21 de marzo de 2022 I Por: Carlos Andrés
¿Cómo hablar de un libro de poemas, si Rilke nos ha dicho que toda obra de arte es un misterio, algo que vive más que nosotros y en un más allá de las palabras? ¿Qué fuerza debemos para librarnos de la órbita de lo poético? Tal vez debemos dejar obrar al tiempo. En tal caso, nunca sabremos si es del libro o del recuerdo del libro del que hablamos.
¿Pero, y quizás igual de importante, cómo hablar de este libro, sin hablar al mismo tiempo del poeta con el que me une una ya larga amistad?
El amigo, me conmueve. Sus caminatas solitarias en el bosque. Su ingenio. Su amor desbordante por la familia. Aquello que lo une a los perros. Las historias personales que me ha ido contando durante más de trece o catorce años.
Pero el poeta es otro. Un lector curioso (no hay libro que no lea), generoso (es incapaz de callar sobre un libro que lo entusiasme) y exigente. Es un lector que muchas veces descifra el mecanismo de un libro en pocas frases. Un lector que no teme a los autores desconocidos.
Pero es también un escritor arrojado. Y es por eso que nos resulta hoy importante. Que va en pos de una búsqueda. Cuál sea esa búsqueda apenas lo intuimos, lo vislumbramos por sus libros. El poeta es el que escribe. Luis Arturo es el que vive. Es un escritor que guarda para consigo una exigencia. La de no ceder. La de mantener ciertas tentaciones (la fama, el afán de triunfo) a raya. La de disputar a la realidad las palabras. La de no apartar la mirada.
Es un testigo implicado. Permítanme que me explique: Testigo es el que ve y puede contarnos. Pero Luis también padece lo visto o lo leído. No es un lector profesional, distante, indiferente, sino conmovido.
Sólo el que habla de memoria, tiene palabras para nombrar el horror. Quien lo vive, quien lo experimenta, busca las palabras, grita al lado de los que ha sufrido. No en su lugar. Sino al lado. Nos dice: miren conmigo, no dejen de mirar a los que padecen. No a mí, sino al otro. Las palabras disputadas a la realidad tienen que ser duras.
Y, aunque, según sabemos, todo lo que abre nuevos caminos o desbroza lo no conocido, debe resultar tosco. Luis escapa a esta determinación. Es un estilista, en el mejor sentido: cuida su expresión. El suyo no es un grito inarticulado. Muchas veces ese grito pertenece es a quien vive el dolor de primera mano, a quien ha sido sorprendido por la historia o la calamidad. No al poeta.
La relación de la poesía de Luis Arturo con el lector es silenciosa y material. La sentimos en el cuerpo: conmueve, incómoda, punza, duele, asquea, hace temblar. Quisiéramos cerrar los ojos. Rechazar la violencia que hay allí. Pero no se puede. Nos lo impone. Nos implica con él.
Si me preguntan, yo diría que la poesía de Luis es una especie de realismo. Antes de que acudan los críticos con sus categorías, tendría que agregar: poético. Un realismo poético que trata de fracturar el lenguaje para que emerja la realidad que tiene al frente. Una realidad que deja al lenguaje pasmado, indefenso. Muchas veces sin saber qué decir. Pienso en Cioran cuando decía que un signo de exclamación era cuánto podía expresarse acerca del mundo. La poesía de Luis no es periodismo o reportería. Va más allá. Nos muestra una realidad desasosegante: la de los muertos, la de las torturas externas o psíquicas. Desde luego, no son sus únicos temas. La suya es una pregunta por horror, por el dolor, por lo incomprensible que hay en los hombres.
Un poeta no puede únicamente definirse por sus temas (el amor, el dolor, la luz, etc.). Sino por lo que hace con ellos. Porque, en Colombia, hay toda generación hablando de la guerra. Está marcada por ella. Y en esa generación caben todos: los propagandistas, los oportunistas, los entusiastas, lo que tratan de contar una historia personal y los que tratan de escribir honestamente, vigilando que su escritura no pase por encima de los que sufren, no los convierta en escalón para la fama.
En este libro, Arturo habla de golpear, de clavar, de romper, de sangrar, de morder, que quemar. Sus palabras, los elementos con los que trabaja, parecen ser los de un escultor. La poesía de Luis Arturo es plástica, en el sentido en que necesita tocar la materia, ensuciarse, compenetrarse con ella: con la tierra, la madera, los cuerpos en descomposición, los huesos, los fluidos, la sangre. Todo es palpable. Y a lo que apela, en primer lugar, su escritura, es a nuestro cuerpo, como vehículo de experiencia. Sólo el cuerpo puede imaginar, sentir, temer, la destrucción de su propio cuerpo en el otro.
De tal modo, y sin tener en cuenta la dimensión religiosa o metafísica de cada artista, que Luis Arturo está más cerca de Antoni Tàpies y Hermann Nitsch, que del simple comentarista de la guerra o del crítico cultural. Esto es, más cercano al tacto que al discurso.
En ese sentido es que debemos pensar también el título del libro. Describe la acción desesperada que realiza el poeta al escribir. Sentimos el frenesí de su rabia, de su impotencia. Las palabras, como las piedras, no lo alimentan y quizás acabaran con sus dientes. No es un perro, pero se ha puesto los dientes del alguno. Los instrumentos para mascar, para triturar. Lo primero que hace es sangrar con ellos. Lo segundo, morder otra carne para morderse a sí mismo.
Este libro, la expresión del poeta, es eso: un gesto de una impulsividad inútil. Pero nunca resignada. Sólo los animales acorralados muerden piedras. Y seguirán haciéndolo.
La de Arturo es una poesía que debe sentirse, antes de comprenderse. Nada nos dice que podamos entenderla al final. Pide pasar por la violencia de la lectura, así esa primera lectura nos rechace. Ese es el riesgo. Pide el asco, la compasión, la congoja, la rabia, la distancia, cualquier cosa menos la indiferencia.
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