Humor a la carta

Humor a la carta

Enero-marzo 2015. Por: Emma Lucía Ardila.
En Revista Universidad de Antioquia No 319.

El nuevo libro de cuentos de Janeth Posada, La salida está cerrada, invita desde el inicio. En la portada, sobre un fondo blanco, aparece la imagen de una escultura de la italiana Paola Grizi, In Oltre (Además) cuya textura sugiere la piedra. Una mujer asoma por el marco, casi piedra ella también, con su rostro color de arcilla. En vano intenta ocultar, tras el ocre terroso de la piel, la belleza de los rasgos y la sensualidad de la boca. Invita por misteriosa, porque se rehúsa a mostrar lo que hay dentro del espacio en donde habita y apenas si se asoma, curiosa, para otear algo que la inquieta afuera. Y no mira de frente, sino sesgada, como si conociera bien el objetivo de su búsqueda.

¿Está presa? La escultura suscita la pregunta. El título del libro apuntala la imagen: La salida está cerrada. La mujer, más que miedo, parece expresar cautela. No puede aseverarse qué sucede, ni el nombre de la escultura lo aclara, porque es igualmente ambiguo y porque el marco, que aparentemente la aprisiona, fue alguna vez flor u hojas. Aún perviven grabadas con delicadeza las nervaduras, aunque han perdido la tersura y se hallan detenidas en la piedra, como si también quisieran escapar de la eternidad que las sujeta.

Entramos al libro motivados por esta imagen incógnita, y al trasponer el umbral nos encontramos con un espacio vasto y generoso: su primer cuento, “Muy señor mío”. Digno comienzo que cumple a cabalidad con la promesa de la portada, porque es uno de sus mejores relatos.

Sin ningún preámbulo, inicia con una carta cuyo encabezado es igual al del título: “Muy señor mío”, sugerente por demás, pues habla de una retórica en desuso; del género epistolar, también por desgracia caduco; y anuncia un juego, teñido de humor, que se irá desarrollando a lo largo de la trama del cuento: el de la seducción.

La palabra “señor” marca distancia, es convencional; pero el adverbio resalta el señorío y el posesivo rompe la distancia; se cumple así cabalmente la intención del apelativo, porque el lector, curioso, quiere adentrarse en la intimidad de la misiva y en las vidas del remitente y del destinatario. Y en efecto, de carta en carta, se va entretejiendo una trama que atrapa con seductoras palabras.

Al principio, el lector imagina a un destinatario mayor, debido quizás al apelativo, pero a medida que las cartas avanzan, y con ayuda del narrador omnisciente, descubre que en realidad se trata de un muchacho sin mucha preparación, con más sentido práctico que reflexivo, víctima del enamoramiento de una mujer de la que apenas conoce su nombre.

Santiago, ocupado en atender a la clientela, en su mayoría femenina, entre frutas y verduras, se asombra primero, y luego, paulatinamente, se va transformando, va aprendiendo a ver el mundo con otra perspectiva, más intangible, sugestiva, erótica y llena de incógnitas: “Su vida no estaba para ofensas. Trabajaba duro y no se metía con nadie. No era su culpa no ser un hombre de academia. Su única debilidad, pensaba, eran las muchachas del barrio, que ahora convidaba con menos frecuencia que antes, enredado como estaba en los líos de las cartas y del diccionario” (Posada, 2014: 20).

En este juego los protagonistas se vuelven fieles a su nombre, son “agonistas”. Padecen y hacen padecer a merced de los mensajes, los cuales envuelven en sus redes a Santiago, un vendedor ajeno a los intríngulis que suponen los matices de los significados, las sugerencias, las contradicciones y, en suma, las trampas del lenguaje:

No era un buen tiempo para las cartas. Escribirlas era asunto de melancólicos de poco oficio. Recibirlas, una alta posibilidad de burla o amenaza. Por esto, el hombre de las legumbres tomó el sobre con desconfianza y lo guardó en el bolsillo del delantal. […] El hombre asumió una pose desinteresada, pero, apenas tuvo tiempo de ir al baño, sacó el papel y lo desdobló para leerlo. Su cara jugaba entre la complacencia y la extrañeza, ganando la primera al llegar al final de la misiva. (9)

