7 de septiembre, 2010 . Por: Óscar Hernández M. .
En El Colombiano.
No escribo la palabra extraordinario para salir rápidamente de una calificación a un libro sensacional que hace poco recibí y que he leído con alegría en los ojos y en el alma, cosa que pocas veces sucede no solamente a mí sino a los lectores en general. Este libro, Buenos Aires portón de Medellín, me puso a paz y salvo con nuestros escritores, pero con los escritores que lo son desde adentro y no desde todas las raras y a veces desabridas o presuntuosas obras que nos envían de muchas partes del mundo.
Orlando Ramírez Casas ha logrado en su libro, en sus más de cuatrocientas páginas, una obra maestra de la narrativa, la investigación, la cuasi novela, la evocación, la precisión y todo lo bueno que pueda tener un trabajo como el de Orlando. Este Buenos Aires es un pedazo de mundo en cualquier parte, con sus barrios, sus calles, sus alegrías, sus amarguras y todo aquello que entraña el diario vivir de un montón de gente que ha pasado por su lente segura y justa. Es corto el espacio para hablar de libro tan valioso. Sólo te quiero contar, Orlando Ramírez, que yo también soy de Buenos Aires, de Villa con Maturín y que quien me recibió en el primer vuelo a este mundo en la casa de la madre Laura fue la muy famosa Merenciana Velásquez, muy mentada en tu incomparable obra. No olvido a Lucía Donadío con su editora Sílaba que hizo un espléndido trabajo.
Y tampoco olvido, Orlando, que olvidaste a Masita, Carlos Álvarez, el mejor arquero del mundo que si no fue de Buenos Aires, y tal vez lo fue, jugó toda su vida en la cancha de Miraflores. Abrazos para Orlando y para Lucía Donadío.
PAUSA . La información es la “menuda” de la historia.
PONCHERAZO . Lástima que muchos, pero muchos de ustedes, se hayan perdido el “poncherazo” en Guayaquil, al lado de los edificios reconstruidos frente a lo que fuera la plaza de mercado donde mi madre iba con una canasta gigante y un hijo pequeñito como lo era yo por aquellas calendas inolvidables. El poncherazo era la fotografía instantánea que tomaba un ciudadano todo serio él, convencido de su magia fotográfica. Se llamaba el poncherazo porque al lado del trípode había una ponchera con agua donde se revelaba la foto que en cuestión de minutos era entregada al cliente.
El hombre cuadraba bien a su víctima y él se iba lentamente detrás de su cámara y metía la mano en una larga manga negra. Allá, a oscuras, como un mago de verdad, hacía su maniobra y luego daba la orden de que ya el paciente se podía mover. Sacaba la placa y comenzaba su trabajo de química. Hacía los lavatorios y en muy poco tiempo nos entregaba el fruto de su trabajo y de nuestro asombro. Luego preguntaba si queríamos color y entonces pintaba un corazón, un dardo o lo que fuera para impresionar a la dama que iría a recibir el producto del poncherazo.
Si hoy encontráramos uno de aquellos fotógrafos y le tomáramos una foto con el celular, seguramente se desmaya muerto de terror y lo tendremos que sacar “instantáneamente” de su ponchera. ¿Por qué no?