Silva, la voz de las cosas

Silva, la voz de las cosas

Por: Juan Manuel Roca.
En Sílaba.

Hay un inmemorial deseo del poeta por atrapar el tiempo en sus páginas, y con ello las formas, los objetos, quizá de manera inconsciente recordando cómo las cosas nos sobreviven. Nuestro José Asunción Silva –y no seré el primero en anunciarlo como un rarísimo anticipo de la novela objetalista en su De sobremesa– crea un espacio literario y poético donde el ámbito, las atmósferas, resultan tal vez más importantes que los episodios anecdóticos que envuelven. En la primera página de esta novela hay gasas, encajes, lámparas, carpetas, tazas de china, frascos de cristal tallado, bujías de piano, y un largo listado que más que un bazar persa es la reflexión del hombre en las cosas.

Pero no sólo en esa novela que podría haber gustado a Robbe Grillet y sus epígonos objetalistas, sino en su poesía toda Silva traza más de una naturaleza muerta y una poética de las formas de las cosas. Bastaría recordar el poema que da título a este ensayo, “La voz de las cosas”: “Si os encerrara yo en mis estrofas/ Frágiles cosas que sonreís/ Pálido lirio que te deshojas/ Rayo de la luna sobre el tapiz/ De húmedas flores y verdes hojas/ Que al tibio soplo de Mayo abrís/ Si os encerrara yo en mis estrofas/ Pálidas cosas que sonreís”. Hay allí una poética que una y otra vez cruzará los versos de Silva; una lírica del espacio, que busca en la humildad de las cosas un coto de caza para la reflexión eterna de la poesía: el hombre en el tiempo, suerte de una “filosofía del tener”.

Quiso Silva poseer el espíritu de las cosas con una febril ansiedad antes de su prematura muerte que nos recuerda algo inquietante expresado en el Talmud: “Un hombre no debería vivir lo suficiente para verse morir”, algo que resulta de una amarga ironía religiosa. Una especie de panteísmo de las cosas se hace manifiesto en la poesía de José Asunción Silva. Un tramado de correspondencias secretas, en la vieja percepción de los magos y los pensadores que suponen un universo entrelazado y vivo en sus ocultas analogías, signos que parecen cargados de un eslabón de sentidos no siempre visibles, es el diálogo que establece nuestro poeta en y con las cosas.

El viejo y bien habitado almacén de imágenes y de signos, todo el universo visible de que hablaba su maestro Charles Baudelaire, “bosque de símbolos”, coloquio con el mundo, puente entre lo humano –que también es naturaleza– y lo objetal. Dijimos la peligrosa palabra mago que ronda a la desprestigiada palabra magia, pero ella nos remite al sentido que a esto otorgaba Tommaso Campanella en su obra Del sentido de las cosas y la magia: “Las invenciones del arcabuz y de la prensa fueron cosa de magia, pero hoy, que todos saben, el arte es asunto vulgar. Así también el arte de los relojes y las artes mecánicas pierden fácilmente la reverencia”. Pero ocurre que algunas veces llega un poeta –en este caso José Asunción Silva– y renueva el asombro y el infantil animismo de las cosas, para trazar escondidas simpatías entre opuestos, vastas correspondencias que entrelazan “los pensamientos/ cual pájaros que aletean/ de la jaula entre los hierros”, según sus versos.

Esos pensamientos como pájaros sólo se liberan en el rapto poético, en la palabra en libertad. Aquello que algunos teóricos denominan el objeto mediador es algo que sirve a Silva para expresar los límites de su yo y el espacio limitante de las cosas. No se propone este liviano ensayo censar o rastrear en la poética de José Asunción Silva la presencia de la totalidad de las cosas que él ennoblece en su palabra, pero sí señalar ese fecundo diálogo del poeta con un paisaje de naturalezas muertas, convertido tantas veces en una suerte de artista como Morandi, en un pintor de quietudes en la palabra.

