Crímenes municipales

CUENTO: Los velos de la tarde

Por: Darío Ruiz Gómez.
En Libro: Crímenes municipales.

Pudo ver el automóvil cuando tomaba la última curva de la carretera y desapareció en la hondonada, cruzó el puente de madera sobre la quebrada y alcanzó la puerta eléctrica. El vehículo se estacionó frente a las escalas de piedra de entrada a la casa, debajo de una pérgola con una frondosa bougambilia de flores de un color amarillo intenso.

Los dos niños que ya habían visto el automóvil, permanecieron a la espera. Era un hombre de mediana estatura, robusto, de mirada bondadosa y que vestía deportivamente de acuerdo al clima caluroso. Al descender del vehículo, mostró inmediatamente su alegría por el encuentro con los niños. A cada uno entregó un regalo. Ella lo abrazó sintiendo su rígida proximidad.

El ama de llaves acudió en seguida llevando una bandeja con el whisky, la hielera y un vaso. El ama de llaves automáticamente repitió el mismo gesto de satisfacción ante el saludo que durante años había recibido. Colocó la bandeja sobre la mesa y se hizo a un lado para que él se sirviera el primer trago, según su costumbre.

Sentado en la silla de lona conversaba con los niños de sucesos recientes, de algún incidente deportivo, de algún proyecto de viaje o de alguna anécdota de los abuelos. Ella participaba de la conversación buscando que los niños guardaran la debida compostura y sobre todo que mostraran ante él sus progresos en la escuela. Esto lo llenaba de satisfacción y su rostro rubicundo entre grave y solemne le agradecía a ella su dedicación a los hijos, su interés por la casa.

Antes de que fuera servida la cena trabajaba durante un rato en su computador pero luego regresaba a los niños. La cena por lo general era sobria, sencilla y a medida que el tiempo transcurría y la noche y el calor se apoderaban del lugar, las conversaciones se hacían más animadas. Había prohibido a los niños la t.v. pero escuchaba música regional, música española que era la música preferida de su familia, de los políticos del Directorio. Jamás encendía el radio para escuchar noticias. Parecía contentarse con el ruido seco de los ventiladores, con el rumor de la hojarasca.

Cada vez iba conformándose su cuerpo a semejanza del de su padre, vigoroso y amante de la salud, profundamente puritano. Para ella no era un desconocido a pesar de las distancias establecidas por su estricta formación religiosa, por el celo con que cumplía su trabajo de oficina, su trabajo en el Directorio. Su voz era escolar.

El color de su rostro pasaba inadvertidamente del carmesí a la palidez de una hoja en blanco que bajo la luz de las bombillas contrastaba con el color mango de su camiseta. Un aire de canónigo Lo miraba de soslayo en aquella extraña soledad de la finca como a un amigo de infancia a punto de aproximarse a ella en el corredor del colegio a confesarle alguna minúscula contrariedad. Sin embargo nunca lo había hecho.

Caminaba alrededor de la piscina hablando por el celular, siempre con actitud reposada, nunca violentando sus gestos. Y si llegaba sin invitados, parecía tratar de recuperar los días perdidos lejos de casa, en juegos y conversaciones con los niños, seguido de cerca por la figura del ama de llaves. Él dejaba en claro de salida que las conversaciones telefónicas eran con políticos o comerciantes amigos y sobre algún tema electoral pero indicándole a ella que la política marchaba bajo su dirección con buenos rumbos. Haciendo una pausa en la conversación se volvía hacia ella y en voz alta le preguntaba sobre el estado de salud de sus padres, de sus hermanos.

Ella asociaría la figura del hombre respetable que conversaba cortésmente, con el estridular alborotado de los grillos que abrían la noche, con el aroma del wisky. Las siluetas de los niños se iban desdibujando mientras crecía la oscuridad y los distintos sonidos se iban aislando. Sabían que cuando su padre conversaba, debían, prudentemente, alejarse. Las voces frágiles imponían a la tranquilidad de aquel lugar un toque necesario de confianza.

Lo vio caminar hacia ella con pasos decididos y lo miró fijamente a los ojos que aparecieron húmedos no de lágrimas sino como si le hubieran golpeado el hígado, las costillas. Se dio cuenta de su característica firmeza de ánimo pero a la vez de su contrariedad. Hizo el ademán de servirse un whisky pero prefirió llenar el vaso de agua. Inesperada contrariedad, temblaba.

Estaba acostumbrada a administrar su silencio y sabía que lo que agradecía en ella era su compañía, la compañía de sus hijos, no expresar sus opiniones. Esta confianza la demostraba cuando llegaban algunos invitados de fin de semana y le solicitaba que ella llevase todo el peso de la ceremonia. Jamás perdía su serenidad, jamás se había pasado de copas. Si allí en la finca las reuniones eran, aparentemente, más informales, en la casa de Medellín la confianza que él le daba era igual y era ella quien debía velar porque todo marchara a la perfección.

Le dio las buenas noches al ama de llaves pero antes hizo algo insólito, jugar con los niños en el césped, bajo la noche, como en un campamento de niños exploradores. Después los acompañó a su habitación. Se refirió al clima primaveral de Bogotá en esta última semana y lo hizo sobre la camaradería de sus compañeros de Directorio. Estaba eufórico como si en la mañana fuera a celebrar algún cumpleaños, a darle la noticia de un gran negocio. En la calurosa atmósfera la casa parecía flotar en otra dimensión del tiempo.

Podía seguirlo con la mirada sin que pareciese que lo estaba espiando. Había sonado el celular y él, rápidamente se había alejado hacia el césped. El reflejo del agua de la piscina lo envolvía con un sutil halo de luz. Y de pronto su figura desaparecía engullida por la oscuridad profunda marcada por el concierto desesperado de grillos y cigarras, por el vago eco de los vientos golpeando las crestas de las distantes montañas.

Nada pudo hacer el Directorio –pensó– ante una grave circunstancia, ningún amigo apareció para brindarle apoyo. Ella se dio cuenta entonces de que el nerviosismo que mostró durante la tarde era debido a aquella llamada que lo había mantenido en vilo, o sea que jugaba con los niños pero su mente estaba en otra parte. En un lugar tan solitario, una llamada tan extraña hizo que por primera vez en su vida se sintiera asustada. La mirada y el gesto del hombre acercándose, mirando desesperado hacia la carretera, fue contundente por clara. De inmediato debía ella marcharse con los niños, regresar, sin detenerse, a Medellín.

Ella se desconcertó inicialmente, trató de argumentar algo, pero la firmeza de la voz, le mostró la extrema gravedad de aquello que lo había llevado a tomar tal decisión.

Sacó a los niños dormidos y los colocó en el asiento trasero del automóvil, luego empacó las maletas. El ama de llaves se negó tajantemente a subir al automóvil. Cuando ella volvió la mirada hacia atrás, antes de trasponer la puerta eléctrica pudo observarla de pie, en el comedor, el rostro asiático, el cuerpo flaco, el ademán imperturbable, recordándole al amo su fidelidad.

Cuando alcanzó la curva, antes de encontrarse con la carretera principal, se detuvo y contempló la casa, a las dos figuras inmóviles como piezas de ajedrez, curiosamente se reprochó por no haber recogido los juguetes de los niños dispersos en el césped. La casa aparecía envuelta en una leve neblina que el peso de la noche iría haciendo más espesa.