Nadie es eterno

Nadie es eterno de Alejandro José López. Reseña de Óscar Osorio

Por: Oscar Osorio.
En NTC.

Por: Óscar Osorio. Profesor Titular Universidad del Valle

Esta reseña fue leída durante el lanzamiento de la novela Nadie es eterno en la ciudad de Cali, el sábado 22 de septiembre de 2012. Fue publicada en el portal cultural NTC…

Flaubert 1

Una de las escenas memorables de Madame Bovary es el recorrido en coche de Emma con León, durante su reencuentro en Ruán. La escena es de un gran contenido erótico. Se advierte la extrañeza de la gente que ve el coche deambular de un lado a otro, bamboleándose con las cortinillas cerradas mientras el cochero se desespera por la sed y la incertidumbre. En algún momento una mano desenguantada se asoma por la ventanilla y bota algunos fragmentos de papel. Y todo queda dicho. El fragmento es una obra maestra de la sutileza narrativa. En Nadie es eterno asistimos a una escena que tiene el fragmento de la novela de Flaubert como referente y que me parece de la mayor importancia para precisar la propuesta estética de la novela de López. Rafico se sube al carro con el doctor Álvarez y casi inmediatamente comienza a hacerle una felación mientras el doctor conduce el coche por las calles de Tuluá. En Madame Bovary la narración se hace desde el punto de vista de una mirada exterior al coche, lo que obliga a una total inferencia de lo que allí ocurre. En Nadie es eterno la mirada va y viene del exterior al interior del vehículo, con explicitación del contenido sexual. Dado que resultaría muy forzada la imagen de un carruaje tirado por caballos deambulando por las calles de Tuluá con las cortinillas echadas, el carro de los amantes homosexuales tulueños termina su recorrido estrellándose contra una carretilla tirada por un caballo. Este evento sirve no sólo para afianzar el llamado intertextual, sino para precisar que este es un intertexto en clave bufa. Pero no se agota allí.

En la aspiración a la perfección formal que define la obra de Alejandro José López, la influencia de Flaubert es axial. Lo ha leído con pasión, lo ha enseñado con rigor, lo ha estudiado con devoción. Quienes hemos acompañado al autor en su esfuerzo escritural, sabemos de sus obsesiones artesanales: la palabra que no se puede repetir, la puntuación impecable, la medida del párrafo, el adjetivo preciso (cuando se precisa), el equilibrio narrativo, el desembrague acertado. Mucho de ello lo debe a Flaubert. La pregunta es, entonces, ¿por qué traer una de las escenas más bellas de su maestro, pero en clave bufa? La respuesta contiene el fundamento estético de Nadie es eterno. Trataré de explicarlo brevemente, pero antes debo hacer un amplio paréntesis para examinar el contenido de la novela y ubicarla dentro de una tradición con la cual se establecen diálogos ineludibles.

La violencia como tema literario

La literatura de la violencia es la más prolija y la más despreciada en Colombia. La violencia como tema literario fue condenada activamente durante la segunda mitad del siglo XX, como uno de los elementos de una estrategia de censura que buscaba, como bien lo sostiene Augusto Escobar, imponer el olvido sobre los cruentos acontecimientos de la violencia política y borrar la identidad de los responsables. Con este propósito, se recurrió a la vetusta consideración de que sólo algunos temas tenían dignidad literaria: el honor, el valor, el amor… Ese prejuicio, que se mantiene en nuestros días, traza una sanción negativa a priori sobre la novelística con tema de narcotráfico y/o sicariato. Por ello, se ha acogido con tanta irresponsabilidad y gozo en todos los círculos literarios la denigrante expresión “sicaresca”, acuñada por Abad-Faciolince, para sancionar esta narrativa. Quienes nos movemos en el mundo de la academia literaria y expresamos nuestro interés por esta literatura recibimos frecuentemente como respuesta un gesto burlón, una sonrisa de superioridad intelectual, y, a veces, alguna frase hecha que tiene como núcleo la palabreja de marras. Las más de las veces, esos juicios son el producto de una ignorancia crasa y hacen parte de esa lamentable tradición académica que asume como propios juicios ajenos que ni siquiera consulta.

No obstante estos prejuicios que Alejandro José López conoce, él se ve impelido por la fuerza de la realidad a contar eso que lo ha definido a él mismo como sujeto: la experiencia de una sociedad condenada a la más terrible de las violencias. Él sabe, lo ha leído en muchos maestros y lo aplica con obsesión, que la virtud literaria de un texto no se define en su tema sino en su realización formal. Pero también sabe que es fundamental para un escritor que hace literatura realista la solidez de su posición frente a lo real. Por ello, una de las primeras características de esta novela es su resistencia a la reducción monotemática. La violencia del narcotráfico y la del sicariato es centro de la anécdota en Nadie es eterno, pero la novela explora con acierto otras dimensiones de lo humano: el amor, la amistad, la identidad, la lealtad, la búsqueda del padre, la magia y las estructuras míticas que permanecen en el pensamiento latinoamericano, la fuga del deseo.

