Juan José Hoyos: la vida en otra parte

Juan José Hoyos: la vida en otra parte

31 de octubre de 2016. Por: Jaime Darío Zapata Villarreal.
En EL Mundo.

Este es un perfil que retrata la intimidad del periodista Juan José Hoyos desde su casa en la zona rural de Cisneros, Antioquia. Hoyos, quien es uno de los cronistas más prestigiosos del país,recibió hace poco la distinción José Felix Restrepo,

Jaime Zapata Villarreal

Juan José Hoyos, en “La dacha”, jugando con Caramelo.

Algunos minutos atrás todos habíamos estado —eramos cuatro en total: dos periodistas y dos perros —merodeando el nacimiento del río Nus y aclimatándonos a su temperatura ambiente, con las manos dentro del agua, como alisándola, con los pies —todavía calzados— rozando tímidamente la pequeña orilla sembrada con rocas de diferentes tamaños. Pero ahora, y con la idea de regresar a casa antes de que oscurezca, el cielo se ha ensombrecido de súbito y ya la tarde exhala sus últimos espasmos de luz. Un viento frío y seco, como punzadas de alambre en los huesos, acentúa su presencia en nosotros al penetrar en la piel. Los perros —por instinto o por hábito— husmean con desconfianza los pasos de su dueño, como vigías atentos ante un barco a punto de naufragar.
—Mirá cómo está la noche. ¿Seguro que no te molesta caminar en la oscuridad? — pregunta uno de los periodistas.
Un concierto progresivo, auspiciado por el sonido de las chicharras, ladridos de perros y un murmullo de voces de las casas aledañas, cancela por momentos cualquier posibilidad de conversación.
—Shhh. Escuchá cómo cantan. ¿Acaso no es hermoso ese sonido?
Los pasos se hacen más lentos a medida que el camino se abrevia. Los pies, entretanto, tantean alertas a la caza de cualquier crujido irregular, como haciendo braille sobre el suelo. Mientras la intensidad de los sonidos mengua y el paisaje se hace más familiar, Juan José Hoyos piensa en voz alta en lo afortunado que es al vivir donde vive ahora, lejos de la ciudad, sin su ruido diario ni su rutina urbana con sus demandas precisas, intransigentes, sus problemas de todos los días.
—Yo no cambiaría esto por nada, ¿sabes? Aquí tengo todo lo que necesito. Cisneros me ha acogido de maravilla. Vivo feliz con Marta y mis perros y ahora puedo escribir con más tranquilidad, sintiendo toda esa naturaleza alrededor. Yo en Medellín no podía hacer esto: pasear todos los días como estamos paseando ahora. Me reconforta hacerlo en las mañanas, con Caramelo y Lara, que siempre me acompañan. También me ayuda a reflexionar sobre muchas cosas.
Una de las cosas que reflexiona ahora, mientras franquea la oscuridad camino a casa —a contracorriente del clima sosegado que impera esta noche—, son los hechos recientes que han convulsionado la realidad nacional en los últimos días, por ejemplo: los resultados del plebiscito del 2 de octubre.
—¿Le sorprendió el resultado?
—Uno todavía no deja de sorprenderse. ¿Cómo va a pasar una cosas de esas? Pero pasa. Sabes algo curioso: cuando estaba revisando la nueva reedición de mi libro El Oro y la sangre, me di cuenta, releyéndolo, que no hemos cambiado nada desde aquel entonces. Seguimos siendo el mismo país que describí en ese libro: egoísta, ambicioso, desalmado. Se supone que las cosas cambian, pero nosotros no, vamos al revés: de mal en peor. Eso me dejó vacío.
Una luz temblorosa caracolea sobre los rostros esparciendo pequeñas dosis de fulgor en señal de reconocimiento. Se ha hecho un silencio sin fisuras después de esa última aseveración, agenciado por el cansancio y la sensación de que algo de verdad se ha vaciado.
—Más bien apurémonos. Ya está tarde y Martica debe estar preocupada— dice.
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Juan José Hoyos nació en Medellín(1953) y vivió en el barrio Aranjuez, donde pasó su infancia y adolescencia rodeado de libros, primero, por influencia de su padre, y ya después por un amor propio que fue creciendo y alimentándose con cada lectura. Libros como el Diccionario de Larousse ilustrado, Don Quijote de la Mancha, Las mil y una noches y La Divina Comedia, entre muchos otros, marcarían un inflexión en su manera de rememorar su vida en la actualidad:
“Tenía 11, 12 años y acababan de empezar las vacaciones escolares de mitad de año. Durante dos semanas, estuve encerrado en uno de los cuartos de mi casa, maravillado con las locuras de Don Quijote (…) Mi madre, preocupada con mi encierro, tocaba la puerta del cuarto y me decía: “Mijo, no lea más que se va a enloquecer…”. Yo preferí no hacerle caso”. Este pasaje, extraído de El libro de la vida, una especie de autobigrafía-ensayo sobre su vida y sus lecturas, reconoce a ese objeto (el libro), como parte constitutiva de su existencia. Tiempo después la universidad lo asaltó en plena adolescencia. Con un bagaje de lectura impropio para su edad (tenía 16 años) Hoyos ingresó a estudiar periodismo a la Universidad de Antioquia para luego graduarse, en 1976,  y volver como profesor, diez años después, hasta retirarse en 2008-2009, e irse a “buscar otro lugar en el mundo”, como suele decir.
