04 de diciembre de 2011. Por: Luis Germán Sierra
En Generación
En un relato de apenas un poco más de ochenta páginas, Esther Fleisacher (Palmira, 1959) presenta al lector, en La risa del sol (Sílaba, 2011), una completa historia de una familia judía que vive entre Palmira, Medellín e Israel, y en la cual, con paciencia de relojero, hilvana los afectos, odios, amores (vanos unos, verdaderos otros), intereses, en fin, los enrevesados conflictos y las pasiones de esa familia, casi como son todas las familias, pero con el acento de las señales particulares de esta, la de Tania, narradora que se roba de inmediato la atención y el entusiasmo del lector. Su voz se oye desde que es todavía una niña que todo lo observa entre atónita, rebelde y divertida, hasta que, hecha ya mujer, después de vivir el accidentado periplo de su sin-
gular familia, concluye las durezas de la realidad con el dejo de sabiduría que aprende a la par que la paciencia, aquella que le da para decir al cabo del libro: “Y por último, la convicción, venida no sé de dónde, de que la muerte de papá fue su elección: quedarse dormido. Creo que ya no tenía imaginación para inventarse la vida”. (p. 78).
Son pocas las historias contadas por niños que resultan afortunadas porque, o bien incurren en los increíbles lenguajes de los adultos que pasan por inteligentes, o son ingenuos y fingen sin gracia una inocencia que no tienen. Tania no es una ni otra. Es punzante, pero no pierde la picardía de quien, pese a sus siete años, se sabe derrotado: porque “los ojos de papá se oscurecían, pero no decían nada” (cuando ella más lo necesitaba); porque su madre era tirana e indolente con su fragilidad; porque David, su hermano, la aventajaba siempre y ejercía de pequeño enemigo; porque la ausencia de su abuela más querida, quien se ha quedado en Palmira, la llena de nostalgia; porque tenía preguntas no resueltas sobre sus tíos en Israel y su abuela muerta allí. Quizás la narradora nos hable con expresiones adultas, a veces inimaginables en una Tania niña, pero, al tiempo, sus palabras, reflexiones y gestos expresan mucho de todo aquello que sí sienten los niños, pero que, empecinados, no queremos ver ni oír por la infundada suposición de su minusvalía, convencidos también de su minoría de edad mental.
La risa del sol no es una novela de la cual pueda decirse que aspira a mostrar un tema trascendental de nuestra cultura o de nuestra historia. De su lectura no puede deducirse que su autora pretenda llamarnos la atención sobre nada distinto de un relato familiar del cual forman parte unos personajes que entretejen sus vidas en roles muy comunes y cotidianos con los ingredientes que, casi sin excepción, se derivan de allí: odios, afectos, amores, mediocridades, envidias, ambiciones, pequeños y mezquinos poderes, tradiciones y rituales. Todo ello es casi nada, claro está, sin una narración que singularice y dé personalidad a la historia, sin la presencia de un lenguaje que lleve al lector por los meandros de la conciencia de esos personajes y devele, de esa manera, lo que hay de verdad en todo ello, es decir, lo que hace que el relato esté hecho de una poética, no de una simple enumeración que persigue un mensaje. Con los ojos y la voz de Tania conocemos, adicionalmente, un pequeño mundo, el judío, que se nos revela misterioso a veces, producto de unas costumbres y creencias religiosas, sociales y familiares que mueven las conciencias de estos personajes y los reflejan bajo la singularidad de su origen, pero al tiempo bajo la identidad de su lenguaje que nos acerca y nos hace similares. La risa del sol, la risa de la tía Vicky, siempre dispuesta a cambiarle el rumbo a las cosas mediante ese gesto que eran sus “carcajadas de colores”, le dan a Tania y a esta novela el aire jovial de lo que es capaz de vencer a la gris realidad y la torpe relación que muchas veces acompaña los conflictos y los afectos de los seres humanos.
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