La anécdota misma evita cualquier intento de reducción y esto se advierte nítidamente en el examen de las dos historias centrales de la novela: la de Pacho Tiro y Alberto, y la de Rafico y Álvarez. La primera historia es plenamente la historia de la violencia, contada a través de las víctimas (Alberto, Albamatienza, Jacinto, Claudia y Patricia) y los victimarios (Pacho Tiro, Valentierra, los sicarios); la segunda es una historia de amor y de liberación. La primera historia señala por un lado el destino de los victimarios: el poder y la violencia; por el otro, el de las víctimas: la muerte (Albamatienza, Claudia y Alberto) el desplazamiento (Jacinto y Patricia). La segunda historia señala la posibilidad de ser feliz, incluso ante la adversidad social. Esa es Colombia, el Valle del Cauca, Tuluá: escenario del odio y el amor, de la bondad y la crueldad, de la violencia y la liberación. De eso deja una clara constancia la novela.

La caracterización de los personajes también da cuenta de la necesidad de escapar al duro constreñimiento que la realidad impone sobre el texto. Señalo únicamente los dos antagonistas centrales: Pacho Tiro, el victimario; Alberto, la víctima.

La figura de Pacho tiro se construye con unos rasgos bien precisos: obediencia, lealtad y admiración por el patrón; el dinero y el sexo como valores supremos; absoluta ausencia de miedo y capacidad de enfrentar la muerte (la suya, la del padre, la ajena) con una pasmosa tranquilidad; frío y calculador ante el peligro, apasionado y despiadado como victimario; el crimen como destino, como propósito y como sentido de su vida. Su signo y su sino es la maldad, el verdadero Mal y el Mal puro, en términos de Bataille. Pero la novela evita el fácil maniqueísmo de esta condición oscura del personaje al insistir en el incondicional amor de Pacho Tiro por su hermano (lo que nos recuerda, por supuesto, a Heathcliff, el impresionante personaje de Brontë sobre el que Bataille soporta buena parte de su reflexión sobre el Mal).

Lo propio ocurre con Alberto, la víctima. El personaje se define en un entorno de afecto y lealtad: el amor incondicional de la madre, el cariño de Claudia, la amistad y lealtad de Jacinto, la educación para el bien. Sin embargo, se queja permanentemente de esa educación para la paz. Desea un poco de maldad en su alma, la capacidad de matar. Desprecia del padre el legado pacifista. Ante una realidad tan espeluznante y ante la inminencia de la muerte, Alberto se desespera porque el padre no lo educó en la violencia y se condena a muerte.  Pero volvamos al asunto intertextual.

Ese movimiento entre el amor y la violencia nos lega personajes que resisten cualquier maniqueísmo. Y en ello hay un diálogo muy directo con algunas novelas de la violencia en Colombia, cuyos crueles asesinos son al mismo tiempo sujetos que se definen en el amor: El Cóndor de Álvarez Gardeazábal; los sicarios de Fernando Vallejo; la amada asesina de la novela de Franco Ramos; El bárbaro ejecutor de El cronista y el espejo; el Chatarra de Sangre Ajena.

Otro elemento que se devela esencial en la poética del texto para liberarse del parasitismo de la realidad del que adolece una abundante literatura de la violencia es la construcción de un amplio tejido simbólico que traza las conexiones esenciales con la realidad a través de imágenes de la naturaleza: el gavilán que se come las crías del picabuey alegoriza la masacre repetida en nuestra geografía nacional; las postales del paisaje vallecaucano metaforizan un tejido social descompuesto y violento; el río sentina como imagen del espanto; las aves tramitan la idea de la violencia y la indefensión; las alimañas del campo simbolizan la horda de los criminales; las cabezas disecadas (tigrillo, toro y jaguar -y patrón-) son el poder que anula la muerte; la araña devorada por los hijos como imagen del mundo del crimen.

Y, por supuesto, la historia amorosa de Rafico y Álvarez, que es a su vez historia de amor y denuncia de las absurdas presiones sociales sobre los homosexuales. Una historia de amor y de liberación que se margina de la violencia criminal ambiente y enaltece otras formas de la convivencia en estos escenarios tan difíciles.

Intertexto 2: Homero, Kafka, Isaacs

Al igual que se hace con Flaubert, estos autores son llamados para enfatizar la degradación de nuestra realidad, a la vez que para dejar las señas de la poética que define la novela: la realidad de la violencia y de este tejido social degradado se narra con las herramientas de la más eximia tradición literaria. Anoto brevemente tres intertextos, que resultan esenciales a este propósito:

