1 de septiembre de 2014. Por: Pedro Arturo Estrada.
En Sílaba Editores.
Fue la abuela Emilia, allá en los primeros años de la infancia, quien me habló del infierno y sus ángeles oscuros, de Lucifer o Luzbel, el más hermoso y por ello tal vez, el más cercano a la soberbia en las cohortes celestiales. Fue esa su perdición: aquel instante terrible en el que a sus ojos ascendió el fulgor siniestro de la rebelión. Dios ipso facto abrió desde la luz el abismo de la noche eterna y allá, junto a Lucifer, fueron precipitados luego muchísimos ángeles más.
Una tarde, en aquel pueblecito de Tomás Carrasquilla, “frío, feo y faldudo”, ese niño tímido y un poco ensimismado que fui se asomó por casualidad a la biblioteca del “tercer piso”, la misma que había fundado, hacia fines del siglo XIX, el propio don Tomás y otros amigos suyos. El deslumbramiento fue instantáneo y poderoso. Ante mí apareció un universo fantástico cuyos límites apenas podía abarcar con la mirada. Estantes diversos se alzaban hasta el techo, cargados de hermosos volúmenes empastados en cuero o tela reluciendo enigmáticamente en el espacio semipenumbroso de aquel salón inmenso. Amplias mesas de madera cubiertas con paños lustrosos, perfectamente mantenidas y elegantes sillones alrededor, daban a esa biblioteca un aire de grandeza y solemnidad memorables. A un costado, una vitrina exhibía el manuscrito de Frutos de mi tierra, del maestro Tomás Carrasquilla, como icono sacro. Sin duda pasó un buen rato aquel niño azorado en el umbral de semejante mundo hasta que la bibliotecaria, una muchacha del pueblo —vecina por lo demás–, lo invitó a seguir y a mirar tranquilamente los libros y la biblioteca misma. El ángel guardián se volvió hada madrina de la aventura espiritual que desde esa tarde empezaría a vivir.
Recuerdo vívidamente cómo me hallé entonces frente a mi primer libro en la vida: El paraíso perdido de John Milton. Era un viejo ejemplar en pasta dura y tela, algo roída ya, en cuyo lomo brillaban todavía las letras doradas del título. Al abrirlo, en primer lugar, experimenté una sacudida: allí estaba el diablo tal como me lo había imaginado con los relatos de “Mamita Emilia”. En primer plano se erguía sin embargo, el Arcángel Miguel, flamígero y poderoso echando abajo, entre peñones sombríos, la figura siniestra y al mismo tiempo fascinante de Satán que, mientras se despeñaba hacia el abismo, parecía hacerse más libre y dueño de sí. Un destello de su condenada soberbia, de su Non Serviam, ponía en su cara angulosa, en su mirada, cierta energía que lo hacía inmune a la humillación. No sé si identifiqué en ese momento la autoría del grabado —Gustave Doré– y de los que seguían, pero más adelante la visión de los demonios se repetiría con sus ilustraciones de La divina comedia. Y algo más allá, con las de El Quijote, pues, mucho de ese aire irreal, fantástico y tremendamente poético continuaría impactándome años después.
En la moderna visión de la poesía, sobre todo aquella que procede del romanticismo alemán, inglés y francés, la figura de Satán se hizo paradigma del poeta mismo. Principalmente en Francia, la nominación de “poeta maldito” acogió, entre otras, las razones de la rebelión como fundamento de la propia naturaleza del hombre librado a sí mismo; del poeta consciente de su caída; de su destino de desterrado en un mundo inferior. Satán terminaría encarnando para el hombre de nuestro tiempo el mito renovado del antiguo Prometeo capaz de enfrentar a los dioses y devolver a los hombres el fuego original de su espíritu sagrado. De cierta manera, Milton nos hace ver en su obra la figura de Dios como la de un gran dictador. Y no por casualidad, William Blake asumirá después esta visión miltoniana cuando expresa: “Los verdaderos poetas pertenecen al partido del diablo”(1). Dios como el arquetipo, el logos, la razón absoluta. El diablo como símbolo de la imaginación, el inconsciente, la locura, la fuerza de la naturaleza, el desorden de los sentidos. Ese es el planteamiento al que finalmente, nos llevará en una interpretación más profunda y vasta, la posterior literatura romántica, simbolista y moderna que, de algún modo, se emparienta con este Paraíso perdido.
