Miles Davis en la sombra

Miles Davis en la sombra

12 de Abril, 2012. Por: Ramon Cote Baraibar .
En Sílaba Editores.

Si hay una característica que predomine en la obra narrativa de Elkin Restrepo (Medellín, 1942) no es la brevedad, que ha cultivado con esmero, ni la delicadeza de sus descripciones, que ha sabido emplear como una aceleración o desaleración gradual en la velocidad de sus cuentos, ni tampoco la instalación inmediata del lector en una atmósfera propia, ambigua y sugerente. Nada de ello se equipara a esa especie de tono menor deliberado, como si fueran esas notas de piano suaves que acompañan al fondo de una gran orquesta. Con ese rasgo, que es marca de la casa desde hace muchos años, Elkin se desvía con gran juicio de lo estruendoso o de lo meramente ornamental o de lo estrictamente efectista: él prefiere ser parte del coro en lugar que ser el solista, prefiere narrar desde el anonimato y sus dudas y no desde una persona que se sabe ungido por la revelación de los enigmas, y prefiere en lugar de esto dejar ese sinsabor amargo de sus historias breves en la garganta del lector, quien una vez atrapado en su enjambre transparente y nada ampuloso pide sin saber por qué otra historia, otro renglón adicional, pero que él ha preferido suprimir y salir por la puerta de atrás, en silencio, como los coristas mencionados, esos que salen a la calle solitaria, sabiendo que nadie los espera con un ramo de rosas. Y esa no es una cuestión de estilo: es una cuestión de carácter.

Decía el gran escritor norteamericano John Cheever que el cuento es la literatura del nómada, queriendo decir con esto que, por un lado, el cuentista es aquel que va de un lado para otro observando, variando su punto de vista, como un viajero extraviado que va en busca de pequeños datos, esos que se encuentran en las páginas interiores de los periódicos regionales, enamorado de lo pasajero y de lo menor, es decir, obsesionado de las noticias que a nadie más le importan sino a él. Y por el otro, es la literatura del nómada porque sus lectores se asemejan a su propio tránsito fugaz, que por varios motivos prefieren las narraciones cortas que abandonan con rapidez, como si de repente se acordaran que tienen una cita con el dentista.

Ese mismo tono un tanto asordinado, como si fueran los solos de la trompeta de Miles Davis y sumado a esa especie de contención escalofriante, que en ningún momento bordean el microcuento ni su obligado final intempestivo, los ha venido cultivando desde hace varios años, tal como se puede observar en FÁBULAS (1991), Sueños (1993), del Amor lo pasajero (2006) y La bondad de las almas muertas (2009) vuelven de nuevo en la ORFANDAD DE TELÉMACO, libro que reúne 28 cuentos, hermosamente editado por SÍLABA EDITORES, que viene precedido por un prólogo de Cobo Borda, autor con quien comparte no solo edad, generación y fervor por la poesía, sino también un gusto por la ironía y por el autodestructivo placer de la inteligencia. Pero volvamos un momento a FABULAS, el libro mencionado, donde el autor, contraviniendo su regla de oro de no salir a la platea, nos dice en el prólogo lo siguiente:

“No podía entender entonces que las fábulas reclaman siempre una gravedad. Y me atrevo a decir, cuando la idea de la literatura ha madurado, que no hay metáfora o mito que no encierre una revelación y que ésta es la manera como se manifiesta siempre el enigma… Es la poesía la que siempre nos está recordando que lo sagrado aguarda a nuestras puertas. Y, en verdad, no es otro el particular asunto a que se responde cada que se escribe una página o un libro”. Ya hace más de veinte años que Elkin escribiera estas palabras y ahora, más de veinte años después, lo sigue suscribiendo, pues estos cuentos en apariencia, como se ha dicho, asordinados o en deliberado tono menor, esconden un sustrato que una vez acabada su lectura nos dejan con la sensación de que ocultan algo, de que, por otra parte, suceden en ellos desconocidas epifanías.

En su cuento UN DIA OSCURO (página 109) deja una frase al aire, dicha por uno de sus protagonistas: “El mundo sólo se acaba para el que se muere”. Aparte de la precisión de la frase, que ha deslizado como si fuera una carta que entra indiferente en un buzón, de su verdad arrasadora y contundente, esa frase también, o mejor, su raciocinio, se puede convertir en algo así como que el mundo sólo empieza para el que lee, aseveración que se puede hacer para los lectores de este libro, libro que nos muestra un abanico de personajes y situaciones apenas delineadas por unas observaciones agudas, precisas y que tienen un sentido de la contención que proviene de la mejor poesía. Por eso se decía al principio que no se pueden llamar breves a estas historias sino más bien contenidas, como si nacieran de un marco que ya tiene configurada en sí misma su extensión. Y su profundidad. Ya que se menciona este aspecto, la poesía, tanto en este volumen como en sus anteriores producciones, el autor, conocido como uno de los grandes poetas de Colombia, huye tanto de lo “poético” como de lo excesivamente literario, ya que el autor sabe como pocos que su aparición desentonaría del sonido del conjunto. Y precisamente a esto quería llegar: la prosa de Elkin no necesita reinventarse en cada cuento para ser distinto. Al contrario, por conocer tan bien sus registros, crea una música propia, que otros podrían llamar estilo, la cual se propaga de un cuento a otro hasta el final de sus páginas. Eso es lo que Marguerite Yourcenar denominaba en el prólogo de Alexis o el tratado del inútil combate como la “acústica del libro”.

Como un libro de cuentos tiene la ventaja frente a la novela de que se puede empezar por cualquier parte, invito al lector a iniciar este itinerario de accidentes, de revelaciones, de contenciones, de epifanías asordinadas, con el cuento “Las manos de Verónica” (Página 97). Aparte de tener un primer párrafo que no deja ninguna duda de la maestría de su autor, Elkin hace aparecer en un extraño rancho varias de sus obsesiones: la soledad necesaria pero incómoda, una mujer sacada como de una de las películas que tanto ama, Verónica Lake, la estrella de cine de los cuarenta, el ambiguo pacto aceptado por el protagonista, sus obsesiones, así como la envidia, el suspenso que flota y que se acrecienta a medida que pasan no por sus páginas sino por sus renglones, y su final construido, inesperado.

Nos encontramos, entonces, ante un libro de cuentos donde se respira a veces el aire de Chejov o de Cortázar o de Borges o de Carver, que va retratando parejas de los años sesenta o jóvenes del nuevo siglo, con una ironía y una precisión deslumbrante, que no buscan ni lo deslumbrante sino simplemente el ardor, y que nos recuerdan nuevamente que lo sagrado siempre está aguardando a nuestras puertas. Sin ramos de rosas pero sí con un fondo de la trompeta melancólica de Miles Davis.