Volviendo a la historia de Alberto, la clave de la formación del personaje está en dos intertextos. Este personaje se define en la imposibilidad de escapar al destino trágico por la herencia del padre que lo abandona. Alberto sabe que su única alternativa es liquidar al enemigo y cobrar venganza de las afrentas recibidas, pero no está formado para ello. El sentimiento de venganza crece en su espíritu, hasta que se torna en algo físico y Alberto ve que sus extremidades inferiores se han convertido en una cola de escorpión y de su boca sólo salen aullidos indescifrables. La impotencia, la soledad, la incomunicación contenida en el bicho kafkiano se remiten aquí a la violencia, la venganza y la pulsión del crimen. No obstante, esa venganza no se ejecuta porque Alberto está educado en el bien. Entonces descarga toda la furia de su incapacidad de violencia en la figura del padre, que López elabora a través del héroe homérico. El padre le regala un reloj a Alberto. Cuando los abandona para siempre, el hijo comienza a reelaborar ficcionalmente la escena del regalo, que ya no es un reloj sino un cuchillo que el padre valeroso le enseña a usar para enfrentar a los enemigos, para la venganza. Pero toda esta fantasía se cae ante la evidencia del legado paterno que el hijo desprecia y a quien llama Nadie. La escena de Odiseo frente al Polifemo, el engaño exitoso de hacerse llamar Nadie, están al servicio de señalar la astucia como elemento esencial en la constitución del héroe. En esta novela, sirve para señalar la pusilanimidad del padre. Nadie es el nombre del desprecio, de la cobardía, del legado que se repudia y que condena a muerte.

Otro intertexto esencial es el de Isaacs. El relato B está compuesto por 22 postales que recogen el paisaje vallecaucano en toda su magnificencia. Ello evoca inmediatamente el paisaje en la novela de Isaacs, pero con un sentido diferente. En María el paisaje se modifica al tenor de estado de ánimo del narrador, que es lo propio de la tradición romántica. En Nadie es eterno, el paisaje expresa esa magnificencia de la naturaleza vallecaucana, pero se llena de aves agresivas, de alimañas que se deslizan bajo los abrojos al acecho, de inundaciones de cadáveres. Es decir, el paisaje de estas postales alegoriza la degradación social que sirve de contexto a la novela. Pero volvamos a Flaubert.

Flaubert 2

Reelaborar el delicado cuadro flaubertiano mediante la explicitación sexual del paseo en carro parece una apuesta arriesgada. La escena es deliberadamente rudimentaria: una desembraguetada sin transición y un afanoso succionar mientras avanzan por las calles de la ciudad para terminar estrellándose contra una miserable carretilla tercermundista. Esa es la apuesta del texto. La pregunta es, ¿cómo enfrentar literariamente una realidad degradada en la violencia, en la descomposición del tejido social, en la caída de valores, en la brutalidad ambiente? La perfección formal del texto es el único crisol en el que puede fundirse el barro de esta realidad es la respuesta de la novela de López y por eso une al afán intertextual una estructura formal de relojero.

La novela se construye a partir de cuatro relatos que se van intercalando de manera secuencial y milimétrica a lo largo de cinco capítulos, aunque en los dos últimos capítulos se invierte el orden de este encadenamiento secuencial: 1-3: ABCD, 4-5: DCAB. Los capítulos impares están conformados por cuatro bloques de cuatro secuencias y los pares por cinco bloques de cuatro secuencias, así: I: ABCD x 4; II: ABCD x 5; III ABCD x 4; IV: DCAB x5; V: DCAB x4. El relato A se hace en primera persona y en presente; el B, en segunda persona y en presente; el C, tercera persona y en pasado; el D, en tercera persona y en presente.  Es decir, la estructura de la novela es la suma perfecta de distintas experimentaciones narrativas, que no dejan grieta alguna y que evidencian el tremendo conocimiento del arte narrativo que tiene el autor. A la manera de Poe, todo es extremadamente racional en esta estructura. Incluso la inversión del encadenamiento secuencial de los capítulos 4 y 5, se justifica en la necesidad narrativa de terminar la novela con la secuencia doble del relato AB, con la que inicia el texto. Es decir, la novela comienza en el relato de Pacho Tiro que se complementa con la postal alegórica y termina con ese mismo relato y su postal, que alegoriza el sentido final de la novela: la violencia continúa cada vez con más severidad, con más sevicia en cada generación.

Esta estructura procura un equilibrio narrativo matemático, cuyo propósito es mantener atento al lector y que devela una profunda convicción autorial que entiende una arquitectura narrativa sin resquicios como elemento indispensable de la perfección formal. Lo que tanto admira López en escritores como Mario Vargas Llosa y Manuel Puig, una de sus más recientes pasiones, es, sin duda alguna, una de las ambiciones de esta novela: la perfección formal. Ambición que también se advierte en la limpieza y musicalidad de la prosa, en la precisión de la frase y en todos esos rasgos de la artesanía literaria que ya conocemos en los otros libros de López, pero con un ingrediente nuevo en el relato C: el uso de una puntuación muy personal y novedosa para señalar los diferentes desembragues narrativos.

Si el pecado mayor de la peor literatura de la violencia es su parasitismo de la realidad, su vocación servil, su dependencia de los fenómenos históricos que le sirven de referencia, la mayor virtud de la mejor novela de la violencia es su capacidad de contener una compleja realidad con la inalienable independencia del hecho literario. Alejandro José López claramente se sitúa en el segundo grupo.

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