Por: Koleia Bungard.
En Diario de Paz Colombia.
“Cada fosa es un vórtice del que se extraen datos”, escribe la colombiana Marcela Villegas en Camposanto (Sílaba Editores, 2018). En esta obra, que recibió el Premio de Novela Corta de la Universidad Javeriana en 2016, esta escritora y agrónoma manizalita describe y reflexiona sobre la labor de los antropólogos forenses en el contexto del conflicto armado colombiano, sobre la pérdida de los seres queridos y la pérdida de la memoria. Esta entrevista con la autora gira alrededor del tema de su novela. Aquí puedes leer un fragmento de Camposanto.
La escritora Marcela Villegas nació en Manizales, pero ha vivido por largas temporadas en Estados Unidos. Estudió agronomía y estudios ambientales, trabajó con comunidades rurales a lo largo de Colombia y, en los últimos años, se ha dedicado a trabajar en proyectos editoriales educativos y como traductora.
Después de varios años de investigación sobre las guerras en el país y el oficio de los antropólogos forenses, Marcela Villegas escribió Camposanto. En ella, a través de un personaje femenino, describe cómo es encontrar en una fosa común un reguero de huesos y pasar a limpiar uno por uno, a estudiarlos, investigarlos y recrear parte de un suceso para, una vez haber concluido, entregarles a los familiares de las víctimas los restos de sus seres queridos e información sobre su deceso.
–Marcela, ¿qué hizo que te interesaras en la antropología forense como tema para explorar en una novela?
–Un día leí una crónica –muy mal hecha, muy amarillista– sobre una antropóloga forense que tenía una niña. Y contaban que ella salía a las exhumaciones y después llegaba a Bogotá, a su casa, con su niña… Y yo decía, ¿cómo vive uno eso?, ¿cómo es la vida así? Me empecé a hacer un montón de preguntas y sentía que me resonaba una voz en la cabeza. Yo soy una persona muy racional, pero… juro que me retumbaba una voz. Y esa vaina me siguió comiendo la cabeza. Pasaron cuatro años hasta que un día dije: Me tengo que sentar a escribir esto, necesito estructura. Y empecé la Maestría en escritura creativa en la Universidad Nacional con la novela ya muy armada, con muchos pedazos escritos.
–La exhumación de cadáveres en estos tiempos en Colombia y la evolución del mal de Alzheimer son los dos temas transversales de Camposanto. ¿Cómo fue investigar y escribir sobre ellos?
–Hay una cosa que a mí no me creen: casi todas las páginas de esta novela las escribí llorando, literalmente. Como tengo un background de investigadora y creo que soy obsesiva compulsiva (no estoy diagnosticada, pero estoy en la línea), la investigación para esta novela fue rigurosísima, y muy dolorosa, aterradora. Leí informes como los que se produjeron después de los años cincuenta, en la época de la violencia bipartidista, por ejemplo el informe de Fals Borda, Guzmán y Umaña Luna. También leí muchos periódicos, revistas, textos académicos, gubernamentales, de la Fiscalía… Y encontré historias tan bárbaras, tan inhumanas, que las evité conscientemente en la novela; historias que muestran un lado del ser humano que resulta inverosímil.
Y el proceso de escritura también fue difícil. Elena es un personaje al que diagnostican con Alzheimer. Mi mamá también, y se estaba descomponiendo con la enfermedad. Aunque mi personaje es completamente distinto a ella, muchas de las cosas que le pasaron a Elena, le pasaron a mi mamá. Entonces al escribir volví a vivir todo esto. Yo me sentaba a escribir y mi marido pasaba, me veía llorando y me decía: “Esto no puede ser bueno”. Y yo le decía: “¡Claro que es bueno! Si no lloro, me muero”. Pero no sé si quiera volver a repetir la experiencia. Fue muy fuerte.
–El personaje central de Camposanto es una antropóloga forense. ¿Qué puedes decirnos sobre este oficio en Colombia y de dónde tomaste los elementos para describir el día a día de la protagonista?
–La antropología forense es una profesión relativamente nueva en el país, si acaso tiene veinte años. En Colombia no hay una carrera de pregrado en antropología forense. Los que trabajan en esto son antropólogos que, en su mayoría, salen de la Universidad Nacional y se especializan en esto, muchos de ellos en el exterior. Ahora la Universidad Autónoma tiene una maestría que abrieron en el 2014. Pero en general, la profesión de antropólogo forense no es común ni conocida en Colombia.
Para escribir Camposanto contacté a algunas antropólogas forenses y al principio fue difícil hablar con ellas porque, por obvias razones, están muy prevenidas a esa mirada morbosa que tienen los medios sobre su oficio. Pero al fin logré establecer una relación de confianza sobre todo con dos de ellas. Y no hay otra palabra que las describa mejor: son heroínas. Tienen una sabiduría, un desprendimiento, un amor por el oficio, por el país, un respeto por la gente… Creo que son unos seres humanos extraordinarios. Y seres humanos como ellas son los que impiden que nos vayamos al demonio, no solo como país sino como raza.
Conocí a varias colombianas, pero también a la profesora estadounidense Amy Mundorff, de la Universidad de Tennessee, una autoridad en la profesión. En todos los lugares en donde los seres humanos han tocado fondo, ahí ha estado Amy Mundorff: Kosovo, Ruanda, Guatemala, Argentina, Chile, Colombia. Hablar con ella me llevó a darme cuenta de que, así como están los asesinos (los que no tienen escrúpulos en masacrar, en desaparecer un pueblo entero), también están estas mujeres del otro lado de la humanidad.