—Nunca pensé ganar la distinción José Felix Restrepo. Y además ser el primero de la facultad de Comunicaciones en hacerlo. A mí la Universidad de Antioquia me enseñó, además de muchas cosas, a conocer mi país y mi pasado. Y también me di cuenta, en ese mismo lugar, que el oficio de nosotros era más importante de lo que nosotros pensábamos, como estudiante y ya después como profesor— comentaría Juan José, varios años después, en 2016.
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—Vas a llegar a una casa donde una mujer está muriendo.
Esta advertencia, hecha con tranquilidad y un poco de cariño, me la hace Juan José Hoyos en Cisneros, en la casa de Hugo Arias Ramírez, personaje insignia del municipio, a las pocas horas de habernos reunido a eso del mediodía. Es un día claro y el sol que entra por la puerta del balcón se derrama, tenue y lentamente, sobre todos los objetos de la casa. Hugo es el mejor amigo de Juan José en Cisneros y fue la primera persona en impulsar la educación laica en el municipio en los años 60, en un lugar, como muchos otros del país, donde imperaba la formación católica.
—Si me vas a preguntar algo sobre Cisneros pregúntaselo a él. Este sí sabe todo —dice Juan José, sonriendo, y abrazando a su amigo.
La casa de Hugo es un monumento a la memoria. Miles de libros y muebles antiguos, elegidos con esmero y buen ojo, comparten espacio con una colección impresionante de CDS y LPS, catalogados cuidadosamente por su dueño. La casa es su refugio -y el de Juan José cuando baja al centro de Cisneros-, y fue declarada patrimonio histórico del municipio hace poco. Al despedirnos del anfitrión, Juan José plantea un paseo corto por el pueblo antes de subir a su casa de campo, para que conozca un poco.
—Vas a llegar a una casa donde una mujer está muriendo —repite, con tranquilidad—.Es la mamá de Martica, mi esposa. Una mujer extraordinaria. Ha pasado por mucho, pobrecita, y ya está muy mayor. tiene 96 años y desde hace varios años vive con nosotros. Desde hace semanas la estamos cuidando día y noche.
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Un repaso a la biografía de Juan José Hoyos diría que, además de profesor de la Universidad de Antioquia y periodista publicado en varios medios nacionales y extranjeros, es un novelista y ensayista de gran trayectoria. Publicó las novelas Tuyo es mi corazón y El cielo que perdimos, así como los reportajes Sentir que es un soplo la vida (recopilación de crónicas) y El oro y la sangre, con el que ganó en 1994 el Premio Nacional de Periodismo Germán Arciniegas. También, varios ensayos que recorren la historia del periodismo en Colombia y dan pautas para su escritura: Escribiendo historias. El arte y el oficio de narrar en el periodismo y La pasión de contar.
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Después de subir 10 minutos en carro, “Betel”, el nombre que le ha dado Juan José a su casa de campo -vecina al río Nus y a una vieja carrilera- se abre imponente a la vista. De un color zapote claro y cercada y henchida por un verde de varios matices, en su horizonte se extienden montañas robustas donde campean algunas casitas. Caramelo y Lara, los perros de Juan José y Marta, saltan al encuentro de su dueño.
—La casa la compramos en 2004. Se construyó en 2006 y más o menos en 2014 nos mudamos definitivamente. Veníamos cada fin de semana cuando todavía vivíamos en Medellín. Después de jubilarnos, y como queríamos vivir en lugar tranquilo donde hacer lo que más nos apasiona a cada uno, nos vinimos del todo- dice Marta.
En la casa, en una extensión considerable, se pueden vislumbrar ébanos, guacamayas, ceibas, almendros, cipreses y una huerta propia, además de un estanque de tilapias y de un espacio dedicado exclusivamente a las orquídeas que Marta cuida y atesora con cariño.
—Cultivar orquídeas es lo mismo que contar historias: es dar vida— comenta marta, mientras acaricia alguna de las que tiene en el alféizar de su casa.
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“La dacha” es un pequeño espacio que Juan José construyó, a unos metros de su casa (subiendo una pequeña colina), para poder leer y escribir. Allí, entre varios libros y un escritorio con lo necesario, está escribiendo desde hace años su última novela. La llamó así en honor a un cuento de Antón Chéjov, el escritor ruso, uno de sus favoritos. Siempre escoltado por Caramelo, Juan José muestra, orgulloso, un baño vecino que mandó a hacer hace poco, a raíz de un accidente que sufrió mientras escribía.
