Silvia

Silvia Galvis, setenta años

Diciembre 21 de 2015. Por: Alberto Donadío.
En El Espectador.

Silvia Galvis cumplió setenta abriles el 24 de noviembre. O los habría cumplido, pues en su envoltura corporal nos hace falta desde el 2009.

Pero como enseñaba el doctor Albert Schweitzer: “¡Qué tremendo poder interior existe en la comunión espiritual con otra persona! A medida que envejecemos confirmamos que la verdadera felicidad nos viene únicamente de quienes espiritualmente significan algo para nosotros. Estén lejos o cerca, vivos o muertos, los necesitamos si hemos de encontrar nuestro camino en la vida”.

Silvia fue sinónimo de existencia espiritual. Los lectores de su columna dominical en El Espectador la conocieron combativa como su padre, Alejandro Galvis Galvis, irreverente y aguda como ella sola y dotada de un humor político incomparable. No puedo dejar de reseñar su definición gloriosa del machismo: el veneno atávico de la especie. Los seguidores de novelas suyas como Sabor a mí y Soledad se solazaron con los retratos de personajes históricos o de ficción, elaborados en medio de una catarata de palabras. Los que la conocieron personalmente saben de su cordialidad inacabable y los más íntimos recordamos con nostalgia infinita el manantial de afectos de su palabra hablada. Silvia vivía la palabra, existía en función de la palabra.

Sus amigos dan fe de las conversaciones telefónicas sin tasa ni medida. Cuando no conversaba leía. No la recuerdo sin un libro en la mano, como ella no recordaba a su papá sin uno en las suyas. Así fue desde los nueve años. Entre cincuenta y cien páginas leía cada día, no por disciplina sino por física adicción. No tengo libro o se me va a acabar el libro, decía cuando viajábamos. El resto del día estaba dedicado a escribir, a caminar o a su otra adicción, el cine, en salas o en la televisión.

Tengo que decir que Silvia fue una intelectual, pero sin pretensiones, en toda la modestia de su ser. Intelectual de lecturas, no de ideologías ni de doctrinas, pues como ella proclamaba era alérgica a los uniformes. Intelectual formada en la universidad de los libros, no porque careciera de título pues estudió ciencia política, sino porque pertenecía a la vieja escuela que creía que no hay diploma superior al del autodidacta que sigue estudiando toda la vida con los mejores profesores del mundo, esos grandes maestros de la literatura y de la historia que están de pie, uno al lado del otro, en cualquier librería. La terapia de devorar páginas es la única que medianamente funciona para resistir los embates del mundo y amortiguar las amarguras de la existencia y las penas de la vida. Pero es mucho menos eficaz para quienes fuimos adictos a una persona que como Silvia tenía un corazón no desbordante sino literalmente desbordado de la cavidad torácica. Silvia fue sublime y sigue siendo infinita.