Y también a Margarita, que en su esfuerzo por seducir al hombre queda sujeta entre sus artimañas. Acude primero al misterio y va dando algunas pistas sobre su identidad, pero nunca tan completas como para dejar saber quién es ella, ni al lector, ni al objeto de su amor. Debemos entonces someternos a sus rigores, y acuciados por la curiosidad, entrar en el juego hasta que llegue el momento en que los personajes destapen la baraja y muestren cada uno quiénes son. Este interrogante crea tensión en el relato; el lector queda atrapado en la búsqueda de las pistas y trata de adelantarse al protagonista en su descubrimiento: “la curiosidad lo movía como si navegara sobre un mar embravecido. Además, las cartas le gustaban. No era un hombre culto, pero tampoco un salvaje, e intuía que la dulzura de esas palabras y el cuidado de la caligrafía no podían provenir de una mala fuente” (13).

La dama, a quien no le falta ingenio, usa cuanto recurso tiene a mano. Complacidos, reconocemos sus usos, bien sea como conquistadores o como objetos de seducción. Los matices del cortejo se despliegan:

  • El halago: “Margarita, que desde la distancia goza con la fuerza de su pecho” (10).
  • La provocación: “Me vestí con esmero para usted, me apliqué mi perfume más fino; incluso, llevé puestos los calzoncitos más hermosos que tengo…” (14).
  • El arrepentimiento: “Margarita, que espera algún día resarcir esta pequeña desventura” (12).
  • La desilusión: “Algo desencantada” (14).
  • La añoranza: “Con dolor de su ausencia” (15).
  • El silencio: envía dos cartas en blanco.
  • La distancia, el enojo: “Recibí su carta y debo decirle que está usted bastante loco. Además, no tiene estilo. Y no entiendo muy bien a qué viene eso de los calzoncitos. No lo conozco y, si he de serle sincera, no me interesa conocerlo” (18).
  • El fingimiento: “Me dijo mi marido que usted vino a disculparse. Acepto sus disculpas y espero que esta escena no vuelva a repetirse” (19).
  • La burla: “Todo lo que tiene es cuerpo de grandulón sin cerebro” (20).
  • El sometimiento: “Mi verdugo” (21).
  • La suave superioridad: “Mi dulce aprendiz de las palabras” (24).

Al final, el dictado del amor impone justicia y ambos pierden la cabeza. De esto da cuenta una carta sin encabezado que ella le dirige: “Ah, ya no sabría cómo llamarlo. Todos los nombres en los que pienso se quedan cortos para expresar eso que me ha dejado en la piel” (26).

Sin duda, el cuento es bien original. No solo recobra el olvidado ritual de las cartas, cuya hechura supone un largo proceso, muy lejano a la inmediatez de los actuales correos electrónicos, sino que de paso le da al tiempo un nuevo significado, lleno de encanto y expectación para los amantes. Hace mucho que las nuevas tecnologías dejaron en el olvido la manera en que se elaboraban las cartas, en donde, además del borrador para evitar tachones y enmendaduras, se debía elegir la palabra precisa, el saludo y la despedida adecuadas, eludir en el contenido lo prosaico y lo innecesario, sugerir entre las líneas para que hablara el silencio, cuidar la caligrafía y, como si no bastara, envolver el contenido en un sobre que hiciera juego con el papel de la misiva, elegido con cuidado, pues era una impronta más del carácter y la intención del remitente. Y luego, luego venía la espera. Para ambos mediaba un lapso eterno mientras quien la recibía asimilaba el efecto tan largamente premeditado, y decidía si contestar o no.

En lo referente a los personajes, la elección es muy atinada. El uno es romántico, Margarita; ella es quien inicia la correspondencia. El otro es práctico, Santiago; vendedor de frutas y verduras. Este contraste crea situaciones inesperadas y risibles que saltan a cada paso, rompen el tono exaltado y dan lugar a lo prosaico: “Después de mucho revolver el cajón de las naranjas decidió que sí iría, pero se haría mudo y solo lanzaría el zarpazo para bajarle los calzones, nuevos o viejos” (15).

A todo lo largo del relato se dan este tipo de situaciones: las reacciones inesperadas y caprichosas de Margarita desconciertan al muchacho; los juegos de lenguaje y las disyuntivas de los personajes tiñen los avatares de la historia de un humor refrescante. Por ejemplo, cuando Santiago llega a la casa de Margarita, y para su sorpresa le abre un hombre que le pregunta a quién busca, él contesta: “A Mar…tín” y luego, cuando ya en la calle rumia su desconcierto, se le ocurre: “pensó que quizá no era su marido, o que quizá era él la Margarita que le escribía. Se asustó ante la idea y se prometió que no volvería a leer ningún garabato que llegara en sobre gris” (12).