Hay algo que me pareció muy bonito y es que, casi siempre, el peso de la identificación de los cuerpos recae sobre las mujeres. Los hombres hacen más exhumaciones, mientras que las mujeres son las que acarician los huesos, las que hablan con las familias de las víctimas.
Y una de las mayores preocupaciones con mi novela era que no mostrara eso, que fuera irrespetuosa, en los aspectos técnicos y humanos. Después de que ellas leyeron el libro, quedé en paz; se sintieron representadas, homenajeadas.
–¿Cómo lograr contar con serenidad los dolores de la guerra?
–Las dos trampas más fáciles cuando uno escribe sobre estos temas es, uno: ser morboso, ser macabro, y dos: ser llorón. En este caso yo no encontré nada de eso en el trabajo de estas mujeres. En cambio, encontré una serenidad ante el desastre sin la cual me imagino que no podrían hacer ese trabajo que hacen. Una serenidad que a veces las abandona también, porque son seres humanos. En su caso, claro, ellas ven muchos horrores. Y no hablo del muerto en sí (y eso lo digo en la novela): no son los huesos ni es el cadáver, sino lo que nos dice el cadáver sobre lo que somos como especie, las cosas horrendas que nos cuentan esos cuerpos sobre lo que los seres humanos somos capaces de hacer. Eso es lo más pavoroso de esa profesión.
–¿Hubo algunas obras literarias en particular que fueron referente para ti mientras escribías esta novela?
–Para hacer Camposanto leí todas las novelas sobre la violencia bipartidista que se escribieron en Colombia, que son terribles, son sangre y huesos y no más. También leí Abraham entre bandidos, de Tomás González, y Los Ejércitos, de Evelio Rosero, una novela que me gustó mucho. Ese era el tipo de relación que yo quería mostrar: cómo vivimos como individuos la violencia. Pero sobre todo leí mucha filosofía y ensayo, obras como Ante el dolor de los demás, de Susan Sontag. Leí ensayos bellísimos sobre la filosofía de la antropología forense. Leí a San Agustín, que me dio mucha serenidad. Y leí mucha poesía, sobre todo a mi favorito: José Manuel Arango.
–Has vivido mucho tiempo en Estados Unidos, pero escribes sobre Colombia, ¿por qué?
–Yo conozco a mi país. Durante mis experiencias como agrónoma, como investigadora, conocí víctimas, guerrilleros, paramilitares, conocí gente que ha vivido el día a día en medio de la guerra. Yo quiero a mi país, no hay nada que hacer, es una cosa visceral. Leo las noticias, me muero de la ira, pataleo y me quejo, pero no hay nada que hacer, eso es el amor.
Siempre he tenido una claridad total de que la magnitud del horror es absolutamente abrumadora: el número de muertos, de desaparecidos, de familias que andan por ahí, sin saber en dónde está su gente. Pero notaba que a mi alrededor casi nadie tenía conciencia de lo graves que estábamos, a pesar de que los medios han informado sin pausa (sin análisis, también) sobre la violencia. Mi tesis es que, por estar permanentemente expuestos a esas imágenes y descripciones, la gente creó un mecanismo de defensa y empezamos a creer que somos el país más feliz del mundo, como si esa felicidad no estuviera manchada por este horror que nos atraviesa.
–¿Estás trabajando en un nuevo proyecto literario?
–Yo terminé Camposanto casi un año antes de terminar la maestría. Y como me quedé sin qué hacer, empecé unos cuentos, pero me di cuenta de una cosa muy interesante y es que, después de un esfuerzo tan intenso y tan desgarrador como fue escribir esa novela, uno queda vacío, ya no hay nada por dentro. Duré como un año en volver a sentir que algo fluía, que salía algo de mí. Entonces obviamente los cuentos que empecé son un desastre.
Ahora estoy escribiendo otra novela, empecé hace dos años. Estoy contenta con el resultado, aunque no avanzo muy rápido porque al mismo tiempo tengo que hacer un millón de cosas. Es una novela sobre la pérdida, que es mi tema: cómo vivimos la pérdida los seres humanos, qué nos enseña la pérdida, cómo vemos al otro en la pérdida. Y ahí examino, entre varias pérdidas, algunas debidas a nuestra violencia.
Y aquí quiero hacer una precisión: no entiendo muy bien esa protesta, esa queja porque escribimos sobre la violencia: es que eso somos, eso es tan nuestro y a todos nos toca. Incluso a la gente que ha decidido que no la toca, porque esa también es una manera elocuente de vivir la violencia. Lo que pasa es que también está el tema de cómo contarla. Somos eso, llevamos 150 años matándonos sin pausa. Eso no lo va a cambiar ningún café suave, ni ningún Colombia es Pasión. Pero también llevamos 150 años poniéndole nombres a cadáveres que no son nuestros, yendo al trabajo, haciendo el pan, enterrando los muertos ajenos. Somos una mezcla de un montón de cosas.
(En 2021, Sílaba Editores publicó su colección de cuentos La conmoción de los encuentros. Su libro Camposanto fue traducido al inglés con el título The Compassion of Strangers)
–En Camposanto también hay muchas referencias explícitas a la bondad…
–Sí, la bondad de los extraños es un tema que está allí, en esas personas que impiden que nos vayamos al demonio. Estos buenos seres humanos que sacan un cuerpo del río, exponiéndose además a toda la maraña burocrática y legal y a ser víctimas de la violencia ellos mismos. Esta bondad que nos muestra que, así como somos capaces de lo peor como especie, también somos capaces de actos de generosidad enormes.
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