Y la plasticidad con que lo realiza, como en su poema “Infancia” donde atrapa “El recuerdo vago de las cosas/ Que embellecen el tiempo y la distancia”. Algo que un teórico anarquista de la estética, el agudo y puntilloso Herbert Read, llamaría “las fronteras del yo” donde evoca a Paton y la idea de cómo podemos observar un color, tal vez una mesa, pero no “observar el arte de observar”. La “distinción entre el yo y los objetos –agrega Read– o la conciencia de los objetos debe surgir sólo en un yo que haya reflexionado”. Esa reflexión en las cosas le permite a Silva ver la mano de una mujer “como una mariposa sobre una lila”, volando sobre el teclado del piano en un poema que debió seguramente leer muchas veces Aurelio Arturo, porque después encontraremos en el poeta de “Morada al sur” sus resonancias: “A veces cuando en la alta noche”. Pero también en Silva se da frente a los objetos una reflexión en y sobre el tiempo. Y sobre la silenciosa dignidad y la sencilla existencia de las cosas.

Siempre que leo su poema “Vejeces” me resulta imposible no pensar en la requisitoria que le hiciera Gaston Bachelard al filosofo Henri Bergson cuando este último hablaba desdeñosamente de los humildes cajones. Allí nos dice Silva de la emoción del tiempo detenido: “Colores de anticuada miniatura/ Hoy, de algún mueble en el cajón, dormida”. El mismo Bachelard afirma que “el armario y sus estantes, el escritorio y sus cajones, el cofre y su doble fondo, son verdaderos órganos de la vida secreta”. Y no es de otro asunto de lo que nos habla Silva en “Vejeces”. Así lo hace cuando realiza un prontuario de las cosas venidas de un tiempo otro. “Las cosas viejas, tristes, desteñidas,/ Sin voz y sin color, saben secretos/ De las épocas muertas, de las vidas/ Que ya nadie conserva en la memoria”, toda una puesta en marcha de una teoría de objetos memoriosos, de cosas que narran en silencio un tiempo ensimismado, así como el viejo espejo familiar es un álbum de ausencias.

No quisiera desvertebrar, diseccionar su poema, pero sí reiterar en él lo que es el propósito de este texto: toda la poética de José Asunción Silva es un coloquio con las cosas, una traducción de ellas conducida por los vasos comunicantes del poema. Si miramos lo que encuentra el poeta en el secreto de lo que enuncia como el cajón de “algún mueble”, más allá de la mirada taxidermista de un anticuario, encontraremos una serie de signos inequívocos del tiempo, de símbolos que hacen una coral de voces que muestra la unidad del universo.

Los científicos han descubierto que ante la inminencia del rayo se abren los granos del trigo y hasta llegamos a pensar que talar un árbol puede perturbar a una estrella. Valdría la pena recordar qué encuentra Silva en ese corazón de un mueble que es el cajón. Encuentra una vieja miniatura que él percibe “dormida” y como no la describe en su minuciosidad podemos imaginarla despierta en el pasado, en la evocadora mano de alguien que quizá haya sobrevivido a su primer dueño. ¡Qué poder especulativo nos nace al contacto de los objetos: en qué lugares estuvieron, quiénes los acariciaron, cuántos ojos asombrados o mustios se han posado sobre ellos, cómo desentrañar la voz muerta de seres que fueron vivos! Encuentra también en el cajón un “cincelado puñal”, una “tabla en que se deshace la pintura”, “misales de las viejas sacristías”, “espejos que en el azogue de las lunas frías/ guardáis de lo pasado los reflejos”, un crucifijo, una sortija “y los perfumes de las cosas viejas”.

Cada signo, un universo. Cabe a la imaginación ver ese mismo puñal hiriendo o abriendo una carta sellada con lacre, el pentimento de un cuadro en el que bajo la piel de la pintura duerme otro cuadro, hojas de misales que pasaron en los dedos morosos de un sacristán durante las horas del rezo, espejos que fueron visitados por legiones de fantasmas, un crucifijo que señalaba los cuatro puntos cardinales de la muerte. Y todo, envuelto en el paisaje del olor de un tiempo ido. Me parece que el poema antes mencionado resume casi toda la poética de Silva, me parece que resulta una síntesis de su ideario estético, el epicentro de sus preocupaciones que se dan en ondas concéntricas y a la vez movedizas hacia otras vertientes temáticas.

