La tercera realidad. Escritos sobre paz, reconciliación y derecho humanitario

POR UNA PAZ MÍNIMA

UNA OPORTUNA REFLEXIÓN PARA LA COYUNTURA QUE VIVE COLOMBIA

Fragmento del libro:  La tercera realidad .Escritos sobre paz, reconciliación y derecho humanitario    de  Jorge Giraldo Ramírez

A aquella concepción extensa y utópica —en la peor acepción del término— de la paz, propongo que opongamos una idea mínima que permita realizar en nuestro país las condiciones básicas para la convivencia social. Algunos rasgos de esa paz mínima podrían ser los que expongo enseguida.

La paz negativa es cese de las guerras

La paz no debe tener otro significado que la ausencia de guerra, entendida esta como el conflicto de intereses entre grupos cuya solución se confía al ejercicio de la violencia organizada (Bobbio, 1992, p. 162). El escenario de la paz es la guerra, su solución militar o la negociación. En las actuales condiciones del país, un acuerdo entre las minorías armadas es menos malo que el triunfo de una de ellas. El país vive diferentes guerras y cada una de ellas debiera resolverse negociadamente.

La paz positiva es convivencia

En la teoría política el pacto social —que se materializa en la Constitución—, es siempre un pacto de paz. Esta es una de las razones por las cuales la paz aparece asociada con el contrato social y con el surgimiento de los estados modernos. Pero se trata, precisamente, solo de los conflictos al interior de un Estado, de las guerras civiles, porque los tratados de paz entre los Estados no exigen que después de la guerra haya convivencia entre ellos y, por tanto, la reconciliación no es necesaria (recuérdese que en medio de la llamada guerra fría se hablaba de coexistencia, cosa harto diferente de convivencia).

 

Por el contrario, en el caso de una guerra entre con-ciudadanos, aún esta paz mínima al interior de un Estado exige un acuerdo de convivencia que construya lazos duraderos entre los asociados, de lo contrario el fin de los combates sería temporal o se abriría paso a la división definitiva de la sociedad (en varios Estados, por ejemplo).

La paz es una cosa distinta a la cuestión social

La cuestión social y, en general, los contenidos que se asocian a lo que contemporáneamente llamamos los derechos, son una cosa distinta a la paz. La cuestión  social se relaciona con la paz solo en sentido general, expresado magníficamente por Gaviria Díaz cuando dice “la paz es justamente un medio para lograr que los derechos humanos tengan plena vigencia” (1997, p.) (detengámonos en las implicaciones que tiene esto, que es totalmente opuesto a la concepción que domina nuestro lenguaje). En el caso colombiano hay una relación particular entre paz y cuestión social, y estriba en el hecho de que la principal contraparte de la guerra hoy (las Farc) la haya colocado en su agenda aunque —sin duda— de manera restringida.

La justicia entendida como resolución de los problemas estructurales de inequidad, pobreza, necesidades básicas insatisfechas, nunca es resultado de una guerra. La guerra siempre dejará más miseria y ruina a la mayoría de la población y a la propiedad pública. La guerra es, de hecho, el festín de los recursos de un país, aunque pueda representar el enriquecimiento de unos pocos. Un buen acuerdo de paz lo mejor que puede lograr es aunar propósitos para la resolución a largo plazo de estos problemas. El acuerdo de paz no es nunca, y no puede crearse la más mínima expectativa al respecto, la llegada de una realidad inédita y feliz, es, más bien, el comienzo de una nueva relación social entre los ciudadanos.

 

La paz es distinta de la justicia (en sus otras acepciones más comunes)

La justicia entendida como la aplicación taxativa de la ley no tiene sentido, porque lo primero que cuestiona la división de la sociedad es la legalidad existente. La fórmula que pretende resolver el conflicto haciendo cumplir la ley es, en otras palabras, lo mismo que proponer una victoria militar del Estado. La primera tarea de un acuerdo de paz es crear una nueva legalidad.

La justicia entendida como castigo suele muchas veces convertirse en fermento de odios. Por esta razón los expertos que han sistematizado procesos de reconciliación sugieren mucha cautela con los procedimientos justicieros de este tipo, planteando que “No debemos permitir que las exigencias de justicia retributiva amenacen la búsqueda de la paz y la reconciliación” (Ahorsu, 1999, p. 9).

