El virus de las letras

El virus de las letras

7 de octubre de 2014. Por: Orlando Ramírez Casas.
En Sílaba Editores.

Próximo estaba a cumplir once años en ese octubre de 1956 cuando entré a la sala infantil de la vieja casona de la Avenida La Playa, frente al Palacio de Bellas Artes, donde estuvo la Biblioteca Pública Piloto de Medellín para Latinoamérica, creada con el auspicio de Unicef. Ya era aficionado a leer las historietas del Fantasma, Supermán, Batman, Mandrake el mago, Lorenzo y Pepita, Benitín y Eneas, El llanero solitario, y la ristra de comics o tebeos que los pubertos de entonces devorábamos ansiosos, por lo que encontrar en esa sala las ediciones de Miguel Strogoff, Emilio Salgari, Mujercitas de Luisa May Alcott, y otras a dos páginas compuestas de texto a la izquierda y tiras de animación ilustrada a la derecha fue un descubrimiento para esa etapa transicional de las tiras cómicas a los textos de largo aliento como Alegre, de Hugo Wast. Y entonces apareció en la estantería, ante mis ojos, la enciclopedia infantil El Tesoro de la Juventud. Lo devoré. Diría que lo devoré. Vacaciones enteras de junio y de diciembre pasé metido en la sala infantil de la biblioteca que ya tenía planes de trasladarse a orillas del río junto a la Calle Colombia.

No soñaba, entonces, con que algún día habría de ser escritor; pero los dioses ya lo sabían: yo traía el virus de la escritura en la sangre. De no ser así, esas vacaciones las hubiera pasado pateando balones en la cancha, o recorriendo calles en la bicicleta, o calzado con guantes de boxeo y liado a golpes contra una pera de cuero, o dando brazadas a lo largo y ancho de una piscina, o machacando las teclas de un piano, o rasgando las cuerdas de un violín. Eso hubiera hecho, de ser otro el bicho que me había picado.

Encontrarme en la vida con Lucía Donadío de Sílaba Editores no fue un hecho fortuito sino algo para lo que estaba predestinado. Sería ella el hada madrina que me graduara de escritor publicando “Buenos Aires, portón de Medellín”, mi primer libro oficial. Ya había publicado “En Altavista se acaba Medellín”, pero las circunstancias fueron diferentes porque este primer libro lo escribí, diagramé, y publiqué de mi propio bolsillo… y me lo autovendí literalmente. Solicité préstamo en una cooperativa para pagar la factura de la tipografía, y regalé los ejemplares a los amigos reacios a sacar dinero de su bolsillo para comprarlos. Buenos Aires fue, pues, mi primer libro que hubiera sido editado con todos los requisitos y encontrara espacio en las vitrinas de las librerías para que sus compradores lo agotaran. Fue una fortuna, para mí, contar con el trabajo profesional de Sílaba Editores en ese trabajo, y fue una fortuna que la mía fuera la obra inaugural de la ya casi centenaria lista de títulos publicados por esa editorial.

Para este momento, escribir se me ha vuelto una rutina diaria, y hace ya 60 años de ese día en que entré a la sala infantil de la vieja casona para infectarme del incurable virus de la lectura.