El poeta tiende a ver el reverso de las cosas, a otorgarle a ellas un animismo propio de magos o de niños, asunto que a los espíritus de presunción racional les resulta tantas veces sospechoso. El poeta no se conforma con la precaria realidad de los sentidos. Se trata en el caso de nuestro rastreado poeta de una dubitación frente a las cosas más sencillas. De esta manera se preguntaba SaintJohn Perse en torno a los pequeños asuntos: “Frente a la energía nuclear, la lámpara de arcilla del poeta, ¿bastará para este fin? Sí, si de la arcilla se acuerda el hombre”. Ese podría ser un sentido esencial de la poesía: el acuerdo del hombre y las cosas, aunque a veces a riesgo de confundir o de fundir la realidad y la ficción, tan tenues como son sus límites. El riesgo que corre el poeta es como el de esos hombres que cruzan el Niágara a través de una cuerda, en bicicleta.

Sólo que lo hace sin Niágara, sin cuerda, sin bicicleta. ¡Cómo le ocurren de cosas en la esfera mental! Y sin embargo hay reposo en sus naturalezas muertas. No le ocurre como a Franz Kafka cuando expresaba de manera trágica su cercanía al mundo de los objetos, él que precisamente vivía la extrañeza del cuerpo, ese campo de rehenes en que nos vemos con sorpresa enfundados: “tengo el deseo –decía el formidable escritor checo–, de ver las cosas tales como son antes de que yo las vea. Deben ser muy hermosas y tranquilas”. No es de ese orden la percepción de José Asunción Silva. A él le resultan las cosas quizá en extremo serenas, frente a la absorción que hace el tiempo de los hombres que creyeron poseerlas. El tema de las vejeces, leitmotiv de la obra de nuestro poeta nocturno, donde hay un arte de vánitas, una impresionista visión pictórica, vuelve a darse en el poema que tituló “Taller moderno”. De nuevo en él hay una atmósfera desde el mundo objetal: Por el aire del cuarto, saturado De un olor de vejeces peregrino, Del crepúsculo el rayo vespertino, Va a desteñir los muebles de brocado.

El piano está del caballete al lado

Y de un busto del Dante el perfil fino,

Del arabesco azul de un jarrón chino,

Medio oculta el dibujo complicado.

Junto al rojizo orín de una armadura,

Hay un viejo retablo, donde inquieta,

Brilla la luz del marco en la moldura,

Y parecen clamar por un poeta

Que improvise del cuarto la pintura

Las manchas de color de la paleta.

La sutileza de estos versos encierra una paradoja.

El final del poema clama por quien escriba el color de un cuarto que podía ser en sí mismo una pintura. Pero entretanto, ya lo ha hecho en las estrofas anteriores: su don de minucioso observador, casi minimalista, su capacidad descriptiva, han realizado desde su paleta melancólica un cuadro escrito, una obra plástica realizada con el pincel de su palabra. Silva resulta así como un pendolista de lo visual. Y todo esto encerrado en el gran poder musical, eufónico, de sus versos. Es, creemos entender, lo que Coleridge llamó “imaginación orgánica”. Las cosas le sirven a Silva para poetizar desde un ámbito plástico pero también musical.

Se trata de una puesta en escena de un lugar de intimidad. “Los poetas nos ayudarán a descubrir en nosotros un goce de contemplar tan expansivo, que viviremos, a veces ante un objeto próximo, el engrandecimiento de nuestro espacio íntimo”, señala Bachelard. Cuando se celebró el centenario del nacimiento de José Asunción Silva en la bostezante Bogotá –es bueno recordarlo ahora en el centenario de su muerte– un buen poeta ecuatoriano, Jorge Carrera Andrade, trazó unas líneas que no solo sirven para señalar los finos acentos traídos por Silva a la poesía colombiana, sino la tragedia de un cosmopolita, de un dandy en una aldea adormilada y en un país donde cada guerra venía después de la posguerra.

Decía Carrera Andrade: “A la creación poética de Silva, enriquecida por la filosofía y un natural refinamiento, puede aplicarse la frase de uno de sus biógrafos, al referirse a una de las causas de la ruina de su negocio: trajo tapices finísimos para una ciudad que alfombraba sus casas con esterillas”. Aunque la angustia que roe el corazón del poeta es incurable como su insatisfacción romántica, no por eso deja de volverse hacia las cosas, a las que reconoce un alma.