No significa esto que este tipo de justicia no tenga lugar en los procesos de paz, más bien indica que debe subordinarse a propósitos más colectivos y elementales. El castigo en este tipo de procesos se limita a quienes no han accedido al reconocimiento de sus crímenes y, en consecuencia, no se han beneficiado del perdón bajo la forma política de amnistías; o se restringe a sanciones sociales, degradaciones, castigos pecuniarios o restricciones de los derechos políticos. Ello implica, centrar la atención en la reparación social, económica y moral a las víctimas.

El lema de paz con justicia, como vemos, es más bonito que explícito, más fácil de corear que de poner en práctica. Así las cosas, ¿cómo entender la justicia?

Justicia política

Toda idea de imponer unas condiciones de paz externas a la voluntad de las partes contendientes tiende a fracasar. Esa es una de las lecciones históricas de las soluciones ensayadas para guerras concretas. Este es ya un factor contra el establecimiento de estándares universales, abstractos y exigentes para el logro de la paz[1]. Para el caso de la paz civil, que se identifica con la convivencia, sus términos deben partir de la existencia de una identidad común y del reconocimiento de todos los grupos que la constituyen[2]. La discriminación, la instrumentalización y la estigmatización del combatiente son los vehículos de las condiciones para la humillación y para el nuevo juego de las exclusiones en situaciones de posconflicto. Como tales, son barreras para el establecimiento de la paz y el logro de la reconciliación. Este diagnóstico de Ignatieff le lleva a proponer un compromiso entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad.

En este contexto la justicia política es el resultado de la deliberación y del acuerdo social. En palabras de Ahorsu: “la justicia implica que el resultado de las disputas o conflictos es aceptado satisfactoriamente por la sociedad e incluso por los litigantes” (1999, p. 9). La tesis de que los términos de la paz, la reconciliación y la justicia sean establecidos desde el trono del globalismo humanitario elude la posición moral de las comunidades políticas, es refractaria a la deliberación pública y al pluralismo político, y es extraña a toda acepción de la democracia.

Las tentaciones impositivas se exacerban cuando la guerra parece haberse zanjado mediante la victoria. El sentimiento de victoria hace sentir el compromiso como innecesario, estimula los sentimientos de venganza y enrarece el ambiente para un posconflicto con sólidas bases morales[3]. Ignatieff observa que “la victoria encierra al vencedor en un olvido que le libra de la vergüenza y el remordimiento, sentimientos imprescindibles para encontrarse con la verdad” (Ignatieff, 2002, p. 242). Las apelaciones de las guerrillas sandinistas en Nicaragua, por ejemplo, a la generosidad en la victoria simplemente ponen de presente la tendencia implícita de los vencedores a asumir el comportamiento del vengador.

He ahí un concepto de justicia que podríamos denominar político porque no entraña ninguna idea previa y global del bien, que se acerca bastante a las posibilidades de esta paz mínima. En este sentido, y solo en este, podríamos aceptar la relación entre paz y justicia.

Bibliografía

Ahorsu, K. et al. (1999). Conflict Resolution, Sustainable Peace, Reconciliation and Justice: The Role of International Criminal Tribunals and Truth Commissions. Uppsala University, May 1999.

Bobbio, N. (1992). El problema de la guerra y las vías de la paz. Barcelona: Gedisa.

Ignatieff, M. (2002). El honor del guerrero. Madrid: Punto de lectura.

[1] “No existe nada parecido a una pura voluntad en la vida política. No es posible adoptar un criterio que haga depender la intervención de la pureza moral de quienes deben ponerla en práctica” (Walzer, 2001, p. 11). “Existe una desconexión moral entre los nuevos artífices de la guerra y los intervencionistas liberales que representan los nuevos valores morales” (Ignatieff, 2002, p. 15).

[2] “Nada se conseguirá mientras el guerrero no posea un concepto de lo que resulta honorable o no para un hombre armado” (Ignatieff, 2002, p. 164).

[3] “El lenguaje grupal de la amenaza y el ultimátum… [es la] víspera de la guerra civil” (Ignatieff, 2002, p. 88).