—El año pasado me caí por ese precipicio y estuve cuatro días internado en la León XIII con varias fracturas. Era de noche y estaba tratando de orinar y pisé mal— cuenta, mientras señala la ladera de la colina y el lugar exacto donde fue a dar— ¡Qué susto! Hasta quedé inconsciente. Si no hubiera sido por Caramelo, que fue ladrando a avisarle a Marta, no sé qué hubiera pasado. Por eso es que no se me despega nunca, viste- agrega, a la vez que acaricia a Caramelo y le lanza una ramita.
La noche siempre ha sido un tema recurrente en la vida y obra de Juan José Hoyos. Además de sus crónicas y su amor incondicional por San Juan de la Cruz, el insomnio, que sufre desde pequeño, lo ha acompañado como una montaña rusa —se agudiza o se atempera— dependiendo de qué esté pasando en su vida.
—A los 15 años comenzó a agudizarse, cuando me metieron a las malas en un internado de curas. Desde el año 1991 hasta el año pasado dormí a punta de pastillas. Y ahorita estoy durmiendo diez o doce horas diarias sin ellas, gracias a varios tratamientos médicos. Pero ahora ha vuelto un poco por la situación de la mamá de Marta, ya que nos turnamos todas las noches para cuidarla.
Cuando el insomnio se le agudiza, Juan José puede pasar de ocho a diez días sin dormir. En esos momentos Marta lo acompaña hasta que puede; en adelante, lo hace a solas, resistiendo.
—Los primeros dos días me divierto mucho: escribo, leo, escucho música.  Al tercer día ya no sé si es de día o es de noche. Al cuarto, cuando cojo el cepillo de dientes, siento que se me va y lo empiezo a perseguir. Y al octavo día empiezo a ver alucinaciones. Es un infierno. Te pone al borde de la locura.
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Es de noche y Juan José saca unas sillas a la terraza, donde el murmullo de los grillos y de una quebrada cercana sirven como música de fondo. Después de haber dado un paseo de dos horas hasta el nacimiento del Río Nus, Juan José está relajado, mirando a su alrededor, con una cerveza en la mano.
—Por lo que he visto parece muy feliz aquí.
—Este ha sido el lugar donde he sido más feliz en mi vida— dice, mientras toma un sorbo de cerveza, y agrega: —Aquí estoy y de aquí me iré para algún otro lugar donde me llame la tierra.
—¿Cómo así? ¿Quiere irse para otra parte?
—No, yo aquí me quedaría toda la vida. Lo que pasa es que esta casa la van a tumbar por la doble calzada de las vías de la prosperidad. Por aquí va a pasar la carretera y nos vamos a tener que ir. ¿Para dónde nos iremos? Para donde la vida nos lleve—asegura, con la cabeza gacha, los ojos cerrados.
—¿Y qué les han dicho?
—No mucho. Las notificaciones han ido cambiando. La primera y la segunda que de pronto la carretera pasaba por aquí. Y la tercera que estamos ciento por ciento afectados por esta carretera. Yo no sé mucho del tema, mi esposa es la que se encarga de eso.
—¿Les han ofrecido alguna indemnización?
—No, hasta ahora no. Esperemos a ver. Yo vivo la vida cada día. Hasta el último día que esté aquí seré feliz. Y después trataré de irme a otro lugar a ser feliz.
—¿No es de arraigarse a los lugares?
—No, yo sí me arraigo, pero en Colombia uno no puede arraigarse a ningún lugar porque a todo el mundo lo sacan de donde está.
Un lamento proveniente del interior de la casa irrumpe y suspende la conversación. Juan José le pregunta a Marta si necesita ayuda o si puede hacer algo, y Marta, con tranquilidad y cariño, le dice que no, que tranquilo, que están bien.
—Pobrecita. No sé hasta cuándo estará con nosotros. Una gran mujer —dice Juan José, como para sí mismo, y agrega, como si la conversación no se hubiera interrumpido: —Me he dado cuenta de que el campo es muy bello, ¿sabes? Que a uno lo despierten los pájaros  y respirar un aire limpio no tiene comparación. Antes de venir para acá yo no veía las estrellas desde hacía quince o veinte años. Me gusta mucho este lugar. Lo amo, no te voy a mentir. Pero uno no se puede oponer al progreso de un país. En Colombia solemos ser muy egoístas. Si porque esta vía pase por aquí esta zona va a ser mejor y va a ayudar a la gente, estoy tranquilo. Simplemente pienso que si el Estado me saca de aquí me tiene que ayudar a tratar de hacer este lugar en otra parte. Donde sea, pero este mismo.
Una luna llena, redonda y limpia, aparece despuntando en el cielo oscuro. Juan José la observa en silencio, como un niño embelesado.
—¿Te puedo pedir un favor?
—Claro.
—Agarrame fuerte la mano. No hablemos más bobadas. Más bien miremos ese cielo.