También el lenguaje tiene giros originales, tanto para crear metáforas de la realidad, mediante los oficios cotidianos, como para poetizarla. Los ejemplos abundan: “Dio la vuelta y salió despacio, acariciando una hilera de manzanas [la tentación]. El vendedor se quedó inmóvil, la carta en la derecha y una cebolla en la izquierda [el dolor de la renuncia]. No era un tonto, pensó, simplemente amaba a su mujer.” (28); “Después de mucho revolver el cajón de las naranjas decidió que sí iría” (15); “Se pasó la semana cavilando entre bultos de papa” (21); “Antes de quitar la dura cáscara [de las granadillas] recorrí con ellas mi piel […] Leí su carta y lo imaginé en cada pepita” (24); “Santiago pensó en gritarle que se ocupara de ella y dejara a los demás en paz, pero lo detuvieron sus ojos, lucecitas moribundas” (20).

“Dedo meñique” es también un buen cuento. Breve, bien llevado, maneja el tema con ironía. Ese matiz del humor inteligente aparece en todo el libro. Los personajes, una pareja cuyo matrimonio lleva varios años de vida en común, son felices a su manera: “Contrario a lo que todo el mundo pensaba, eran una pareja feliz. Él se había ajustado a los gustos de Mili casi sin esfuerzo y, a cambio, ella lo cuidaba como su tesoro más preciado” (29).

Aunque el tópico es usual, se diferencia del común en la forma como muestra las sutilezas de la vida en pareja, la manipulación mediante la culpa y la forma como se posponen los conflictos en aras de una buena convivencia. Preferible evitarlos, no importa que en el camino se comprometan la libertad; los viejos ideales, que van quedando en la trastienda; o incluso, hasta lo más banal, la diversión con los amigos. El lector ve retratada la realidad allí y sonríe condescendiente. Bien sea por experiencia propia, o por la ajena, reconoce ese empeño a ultranza de las parejas por ser dichosas aun a costa de sí mismos. Insisten en ello porque no pueden o no quieren admitir el error, porque necesitan responder al paradigma de que “se casaron y vivieron felices para siempre”. Y si algo falla, se inculpan en lugar de admitir lo más lógico, que a la hora de elegir pareja, se equivocaron. La línea es tan delgada entre lo uno y lo otro, que es difícil discernir la verdad.

Precisamente, el título alude a la manipulación mediante la culpa, ese instrumento prodigioso enseñado por la religión católica y tan útil a la hora de doblegar voluntades y someter al otro: “En medio del dolor, Mili sintió la más grande de las dichas. Sabía que no harían falta palabras. La presencia del dedo ausente bastaría, por los siglos de los siglos, para que el camino jamás volviera a torcerse” (34).

La elección de la víctima en “Dedo meñique” es refrescante. En el medio machista que nos rodea, y tal vez por esto mismo, es raro que no sea ella la que adolece, la que no puede, la atacada, la maltratada. Contrario a lo usual, y aunque el punto de vista de la narración muestra la perspectiva de ambos, aquí el sometido es el marido: “Y él se fue, como un adolescente que se escapa de su casa para ir a descubrir el mundo. No obstante, la llamó al llegar, y a mañana y noche durante los días siguientes. Sentía del otro lado la voz tenue de Mili, de dolor falsamente guardado, pero se hacía el desentendido” (33).

Y lo mismo sucede con “La ley de Josefina”, en donde la víctima es el personaje masculino, aunque el final sorprende positivamente al lector y lo deja con un sabor agridulce, debatiéndose entre la complicidad y la censura. La autora se adentra en los sentimientos humanos y en sus contradicciones, y muestra con hechos, sin escandalizarse, la crueldad, el egoísmo, las traiciones, los afectos que se debaten entre el amor y el odio, o mejor, que son odio y amor juntos, ni más faltaba:

Han pasado dos horas o más pero mi luz sigue encendida. Oigo dos leves golpes en la puerta y abro. Eres tú. Cierras. Debajo de la levantadora no hay nada. Me tomas la mano y la llevas hacia tus pechos. Tu cuerpo sigue siendo hermoso, pienso, mientras me dices que es increíble cómo pasa el tiempo. La bata se desliza hacia el piso. Dos nuevos golpes se escuchan en la puerta […] Me levanto y abro. Es tu hija menor. Eres tú. Debajo de la levantadora no hay nada. Mi mano acaricia sus senos y luego su vientre. No quiero hacerte daño, me digo, pero la verdad es que no puedo evitar el disfrute de saber que observas desde detrás de la puerta. (45-46)

