12 de Julio de 2013. Por: Ana Cristina Restrepo Jiménez.
En El Espectador.
En el marco del XXIII Festival Internacional de Poesía de Medellín, que culmina hoy, el poeta Juan Manuel Roca presentó la obra Tres caras de la luna, una reedición de sus primeros libros: Luna de ciegos, Los ladrones nocturnos y Ciudadano de la noche, considerados por la crítica como su consolidación dentro de la poesía en Colombia.
El escritor Pablo Montoya, autor del prólogo, escribió: “Son tal vez sus libros más notables porque, además, han influido ostensiblemente en la poesía colombiana que se viene escribiendo desde la década del 90 hasta nuestros días”.
Juan Manuel Roca conserva en la memoria la estación del Ferrocarril de Antioquia, frente al viejo mercado de El Pedrero. Cuando era niño y viajaba con frecuencia a Cisneros, tenía la percepción de que “en esa casa ocurrían paisajes, que empezaban a pasar postes del telégrafo, ganado, ríos, naranjales, quebradas, otros puentes y otros trenes, como si uno entrara a una proyección de cine”.
Esas remotas imágenes lo llevarían a transformar el lenguaje, la poesía y la vida a través de la imaginación. Luego vendría una etapa de desarraigo, de traslados constantes entre Medellín y Bogotá, por la separación de sus padres.
El mundo de Roca está apoyado sobre el tríptico música, pintura y poesía.
Desde la infancia lo acompañan la música popular (Beny Moré, Lucho Bermúdez) y la clásica, más los blues en su edad adulta, así como los ritmos que otrora lo hacían bailar y todavía lo hacen cantar “de manera clandestina”.
Su gusto por la pintura se evidencia en su interés por la creación de imágenes poéticas, y la realización de dibujos informales. También ha pintado al óleo.
En cuanto a la poesía, en su vida fue clave el momento en que su tío, el poeta Luis Vidales (Suenan timbres, 1926), le presentó la obra de César Vallejo: “Yo quería ser César Vallejo, pero un día me miré al espejo y dije: no soy cholo, no tengo el dolor andino de Vallejo. Uno puede ser mimético y convertirse en Neruda u otros poetas que son fácilmente repetibles. Pero Vallejo es único: su forma de ver el mundo, su grado de ascetismo del lenguaje. Es un creador de atmósferas que es irrepetible”.
De hecho, el primer libro de Roca, a principios de los setenta, jamás fue publicado, lo rompió porque percibió su intento de réplica: “No tengo por qué ni tengo con qué imitar a Vallejo. Entonces me conformé con ser Juan Manuel Roca”.
De ahí surgen estas Tres caras de la luna…
Primera cara: ‘Luna de ciegos’ (1973-1975)
“Pasado el tiempo / Propicio de los sueños, / El estupor / La muerte en las calles / Patrullando”, Un oscuro patrullaje.
Pablo Montoya sugiere una hermandad suya con los poetas Raúl Henao y José Manuel Arango.
En el caso de José Manuel Arango fue algo inesperado, pues no lo conocía. Sí era amigo de Raúl Henao, quien ya era un gran poeta. En 1973 aparecieron tres libros que parecían publicados como una colección pero eran independientes: Este lugar de la noche, el primer libro de José Manuel Arango; Combate de Carnaval y la Cuaresma, de Raúl Henao, y mi libro Memoria del agua. Sin ninguna falsa humildad: me parece que mi libro no tiene el rango estético de los otros dos, en las obras de Arango y Henao realmente había una vuelta de tuerca, un cambio en la poesía que se escribía no sólo en Medellín sino en todo el país. La hermandad que yo encuentro es que sí hay una preocupación por la imagen, sin ser poemas privativamente simbolistas, metafóricos o cargados de imágenes, pues algunos cuentan historias (esa yunta entre el contar y el cantar, que creo que nace de las lecturas de poemas en prosa, como Baudelaire). Cuando vuelvo a leer esos dos libros me parece que son una campanada de cambio en los usos del lenguaje, en la creación de atmósferas. Su musicalidad, que no es la heredada de España: en el caso de José Manuel Arango, con la influencia de la poesía norteamericana; y en el mío y de Henao, las lecturas del surrealismo y del romanticismo alemán.
Se habla de la “Generación Desencantada”. ¿Se siente cómodo con esa etiqueta?
Es un rótulo que no le hace justicia a mi generación. Es acomodaticio, un poco superficial, porque para que haya desencanto tuvo que haber habido encanto alguna vez: eso le cabría a cualquier generación de la poesía colombiana. La Generación de Los Nuevos (Vidales, Tejada, De Greiff) se muestra absolutamente desencantada de la generación anterior, del Centenario. La Generación de Mito (Gaitán Durán y Carlos Obregón) podría llamarse también desencantada. Los nadaístas podrían llamarse desencantados. Además de Generación Desencantada nos han dado otros rótulos, como Generación del Estado de Sitio, de Golpe de Dados. No han sabido cómo nombrarla. Para contribuir con la confusión general, como diría Aldo Pellegrini, propongo llamarla Generación del Insilio: no estamos exiliados pero sí vivimos un exilio interior.