Para mí, entonces, de algún modo el camino de la poesía, desde la adolescencia, estuvo identificado como ese “Camino de perdición” del que, paradójicamente, la abuela Emilia me advertía al relatarme las incidencias de ese acto abominable cometido por Luzbel. Quizá por ello preferí desde el comienzo, no la poesía como “deliquio del alma” en armonía incondicional con lo “espiritual” sino la poesía como manifestación de una conciencia insumisa, libre y trágica a la vez, abierta al mundo en su imperfecta belleza, en su contradicción y su tedio.
Más tarde, en la primera juventud, me encontraría de nuevo con el viejo Satán, ejerciendo ya su “negocio” de almas, en ese maravilloso libro de Goethe: Fausto. Y luego, claro, en la plenitud febril de los 18 años, con los versos siniestros de Baudelaire cantándole abiertamente sus Letanías:
Oh Tú, el más sabio y el más bello de los Ángeles,
Oh Dios traicionado por la suerte y privado de alabanzas
Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria.
Oh Príncipe del Exilio, a quien se le ha hecho un agravio,
y que vencido, siempre te levantas más fuerte,
Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria.
Tú que lo sabes todo,
gran rey de las cosas subterráneas,
sanador familiar de las angustias humanas,
Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria.
Así también, ese “Camino de perdición” de la poesía me depararía otros encuentros no menos punzantes: Rimbaud y su Temporada en el infierno, por ejemplo:
Tú seguirás siendo una hiena, etc… declara el demonio que me coronó con tan amables amapolas. “Gana la muerte con todos tus apetitos, y con tu egoísmo y con todos los pecados capitales.¡Ah! ¡Por demás los tengo! Pero, caro Satán, os conjuro a ello, ¡menos irritación en esos ojos! Y a la espera de las pocas y pequeñas cobardías que faltan, desprendo para vos, que amáis en el escritor la ausencia de facultades descriptivas o instructivas, unas cuantas páginas horrendas de mi carnét de condenado.
Adelante me esperaron otros muchos poetas “condenados a la lucidez”, desde el mismo Blake, Rimbaud y Lautréamont, hasta Artaud, Bretón, Pound y Lowry, entre tantos. Toda la poesía y, casi toda la literatura que me interesó siempre, lo veo hoy, ha tenido indudablemente, influencia definitiva de aquella lectura inaugural de Milton y su Paraíso perdido; un libro al que, lo admito, me da un poco de temor volver a leer, quizá presintiendo en parte, alguna decepción inevitable ligada a toda admiración que dure tanto tiempo. No quiero pensar que terminaré leyendo algún día, jaculatorias o versos edificantes como castigo de mi precocidad luceferina.
(Julio de 2008)
(1) En El matrimonio del Cielo y del Infierno, Blake señala: “La razón por la que Milton escribió en grilletes cuando habló de los Ángeles y de Dios, y en libertad cuando lo hizo acerca de los Diablos y del Infierno, es porque él era un verdadero Poeta y estaba de parte del Diablo sin saberlo”. Así mismo Shelley en su Defensa de la poesía, afirma: “El Diablo de Milton, en cuanto ser moral, es muy superior a su Dios, en el sentido de alguien que persevera en un empeño que cree excelente, a pesar de la adversidad y la tortura, contrapuesto a otro que, en la fría seguridad del triunfo indudable, inflinge la más horrible venganza a su enemigo con el supuesto designio de exasperarlo para que así merezca más tormentos”.