensión privada, se vuelve alegoría cuando cucarachas y hormigas reciben del niño nombres de militares alemanes de la Segunda Guerra Mundial. El insecto aparece aquí, a través de ese extraño acto de coleccionismo, como la transición entre una infancia solitaria y la comedia de la historia que enseñan los periódicos, de los cuales se extraen para los insectos los nombres de Göring o Kaltenbrunercon. Si el niño ve en el exterminio que los padres hacen de sus bichos un nuevo juicio de Núremberg es porque la memoria colectiva y sus traumas pueden replicarse en una infancia solitaria que busca ordenar el mundo a través de lo infinitamente pequeño e ínfimamente vivo, en compartimientos que permanecen por años sin abrirse, antes de que las cucarachas (ahora metafóricas) que alguien cree presentir en la cabeza del Rolando adulto faciliten la evocación.
Un énfasis adicional en esta dimensión material del archivo aparece también cuando Dupuy evoca los levantamientos estudiantiles del sesenta y ocho y nos cuenta cómo Etienne, uno de sus amigos, precisamente el hermano de Magalí, la amiga adolescente, sale a registrar con una grabadora las voces de los revolucionarios. Después de llegar tarde a esa gran fiesta de la libertad que supuso el levantamiento contra el gobierno de De Gaulle, a Dupuy sólo le queda un sucedáneo: un enorme archivo sonoro en el que las grabaciones dan cuenta de los levantamientos. El inmigrante ha llegado tarde a su cita con la historia, pero le quedan el archivo y, sobre todo, la capacidad de narrar. En este punto, la oralidad se vuelve remedio contra la carencia de escritura (como en Estanislao Zuleta, encarnado en la novela por el gran Zubiela). Si antes la taxonomía viviente alimentada por el niño se invoca como metáfora de un juego infantil que aun en su falta de normas organiza la realidad y la experiencia, en el joven que archiva consignas callejeras y sonidos de la liberación recogidos por otros (incluidos los sexuales), hay ya un reconocimiento de lo efímeras que son las experiencias en esa época de transición por excelencia. La actualidad es siempre relativa, pues incluso en el momento de vivir estamos fabricando pasado para que otros lo coleccionen. Lo que se podría pensar es que esas tareas de archivo son metáforas de la propia literatura y del propio reconocimiento literario. El archivo sustenta la novela y, a su vez, determina su inscripción histórica.
Similar papel cumplen otras formas de registro, como las fotografías o las anotaciones escritas, que hacen catalogación del mundo de manera similar a los casetes y las cajas de cartón. Las fotografías, que parecen auxiliares de la memoria, congelamientos de momentos históricos que no se pudieron vivir, se vuelven prótesis, simulacros que no responden cuando les hablamos, pero que arman configuraciones por asociación, proximidad o, simplemente, por el impulso de atesorar pasado. Mientras que las notas, consignadas por Dupuy en sus libretas, (pies de página subalternos, anotaciones marginales de quien se acerca a la cultura desde fuera), parecen postular también una relación problemática entre la vida y la escritura. En alguna parte, uno de los personajes reprende al protagonista: “tomas notas para todo, tomas notas para vivir, y luego te quejas de que la vida se va sola, sin tomar nota de ti.”
La novela de Cano Gaviria, además de erigirse en una de las más agudas reflexiones de la literatura colombiana sobre una época decisiva, postula que la literatura es el archivo por excelencia, el instrumento más apropiado para lidiar con las desventuras del recuerdo. Allí, está la clave para entender también cómo la memoria, con su predisposición para el olvido, es el agente que determina las complejas bases del canon. Sin duda, archivamos para olvidar, y no hay razón para creer que la tradición literaria se construya de otra manera. En tiempos en que, según José Luis Brea, nos acercamos a un concepto de memoria entendida como capacidad de recuperación y distribución y no como almacenamiento, La puerta del infierno señala que las narraciones que pretendan perduración deberán asumir el principio del archivo, aun para su propia recepción. Y muestra cómo son esos procesos los que deben guiar la crítica de las obras “olvidadas” o condenadas a segunda fila por las industrias del entretenimiento que ahora rigen la circulación de la literatura latinoamericana.