¿Qué lo motivó a introducir el elemento político en sus poemas?
Desde mi primer libro hay asomos, y más en Luna de ciegos. Un poeta no se mueve en un medio privativamente abstracto. La frase de Rimbaud, “Yo es otro”, me parece que abolió el yo individual y romántico de la poesía autorreferencial: yo sufro, yo gozo. Me interesa más la poesía cuando es preocupación, lo que me ocurre a mí en los demás, y que tiene un carácter necesariamente político. Yo fui muy refractario a la poesía excesivamente ideologizante, política, que habla de verdades absolutas, las cuales tienen un problema: son fácilmente compatibles desde las ideas, pero no necesariamente desde la estética. Qué curioso que mi pariente y maestro Luis Vidales fuera una cara contraria, no quisiera parecerme a lo que él hizo con La obreríada. Él es un gran poeta, pero ese es un libro absolutamente fallido, es boca de partido. Son poemas muy flojos, como muchos que se escribieron en los años setenta; son poesía de emergencia con la necesidad de decir lo que nos está pasando. Cae en el sociologismo, el historicismo o el periodismo más rupestre.
En la fallida poesía política de América Latina (con contadas excepciones, como ‘Poemas humanos’, de César Vallejo, y ‘Cosas maravillosas’, de Gonzalo Rojas), hay un cerco tremendo para que la expresión sea muy elemental y pobre, con poetas mediocres, pero muy exaltados porque hablan desde verdades compartibles fácilmente, como Mario Benedetti o Ernesto Cardenal. Deplorables.
He intentado vacunarme para que eso no estuviera filtrado necesariamente por una denuncia, por una consigna, sino que tuviera un entronque con la poesía. Ahora he descubierto que hay un ingrediente mayor para atemperar eso: la ironía.
Segunda cara: ‘Los ladrones nocturnos’ (1976-1977)
“Por los corredores del tiempo / Oigo caballos sin freno galopando / Sobre los cráneos de los muertos, / Las crines mojadas por la lluvia / Y el sonoro latigazo en los ijares”, Memorias de negras cacerías.
“En el año 75 me voy a dirigir una galería de arte en Bogotá. Son años de mucha soledad, poca interlocución, un cambio radical de paisaje.
Aunque ahora veo que Bogotá tiene una luz maravillosa en ciertas épocas, entonces pensaba que la luz de Medellín era irrepetible, que su carácter un poco sombrío me iba a impedir escribir de la misma manera que lo venía haciendo. Aparecen unos personajes que son orilleros, de la calle, los ladrones, los sonámbulos, la gente de las márgenes de la ciudad. Al tiempo propiciaba exposiciones de artistas jóvenes, y conocí a muy buenos pintores de quienes me hice amigo: el mejor grabador de este país, que es Augusto Rendón; un gran colorista, Antonio Samudio; un gran dibujante, Leonel Góngora, y un abstraccionista, Omar Rayo. Todo, sumado a la visión de una ciudad desolada como Bogotá, produjo un cambio en el lenguaje: por eso son poemas muy urbanos, de la noche y un tanto dolidos del entorno”.
Tercera cara: ‘Ciudadano de la noche’ (1989)
“Leí mis propias manos / Y vi la muerte paseando / Entre dos senderos imprevistos. / Desde entonces / Me enseñé a cruzar los dedos / A cada cruce de caminos”, Monólogo de la gitana.
“Ciudadano de la noche es un poco la ampliación, mucho más decantada en el lenguaje, de Los ladrones nocturnos. Es esa misma esfera de la noche, de la ciudad donde conviven en una esquina el beso y la puñalada, esa cosa tan nuestra de que en un mismo conglomerado hay la mayor de las ternuras y la peor de las torturas. Todo eso se fue sedimentando. Aquí es mucho más claro el propósito de dar cuenta de un entorno absolutamente urbano. La naturaleza y el mundo rural no aparecen tanto como en Los ladrones nocturnos y en Memoria del agua, sino una sobrenaturaleza que es la ciudad”.
Una de las consignas del XXIII Festival Internacional de Poesía es “Por mil años de paz en Colombia”. ¿Cuál es su visión sobre el artista en medio de un conflicto?
Yo sospecho de todo “deber ser” en el arte. Cuando uno mira por el espejo retrovisor del “deber ser” se da el realismo socialista, la poesía programáticamente revolucionaria, que casi siempre es deplorable —aunque hay grandes poetas políticos—, pero como uno se mueve en la realidad cotidiana tendría que ser muy autista para que no le interesaran los demás. La poesía suele ser una resistencia espiritual frente a la guerra, no es impositiva. Me parece maravilloso que esa reflexión se dé: la poesía contribuye a que quien se aproxima a ella tenga una voluntad por la belleza que nos aleja de la guerra.