Esos sentimientos ocultos, tan ocultos y encontrados que ni siquiera quien los experimenta es capaz de confesárselos, es el tema central de “Los viudos florecen”. Desde el título, cuya deliciosa ironía promete y cumple lo que el relato ofrece, nuevamente se muestran los dilemas de la relación de pareja, y de la homosexualidad. Una manifestación del amor, tan válida como cualquier otra, pero difícil de asumir en una sociedad como la nuestra. Es grato encontrar el manejo respetuoso del tema y la forma en que se adentra en la angustia y en las contradicciones que sufre el protagonista. Los indicios se suceden como líneas finas, las palabras recurren a toda la delicadeza de que son capaces y van llevando al lector al necesario desenlace:

  • “[…] con la tristeza reposada de una noche” (47).
  • “después de mucho hacer el amor, comprendieron que la gracia de su relación estaba en otra cosa” (47).
  • “para Lucy era señal de ese dolor que tantas veces había percibido en él y en cuyas razones un día decidió no indagar más” (48).
  • “Después de unas dos horas, marido y mujer se fueron camino a casa con sus dolores respectivos” (48).
  • “Ella se sentía tranquila, aun en medio del agotamiento, aun viendo la angustia en el rostro de Samuel, mientras una vieja idea que albergaba sin resentimiento empezaba a volverse nítida en su cabeza” (49).

El libro cierra con el cuento que dio lugar a su título: “La salida está cerrada”. Como la mayoría, también se centra en el tema de las relaciones de pareja, sus cercanías y desencuentros. Va y viene en el tiempo, oscila entre el presente que ocupa a la protagonista y su pasado: “La noche pasa lenta. La música ya no suena. Mi espalda descansa sobre el pecho de mi tristeza más triste. Lo que empezó como un encuentro lleno de palabras e historias se ha ido convirtiendo en un silencio plagado de memoria” (75).

Mientras los personajes dialogan, entre las frases se abre el silencio. La narradora en primera persona aprovecha estas pequeñas grietas para contarnos su vida, sus motivaciones, sus dudas. Este contraste ilustra muy bien el camino que media entre la intención y el acto. Es como si nos situara entre ambos, en lo difícil e irresoluto que puede volverse hasta el más mínimo gesto: “Cree que es seductor. Y lo es, pero no por mérito propio sino porque tengo gustos raros. No tiene tanta panza, debo aceptarlo. Se me acerca y la noche del beso de hace veinticuatro años irrumpe en la habitación. Me alejo, como entonces, pero no por miedo, sino por simple capricho, para hacerle creer que no lo quiero besar” (74).

Todo es inútil, cualquier explicación se queda corta para aclarar las motivaciones, por eso, al final, el personaje concluye: “El aeropuerto está un poco más despejado. Vuelvo a  pensar en esos remotos parajes de África, pero termino por registrarme con destino a Medellín. Qué caso tiene, si por más vueltas que dé, siempre llegaré al mismo punto” (75).

El tema del viaje ilustra el recorrido por la vida. Los intentos de huida o de cambio, y en suma, la definición de la ruta que ha de tomar el destino personal se sintetiza muy bien en esta historia en donde, contrario a lo que anuncia el título, el regreso no es un cierre sino una apertura. El personaje llega a la conclusión mejor: inútil correr por todas partes cuando de lo que se trata es de arriesgarse a una travesía íntima y personal para enfrentar los demonios, porque, al fin de cuentas, ellos viajan con uno.

La mención de este último tema y la forma de tratarlo es importante porque ilustra el estilo que se va perfilando a lo largo de todo el texto: con rasgos precisos, las historias delinean las situaciones, los pequeños gestos cotidianos, las disyuntivas y los sentimientos de los personajes. Y si bien no todos los cuentos de este libro se resuelven felizmente, hecho el inventario, puede afirmarse sin dudar que vale la pena leerlo. Es siempre motivo de alegría descubrir a una escritora que sabe de las sutilezas del lenguaje y recurre al humor para expresar los más hondos y cotidianos sentimientos de los hombres; a fin de cuentas, es de estos asuntos que se ocupa la literatura.