Ante lo anterior no deja uno de pensar en nuestro gran Rubén Darío que cruzaba por un gallinero de Managua pero veía cisnes, entre mujeres desdentadas pero veía princesas de una corte lejana, damas de un salón de Versalles, o en Julio Herrera y Reissig y La torre de los panoramas, feroces transformaciones de la realidad, artes encantatorias que evocan a Don Quijote que veía hordas de soldados en un rebaño de ovejas (aunque podamos creer que esto tenga asidero real si pensamos en la obediencia arrebañada de las tropas) o gigantes donde había molinos de viento o belleza femenina donde no la había. En el caso de Silva y de los modernistas, deformación y simbolismo van de la mano. ¿No hay en el fondo de todo esto un simbolismo satírico? Objetos y situaciones que los más notables modernistas americanos trocaban desde la heráldica de un movimiento que devolvió las carabelas hacia España, cargadas de un nuevo sentido de la lengua. Y la lengua, lo dijo Martín Heidegger, es la casa del ser.

Son muy escasos los poemas de José Asunción Silva donde no aparecen los objetos. En ello hay una red de correspondencias: la ventana hace accesible la idea de la mirada; la lámpara se vuelve emisaria del día en plena noche; el corredor sombrío evoca un viento helado; el “húmedo musgo” atrapa un tiempo en fuga; las campanas “hablan a los vivos de los muertos”; los armarios oyen subir la savia del bosque que fueron, todo un panorama de procedencia fantástica, de estirpe fantasmal que en Silva nos recuerda a Poe y a Baudelaire. Lo mismo ocurre con su crónica, con su ajustada y virtuosa prosa en El paraguas del padre León, el excéntrico cura de paraguas inmenso y rojo, portador de una también singular linterna verde.

Una figura casi irreal y colorida en la gris capital “de mula herrada” y de espantos, símbolo de una época de tránsito remolón entre dos siglos, le sirve a Silva para dos propósitos: que el documento humano esté signado por sus objetos de uso cotidiano, casi una sicología de las cosas. Estas palabras de Marcel Raymond parecen también pensadas para Silva: “El conocimiento de un sentido verdadero, único, real, de las cosas, que no son más que una parte de lo que significan, permite a algunos privilegiados –en este caso el poeta predestinado– introducirse y moverse con soltura en el más allá espiritual que baña el universo visible. Porque todo lo visible –dice Novalis– descansa sobre un fondo que no puede oírse; lo tangible, sobre un fondo impalpable”. Pero lleguemos a la relación de Silva con las cosas amargas, con los objetos del abismo. En 1896, año de la muerte del poeta, al pie de una de las tantas guerras de ese siglo en el país, el Estado aplastaba una revolución. Curiosa sintonía con la revolución inconclusa iniciada por José Asunción Silva en la poesía colombiana, aplastada también por la incomprensión.

Recuérdese que el obituario publicado en un periódico bogotano anunciaba la muerte de Silva agregando: “parece que hacía versos”. No es gratuito señalar la pugna de este poeta con su estrechísimo medio conventual y perverso a un mismo tiempo. Ese año, como ocurre hoy en este país que parece morderse siempre la cola, se armó con toda suerte de lo que en esos tiempos eran armas modernas –será eso lo que llaman nuestra entrada en la modernidad– al ejército recién organizado bajo la tutela de un coronel norteamericano de apellido Lemly. El poeta que reconocía un alma en las cosas también la reconoció en un arma: el envejecido Smith & Wesson. Porque algo de crisis de wertherismo pudo haber en la sumatoria trágica que lo llevó al suicidio, como se preguntaba en un texto de los años cuarentas Eduardo Zalamea Borda.

Seguramente ese negro objeto de la muerte de Silva habrá sobrevivido a otros dueños, como reafirmando en su tragedia la visión del poeta de Gotas amargas. Con él se oyó un balazo que resuena aún más allá de nuestros habituales linderos del olvido. Todavía hay quienes se preguntan por la causa del intempestivo suicidio. Como si fuera poca cosa vivir en un país que desde siempre ha estado de espaldas a sí mismo. Lo dijo alguna vez Pedro Gómez Valderrama: Silva “amó tanto el alma de las cosas, que el alma de la noche lo cubrió”.