La voz de Pablo Montoya en italiano

La voz de Pablo Montoya en italiano

29 de junio de 2017. Por: Fabio Rodríguez Amaya.
En El Espectador.

Fragmento del ensayo “Elogio del silencio”, que acompaña la traducción italiana de Ximena Rodríguez Bradford, en la edición ilustrada de Tríptico de la infamia.

“Montoya urde con inteligencia una trama narrativa imperceptible y polifónica”, dice el profesor Fabio Rodríguez Amaya. /Archivo

“Desde el centro de la ciudad, las campanas de la catedral empezaron a sonar. El mundo pareció sumergirse en la gravedad de los badajos. Luego, cuando el último sonido se volvió eco inaudible, escucharon el viento. Seguía soplando con fuerza. Pero, por un instante, como la música, su estruendo se hizo lejano”. Con ligereza, en una tersa secuencia de murmullos graves la voz narradora de Tríptico de la infamia, que no se ha desbordado y tampoco refrenado, se desvanece. La palabra, al adentrarse en las geografías del silencio, como revela el Popol-Vuh que era en los orígenes, pone fin a un ciclo narrativo.

Precedido por La sed del ojo (2004) que marca el exordio como novelista, dicho ciclo lo integra una trilogía escrita en el arco de seis años, compuesto por Lejos de Roma (2008), Los derrotados (2012) y Tríptico de la infamia (2014). El autor de estas novelas es el colombiano Pablo Montoya Campuzano (Barrancabermeja, 1963), hasta 2007 artífice de una notable producción en poesía, cuento y ensayo, y profesor de literatura en la Universidad de Antioquia, además de músico diplomado en flauta travesera y, no último, doctor en literatura en París III-Nouvelle Sorbonne, con una tesis dedicada a quien considera el mejor de sus maestros: el cubano Alejo Carpentier.

Las leen y estudian bajo la etiqueta de novelas históricas. Cierto sólo en parte porque, ante todo, son novelas –sin adjetivo–, de las mejores y más responsables escritas en Colombia en las dos primeras décadas del siglo xxi, junto con las de Luis Fayad, Roberto Burgos, Julio Olaciregui, Consuelo Triviño, Tomás González, Ricardo Cano y Julio Paredes. Y, además, son novelas cultas permeadas por la poesía en cuyo trasunto, lo histórico y la historia son sólo uno de los expedientes para pensar un País: Colombia, que es al tiempo un Continente y también Occidente, núcleo en esta trilogía de especulación y materia ficcional sobre los seres y las geografías, las sociedades y las culturas que los constituyen.

La esencia de las tres narraciones, al igual que la pintura y la poesía, se enraíza en la imagen, germina en el numen, se expande en la palabra, genera una ca[ní]bal Imago mundi y deviene una cosmogonía. De este modo configura una unidad virtual y no declarada, donde los protagonistas encarnan arquetipos, en la estricta definición de ideas fundacionales, imágenes primordiales, modelos de entendimiento y de voluntad humanos.

Montoya traduce el conocimiento en fabulación, y lo asienta en un terso implante armónico, donde la música trasiega en texto narrativo rítmico y ritmado, cuya esencia material son la palabra exacta y el verbo medular. Los núcleos temáticos se intersecan, expanden y contraen, en un sistema de vasos comunicantes que proliferan en el rigor de su circularidad para escrutar momentos decisivos de Occidente.

La anécdota que arroja a Ovidio al exilio, el fusilamiento del científico-patriota Francisco José de Caldas, las contradicciones, ayer, de las luchas independentistas, contra la corona española y, hoy, las de la guerrilla y el paramilitarismo colombianos, las vicisitudes de los tres pintores protestantes en la Europa católica y las facetas hórridas de la conquista de América, cobran vida en ámbitos y espacios cuyos protagonistas son los hombres y las culturas, en los tiempos del ‘Nuevo’ y del ‘Viejo’ Mundo. Empalmado en una prosa impecable que recrea sin ambages el terror, las persecuciones y los desmanes del poder civil y religioso, regidos por los dogmas monoteístas, la política y, no de menos, la violencia pública y privada, en ámbitos privados de maravillas, magias y artilugios, y enriquecidos por lo esencial y lo tangible.

Montoya realiza un periplo inédito entre América y Europa, tratando personas y trances sobre los que se ha construido la Historia, con la certidumbre de que los tiempos pasados no han sido mejores y los presentes menos, si a distancia de dos siglos y medio siguen brillando por su ausencia valores elementales, también en las sociedades que se autoproclaman paladinas de la civilización. De la trilogía emerge, con una prosa diáfana y certera, que para el individuo tanto el derecho a la expresión y a Ser y a Estar en el mundo, al igual de las consignas Liberté, Egalité y Fraternité, Libertad y Orden, Patria o Muerte son sólo hontanares de sangre y destrucción, principios hueros, muertos en el acto mismo del nacimiento.

Montoya urde con inteligencia una trama narrativa imperceptible y polifónica. Su fin último es desvelar –sin ideologismos o denuestos–, las aberraciones del Poder –de cualquier bandera y régimen; denunciar la perversión de sus gestores y acólitos; testimoniar cómo éste asfixia cualquier revolución y reprime con la fuerza bruta. Sobre todo desde la firma de las cartas constitucionales que “democratizan” la Felicidad como una concesión, cuando se trata de un derecho inalienable de la especie humana.

Sin subterfugios, con la exactitud del poema y deviene característica su escritura, Montoya exhibe un conocimiento ponderado de Colombia, Latinoamérica y Europa. La ligereza del discurso narrativo, como auspicia Italo Calvino, ahonda el grito de dolor, reclama justicia en estos tiempos de xenofobias y racismos, guerras y saqueos, vulgaridad y desencanto. La trilogía alcanza la excelencia del arte testimonial y, al no ceder al mero regodeo narrativo, se aventura más allá de una esquemática visión para ser, al tiempo, novelística de ideas y de reflexión, rara de estos tiempos pedestres.

La trilogía denota que el trabajo revolucionario (y su fracaso) no es un sueño, suele ser como un gran amor no correspondido y el exilio no es un estado del alma; que artistas, exiliados y revolucionarios, ateos, iconoclastas y rebeldes, constreñidos al designio de los elegidos por instancia divinas, pagan con la muerte en vida y con la vida misma. A rubricar que la reivindicación de la justicia y la equidad, arroja a la humanidad en luchas impares, en guerras fratricidas, impuestas por la soberbia de los señores del Palacio, la Sinagoga, la Mezquita, la Catedral, y la Bolsas de Valores. En esos espacios sin tiempo donde, con ideas blancas, se proclaman verdades blanquecinas proferidas por gargantas y cerebros blancos, narcotizados por la falaz retórica blancófona.

Con la Trilogía, y con el Tríptico de la infamia –recién publicado en Italia en una edición comercial por e/o de Roma y una ilustrada por la Fundación Mudima de Milán–, Montoya, meritoriamente reconocido con los premios “Rómulo Gallegos” 2015, “José Donoso ” 2016 y “José María Arguedas” 2017, ratifica y renueva las palabras de Borges, quien desde hace exactamente un siglo pide a cada poeta “su visión desnuda de las cosas, limpia de estigmas ancestrales; una visión fragante, como si ante sus ojos fuese surgiendo auroralmente el mundo”.